El uso del fotograma en el cine como suspensión de la ilusión de movimiento

pecora_jetee

Paulo Pécora
Fundación Universidad del Cine (FUC)
CABA, Argentina


La esencia paradójica del cine está en su propia capacidad de crear ilusión de movimiento en base a una sumatoria de instantes o fragmentos estáticos. Genera continuidad a partir de la segmentación. Produce dinamismo mediante la quietud, a partir de la sumatoria de fotogramas que se encadenan diacrónicamente, uno detrás del otro (o mejor dicho, uno encima del otro), generando una sensación móvil gracias a su cercanía y a los espacios oscuros que la obturación de la cámara provoca entre ellos.

La posibilidad técnica del cine —que no es lo mismo que su existencia latente, que se remonta a la aparición del hombre y a su deseo profundo de imaginación y sueños, a su pretensión de momificar el tiempo y representar el movimiento— surge a fines del siglo XIX gracias a la sumatoria de una variedad de avances tecnológicos y científicos que culminaron en la creación del cinematógrafo, la máquina de registro y proyección inventada por los hermanos Lumiére.

Al invento de la cámara oscura usada por los pintores renacentistas para lograr una recreación más fidedigna de la realidad, se le sumaron luego otros tan importantes como la aparición de lentes que corregían la inversión de la imagen y definían su foco, la emulsión fotosensible que permitía fijar la imagen captada en una superficie y, por último, la máquina fotográfica, que generó una revolución en el pensamiento humano y en las técnicas de representación, especialmente en la pintura que, a partir de ella, olvidó su pretensión mimética y se dejó llevar cada vez más por la ambigüedad y la abstracción.

Uno de los avances más relevantes en la dirección hacia el cinematógrafo se produjo con las investigaciones científicas encaradas a partir de 1872 por el inglés Eadweard Muybridge, cuando le encomendaron un estudio fotográfico para poder captar todas las fases sucesivas del movimiento de un caballo. Sus estudios cronofotográficos permitieron entender cómo podía descomponerse un movimiento en una cantidad específica de planos estáticos, determinada por la misma cantidad de cámaras dispuestas en el espacio para registrar —segmentándolo— el trote de un caballo o el caminar de una persona.

Unos años más tarde, a partir de 1882, el fisiólogo francés Etienne- Jules Marey investigó el movimiento utilizando otro método de registro. Un dispositivo llamado «revólver fotográfico» le permitía tomar doce exposiciones en un segundo y acercarse un poco más a la reproducción completa de un movimiento. Casi al mismo tiempo, inventó una cámara de placa fija equipada con un obturador temporal que podía registrar y combinar sobre sí mismas varias imágenes sucesivas de un mismo movimiento. Ya desde entonces, estas investigaciones demostraban que el cine aún por llegar poseía en potencia su propia paradoja.

Si el cine es movimiento, surge de la sumatoria de imágenes inmóviles. Sea por un efecto óptico, como la persistencia retiniana, o por una razón psicológica, como el denominado «efecto Phi», cuando asistimos a una proyección cinematográfica reconstruimos en nuestra mente, de manera instantánea, los movimientos que fueron fraccionados previamente por el registro fotográfico que la cámara realizó de lo real.

Es una ilusión óptica de nuestro cerebro que nos hace percibir movimiento continuo aparente en donde solo existe una sucesión de imágenes estáticas. Una sensación dinámica que puede estar en las personas, animales y cosas en movimiento que la lente captura o, también, en la cámara misma, en los recorridos diversos que puede realizar sobre su objeto de estudio, no obstante lo cual siempre y en todos los casos será una ilusión.

Si en pos de una necesidad de transparencia el cine institucionalizado se encarga de mantener viva esa ilusión —y de esconder así su origen fotográfico y los procedimientos técnicos que lo producen—, existen muchos investigadores y cineastas que no solo procuran entender el fenómeno, sino que también buscan evidenciarlo de manera creativa, dejando al descubierto la segmentación y quietud que las imágenes esconden detrás de su impresión de movimiento. Evidenciando su esencia paradójica, pueden volcarse a pensar y trabajar sobre el elemento mínimo e indispensable del cine: el fotograma.

Deberíamos preguntarnos entonces: ¿Qué es una fotografía? ¿Qué es un fotograma? Se trata evidentemente de una imagen única, fija, autosuficiente, que empieza y termina en el mismo lugar, que se agota en sí misma, que se acaba en los confines del encuadre, sin una relación necesaria —aunque podría tenerla— con otras imágenes fijas anteriores o posteriores, y con una duración siempre relativa, que es la duración de la mirada de quien decide observarla. Como fotograma, se convierte además en la posibilidad de una acción, de un movimiento, en el elemento mínimo, esencial, de una toma o un plano cinematográficos. La relación diacrónica entre una mayor o menor cantidad de esas imágenes fijas puede generar sentidos y significaciones diversos, pero también provocar una sensación dinámica —la impresión de un movimiento, una continuidad— más o menos acabada y satisfactoria.

Esa potencia de la imagen fija, ese poder latente encerrado en los confines de un encuadre, fue lo que llamó la atención de numerosos artistas que la investigaron en profundidad y se volcaron luego a explotarla expresivamente —incluso antes de la creación del cinematógrafo— para generar movimientos ilusorios y, a partir de ellos, narrar diversos tipos de relato. Ya algunos pioneros de la animación, como Charles-Émile Reynaud y Emile Cohl, cada uno con sus propios procedimientos narrativos a partir de la fragmentación y la recomposición del movimiento, entendieron el poder de esta técnica y la llevaron a un nivel elevado.

Años después, precursores del cine como Georges Méliès y Segundo de Chomón tomaron esos recursos de ilusionismo y los trasladaron al cine, alcanzando un grado más alto en sus posibilidades al reemplazar la imagen fija dibujada por la de personas o cosas registradas directamente del mundo real. El célebre «stop trick» del cineasta francés —la facultad de hacer aparecer o desaparecer una imagen en medio de una acción o movimiento— surgió de manera accidental, pero llevó a Méliès a tomar una conciencia más plena de las posibilidades creativas encerradas en los límites de un fotograma. Se dice que fue un descubrimiento casual, involuntario, a partir de una falla en el mecanismo de su cámara, que se atascó cuando filmaba el ir y venir de los autos por las calles de París. A partir de esa detención inesperada de la máquina —que al volver a funcionar transformó por azar un automóvil en un coche fúnebre— surgió uno de los recursos «mágicos» que empezaría a explotar en sus cortometrajes, cada vez con mayor pericia, deteniendo la cámara a propósito para dejar, por ejemplo, que un actor saliera o ingresara a cuadro sin que el espectador lo notara. Casi al igual que un prestidigitador ensayando un truco frente a su platea.

La relación paradojal entre la imagen fija y la ilusión de movimiento en el cine fue explorada durante todo el siglo XX de formas variadas, en paralelo o al margen del auge de un modelo de narración institucionalizado cuyo objetivo fundamental es ocultarla, haciéndola transparente. Frente al desarrollo sistemático de una gramática y de ciertas sintaxis pensadas exclusivamente para omitir o esconder los procesos de construcción de cualquier relato, o para generar la ilusión de que el cine es una ventana abierta al mundo que muestra la realidad tal cual es, surgieron formas de discurso independientes, desarrollados fuera de la norma. En lugar de esconder el truco, dejaban la construcción de la ilusión en evidencia. Pensaron el fotograma como un elemento paradójico que, al mismo tiempo que habilita la posibilidad de una ilusión, también puede cancelarla. Opacaron la transparencia rescatando de su ostracismo al carácter fotográfico del cine, pensándolo no únicamente como un mero conjunto estructurado de continuidades (escenas, secuencias, película), sino también —y principalmente— como un efecto dinámico que surge de una sumatoria de fijezas o fotogramas.

Descubrieron que el cine guarda en sus propios dispositivos mecánicos la posibilidad de hacer vivo y evidente —a través de una ralentización fotográfica— el proceso mismo de su constitución a partir de una serie sucesiva de imágenes estáticas. En el momento de la proyección, algunos mecanismos permiten hacer correr la película frente a la lámpara a menos velocidad, y en lugar de 24 cuadros se puede exhibir un film a 18, 12, 8, 6 o incluso menos cuadros por segundo, generando así una sensación de aletargamiento, una especie de detenimiento más o menos pronunciado de la acción proyectada, que permite al espectador atento asistir al descubrimiento de su propia esencia: la génesis del movimiento que el cine institucionalizado esconde. Hay proyectores que también, gracias a un filtro incorporado que se interpone entre la lámpara de luz y la película, pueden detener su marcha por completo y dejar a la imagen fija por un tiempo prolongado, como una fotografía, sin temor a que se dañe o se desintegre, quemándose.

El propio mecanismo cinematográfico —que el cine institucionalizado esconde lo más lejos posible del público, en una cabina al fondo de la sala de proyección— permite en ciertos casos recuperar su ontología fotográfica y evidenciarla, activando simplemente un control variable de velocidades de proyección. En lugar de una síntesis de imágenes fijas para producir una ilusión de movimiento, lo que se lleva adelante es un análisis de cada fase de un movimiento fotografiado y fraccionado en segmentos sucesivos.

Trabajos de relativa actualidad, como los cortometrajes experimentales Nirvana (2008), del cineasta y director de fotografía argentino Emiliano Cativa, o Colibrí (2013), de la artista y cineasta mexicana Azucena Losana, son ejemplos visualmente atractivos e ilustrativos de ello.

Fotografiado cuadro por cuadro en Super 8 milímetros blanco y negro, utilizando como única fuente de luz un flash que se activaba cada vez que su dedo accionaba la cámara, el trabajo de Cativa es un thriller inquietante y oscuro, que narra una historia de acoso y asesinato basado en las formas del giallo italiano y, más específicamente, en la película Peeping Tom [El fotógrafo del pánico] (1960), del británico Michael Powell.

Estudio sobre la mirada y la cámara subjetiva, el film de Cativa dura poco más de un minuto, pero durante su proyección en vivo a 6 cuadros por segundo su tiempo se estira y alarga, como si se aletargara, llegando casi al doble de su duración real. Asistimos así, de manera explícita, a ciertos momentos privilegiados, detenidos, de un relato de ficción fragmentado, fotogramas que se suceden muy lentamente entre la oscuridad y los flashes que iluminaron la acción. La obturación lenta del proyector se suma a la obturación de la cámara, que ya separó a cada fotograma del inmediatamente anterior y del siguiente, generando así la posibilidad de percibir en la pantalla el modo en el que se genera la ilusión cinematográfica y reflexionar cómo somos nosotros, como espectadores, los que hilamos mentalmente y le damos movimiento —por la razón óptica o psicológica que sea— a una sucesión de imágenes fotográficas fijas.

En el caso de Colibrí, al igual que Cativa, Losana trabaja con las posibilidades expresivas de su proyector, desacelerando al máximo la velocidad natural de un film Super 8 milímetros color encontrado, en el que se ve a un picaflor volando alrededor de unas flores, alimentándose de su néctar. Al llevar la marcha del proyector a su mínima expresión, logra desacelerar el movimiento veloz del aleteo del pájaro casi hasta su detención, permitiéndonos asistir así al desarrollo de un fenómeno natural —a su segmentación fotográfica en distintas fases sucesivas— que sería imposible de percibir sin la ayuda del mecanismo cinematográfico.

El cineasta y pensador francés Jean Epstein ya había advertido en varios de sus textos teóricos de comienzos del siglo XX el poder que el cinematográfico posee para registrar aspectos de la realidad a los cuales no podríamos asistir sin su intermediación. Epstein destacó la «inteligencia» de la máquina y su capacidad casi mágica de darle vida a cosas inanimadas o de detener su movimiento natural, casi hasta petrificarlas, según se elija hacer obturar la cámara —o el proyector, en estos casos— a más o menos fotogramas por segundo.

En este tipo de procesos se produce una forma de elipsis particular. Ya no es una elipsis entre planos, escenas o secuencias. Tampoco es una elipsis narrativa, que elimina acciones redundantes y acorta los tiempos de un relato. Es más bien una elipsis minúscula, casi imperceptible y absurda: una elipsis entre fotogramas que, en lugar de restar, suma espacios vacíos. Es preciso generar hiatos de oscuridad conformados por fotogramas en negro, sin imagen, para permitir que el espectador pueda percibir las fases sucesivas de un mismo movimiento: un fotograma filmado con un instante decidido de una acción, dos fotogramas en negro, un fotograma filmado con el siguiente instante de la misma acción, y así sucesivamente, generando la sensación de asistir a un movimiento fragmentado en las fases dinámicas que lo componen.

¿Existe en este tipo de trabajos una negación del cine tal como lo conocemos? ¿Se opera una impugnación de la representación propia del lenguaje de la ocultación y la transparencia en favor de otra más libre en donde las imágenes empiezan a cobrar peso propio y recuperan el valor en sí mismas, sin la necesidad de estar en relación de sucesión o dinamismo con otras?

Cuando se filma una fotografía fija, se la descompone (o se la multiplica) en una sucesión de imágenes idénticas a sí misma. La máquina opera de ese modo y el cine necesita tiempo, incluso, hasta para representar la quietud, lo inmóvil. En el caso del registro de una imagen quieta se necesita —además de tiempo— una cantidad de imágenes idénticas para recomponer la sensación de una duración, a pesar de que la imagen nunca varíe ni se mueva.

En su corto Ritual in transfigured time (1946), la cineasta ucraniana Maya Deren investigó un procedimiento inverso: en lugar de filmar una fotografía, buscaba generar una quietud semejante deteniendo la imagen filmada, fulminando ciertas acciones de sus protagonistas en un instante. Deren fijó ciertos movimientos durante algunos segundos —usando una multiplicidad de fotogramas idénticos a sí mismos—, logrando un efecto mágico, como si pudiera convertir a sus actores en esculturas y volver a darles vida a su antojo para que continúen naturalmente la acción que venían desarrollando antes de detenerlos.

En Letter to Jane: An investigation about a still (1972), Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin realizan un ensayo fílmico sobre el significado político- cultural de una fotografía en blanco y negro tomada a la actriz estadounidense Jane Fonda en una conversación en Hanoi, cuando fue a ofrecer su ayuda en plena guerra de Vietnam. Godard y Gorin analizan críticamente la imagen en la que Fonda está junto a uno de los pobladores de Vietnam del Norte, frecuente víctima de bombardeos y baños de napalm perpetrados casi a diario por los Estados Unidos. Los realizadores se preguntan en el film hasta qué punto una estrella de Hollywood como Fonda —y su pertenencia al mundo del espectáculo— cobra más importancia en la foto que la causa humanitaria que dice defender.

Más allá de su subtexto político, el film es interesante por la predominancia que le otorga a la imagen fija, ya que en sus más de 50 minutos trabaja únicamente con la fotografía de Fonda y algunas otras más. Es un cine que no registra ni segmenta movimientos, sino sólo quietudes, un cine donde la ilusión está detenida, pausada, y lo único a lo que asistimos es a una serie de imágenes fijas alargadas en su temporalidad. Godard y Gorin le otorgan una duración determinada a imágenes que no la tienen, en una operación de fragmentación de una fotografía no en fases sucesivas de un mismo movimiento, sino en fotogramas idénticos a sí mismos, sin variación alguna, varias quietudes que se multiplican de manera idéntica a las anteriores y a las que le siguen. Aquí, la ilusión ya no es de movimiento. Ahora se trata de generar una sensación de temporalidad que la foto filmada no posee.

Un caso paradigmático de estos fenómenos es La Jetée, el célebre cortometraje en blanco y negro que Chris Marker fotografió y filmó en 1962 en Francia. Se trata de una de las películas más celebradas del cine moderno, quizás por llevar al extremo la crisis de la «imagen-acción», al poner en práctica un modelo de puesta en escena basado en la utilización exclusiva de fotografías. El recurso llama mucho la atención, por su audacia narrativa y por la belleza de sus imágenes. Pero su verdadera importancia radica en dejar en evidencia lo que Gilles Deleuze sugería en su libro La imagen tiempo: el quiebre de los esquemas sensoriomotores que predominaban en el cine clásico. Las fotos de Marker detienen el movimiento y permiten a la vez generar —siguiendo con Deleuze— «inmovilizaciones, petrificaciones y repeticiones que serán la prueba de una disolución general de la imagen- acción». Esa disolución de la imagen típica del cine clásico provoca además una temporalidad indiscernible, difícil de comprender. El tiempo invierte su relación de dependencia con el movimiento y así se produce uno de los signos característicos del cine moderno: la temporalidad comienza a mostrarse por sí misma.

Marker subordina el procedimiento a la narración —a la que incluso refuerza con un relato en off—, pero el recurso sigue siendo tan infrecuente que lo primero que uno recuerda no es la historia sino el uso novedoso que hace de la fotografía. Es una escritura fotográfica. Fragmenta la acción en instantes decididos y los combina según un orden que corresponde a su duración, su tamaño o el papel que jueguen en la historia. Los cortes no indican soluciones de continuidad, sino reparticiones variables entre los puntos de un continuo, que es el film.

Este método seguramente aglutina experimentos y ensayos cinematográficos anteriores. Sin ir más lejos, en 1962, el año en que Marker filmó La Jetée, su compatriota François Truffaut usó el mismo recurso en su corto Antoine y Colette para invocar un recuerdo, aunque lo hiciera únicamente en una escena que alude a una anécdota sobre la obsesión del protagonista, un adolescente enamorado. Sin embargo, nunca antes nadie se había adentrado tanto como Marker en el terreno de la narración fotográfica, usando imágenes fijas de principio a fin para llevar adelante un relato de ficción.

Si no estuviéramos advertidos de que la película está construida a partir de una sucesión de fotos dotadas artificialmente de duración, podríamos creer que algunas de la imágenes iniciales del corto fueron filmadas en tiempo real. El sonido y cierta intermitencia en la imagen — generada por el tiempo particular que Marker le dio a cada una en relación con la anterior o la siguiente, o por el recorrido con zooms y paneos que hace con su cámara sobre la superficie de algunas de ellas— parecen dotar a las fotos un movimiento interno que en realidad no poseen. Pero esa es solo una ilusión que se desvanece pronto.

Marker usa fotografías, pero los modos de combinarlas y relacionarlas varían según la intensidad del momento que necesita mostrar. Las grandes elipsis, el zoom, el montaje alternado por corte directo y los fundidos encadenados son sus principales recursos. El movimiento de las acciones está descompuesto o fraccionado en pequeños instantes significativos: un gesto, un ademán, una expresión de alegría, otra de dolor, el rostro desencajado de un hombre sometido a una tortura, un hombre corriendo hacia su muerte.

El recurso es tan perfecto, que todos esos momentos parecen haber sido filmados en tiempo real y fragmentados luego en algunos pocos fotogramas dotados de un nuevo orden y una duración que no poseían. La economía y austeridad de la puesta en escena enriquecen la narración y sustentan el mundo fantástico propuesto por el film. Marker se vale de cosas al alcance de todos —una habitación vacía, por ejemplo, donde todo es oscuridad— para sugerir otros universos y dejar librada a la imaginación del espectador su construcción definitiva.

En el caso de Coloquio de perros, un cortometraje filmado y fotografiado en 1977 por el chileno Raúl Ruiz, se sostiene la línea señalada por La Jetée en dirección al uso narrativo de la fotografía. Además de usar las imágenes que diseñó y fotografió previamente, Ruiz consigue generar momentos formales novedosos a través de recursos de montaje en los que se producen al menos dos tipos de ilusión de movimiento. La diferencia entre ellos radica básicamente en la duración más o menos breve que decide darle artificialmente a las fotos que utiliza y, más específicamente, en el modo en que genera un vínculo dinámico entre ellas, usando cortes directos sucesivos o fundidos encadenados muy breves, casi imperceptibles. La brevedad de los planos filmados y la diferencia mínima entre la posición de las personas o cosas fotografiadas en cada una de las tomas relacionadas —por cortes o fundidos— es lo que genera la ilusión de movimiento, aunque se trate de un movimiento entrecortado, al que se le ven algunas de sus fases y las costuras formales y narrativas que Ruiz diseñó entre ellas.

El cambio mínimo entre dos fotografías de una misma acción (sea por la distancia, la altura o el ángulo variable de la cámara o por la posición relativa del objeto o la persona fotografiados como, por ejemplo, el inicio y el final del gesto completo de una mano) es lo que genera una ilusión de movimiento o más bien, tal vez, la idea de un movimiento fragmentado entre instantes fotografiados, un relato con espacios vacíos entre imágenes que reconstruimos en nuestras mentes mientras asistimos al film. La proyección es el proceso donde esa discontinuidad se amalgama en la ilusión de un flujo continuo de movimiento.

Recursos similares pueden encontrarse en una película anterior de la cineasta francesa Agnès Varda, Salut les cubains (1963), en donde toma fotografías e imágenes filmadas como elementos fundantes de un relato documental sobre Cuba y la vida de los cubanos a 10 años de la revolución socialista. Varda no trabaja únicamente con la puesta en relación de fotografías fijas a través del montaje o con recorridos de la cámara sobre ellas (como paneos, cortes sucesivos sobre el eje o zooms), sino también con detenciones en algunos puntos específicos de imágenes filmadas, fijándolas de ese modo en un único fotograma donde acciones y cuerpos quedan petrificados repentinamente, tal como ocurre en la escena de títulos que le da inicio al mediometraje.

En todo el film se nota la pericia y la imaginación lúdica de Varda para generar ilusión de movimiento, dinamismo, a partir de imágenes estáticas. La realizadora aborda la animación de imágenes fijas como un juego, con total libertad para probar y experimentar posibilidades. Establece vínculos dinámicos mediante el fundido encadenado de imágenes de personas o cosas casi idénticas, levemente desplazadas o en otros casos — como cuando posee una única foto de una persona— llega al extremo de recortar la figura humana y de animarla colocando el fragmento en distintas posiciones sucesivas sobre un mismo fondo (la fotografía original), dándole así apariencia de vida a lo inanimado.

Dos momentos destacables de Salut les cubains, por su musicalidad y la sensación festiva y luminosa que transmiten, pero especialmente por el funcionamiento efectivo del recurso de animación que establecen, son los retratos de dos artistas cubanos, el cantante y músico Benny Moré y la cineasta Sara Gómez, que trabajó como asistente de Varda durante el rodaje del film en La Habana. En cada caso, Varda los fotografía en diferentes espacios, bailando rumba y chachachá. Lo hace de modo innovador y eficaz, ya que construye el movimiento de sus personajes según una coreografía pensada de antemano que les hace interpretar en cada ambiente, mientras los va fotografiando. Varda ordena y anima luego esas fotografías de tal manera que logra generar la sensación de un desplazamiento entrecortado de cada uno de ellos por el espacio, mientras bailan y se mueven libremente de un lado al otro, acercándose o alejándose de la cámara. El ritmo de la rumba y el chachachá, y el uso en loop de ciertas acciones reconstruidas, le otorgan una musicalidad especial a la sumatoria de piezas estáticas que animan la quietud de esos artistas retratados lúdicamente en cada escena.

Se distinguen así, en el cine moderno, diferentes formas y usos narrativos de la imagen fija, que buscan suspender la impresión de lo real dejando en evidencia el origen fotográfico del cine, su paradoja esencial. Pero también existen buenos ejemplos de obras que exploran únicamente las posibilidades perceptivas, expresivas y abstractas de la relación entre el cine y el fotograma. Son films experimentales que eluden directamente el uso de cualquier tipo de gramática o sintaxis cinematográfica, alejándose completamente de ese modo de la herencia de la literatura, el teatro y la mímesis de lo real.

Aún respetando el registro figurativo de la realidad, Passacaglia y fuga (1974), del argentino Jorge Honik, es uno de los trabajos experimentales más interesantes sobre las posibilidades expresivas y perceptivas de la imagen fija en su relación con el cine y el movimiento. Filmado en Super 8 milímetros en su casa de San Carlos de Bariloche, junto a su compañera Laura Abel, el corto fue registrado íntegramente con la técnica del cuadro a cuadro, fotografiando la totalidad de la película fotograma por fotograma, e incursionando al mismo tiempo en múltiples ideas y posibilidades ofrecidas por ese recurso.

Honik logra generar todo tipo de animaciones, haciendo convivir ritmos frenéticos y tomas estáticas, parpadeos de la imagen, mezcla entre figuración y cuadros en negro, avances acelerados a través del cielo o a través de objetos, edificios y personas, y todo esto gracias a ciertas combinaciones entre cambios de óptica, zooms y cuadro a cuadro. «El fotograma tiene sentido en la medida en que se va sumando a otro fotograma y va creando una alteración del tiempo, que puede ser hacia lo vertiginoso o, por el contrario, hacia lo lento, hacia la imagen estática. En un primer momento me sedujo esta cuestión de la velocidad, esta cuestión de alterar el tiempo, alterar el registro subliminal. Y en una segunda etapa, cuando me fui a vivir al sur, por el contrario, fue la imagen más estática. Quedar con la cámara en una especie de fotograma eterno, con muy poca variación, dejando que, en todo caso, fuera la naturaleza o lo que fuere lo que se moviera y no la cámara», explicó Honik sobre su trabajo en Passacaglia y fuga en una entrevista publicada en la Memoria 2012 de la Bienal de la Imagen en Movimiento de Buenos Aires.

Honik realizó un trabajo fotográfico muy preciso y minucioso, tanto que una única toma de su película (compuesta por cientos o miles de fotogramas tomados uno por uno) podía llevarle todo un día. Al revés de sus films iniciales, en los que tendía a la velocidad, Honik exploró la lentitud y el reposo, y ensayó una forma particular de travellings en los que realizaba cientos de desplazamientos casi imperceptibles de la cámara para completar apenas cinco milímetros de un movimiento lateral a través del espacio. Más allá de la labor monumental que debió realizar para lograr una mayor fluidez en esos movimientos, la importancia del film de Honik radica en su reflexión sobre la imagen fija y en la posibilidad de crear simultáneamente una doble ilusión de movimientos: el de la imagen en la pantalla (fragmentando todas las acciones en cientos de fases fijas sucesivas) y el de la cámara a través del espacio (desplazándola lateralmente unos milímetros cada vez que registraba un nuevo fotograma).

«Me interesó mucho la constancia de un tipo de movimiento, como la escritura, que va de izquierda a derecha constantemente. El travelling hecho en stop motion me permitía poner la cámara en los lugares que yo quería, no tenía límites. Entonces me hice construir un par de rieles de madera. Y fui haciendo tomas, unas 500 tomas cada cinco milímetros, para lograr un travelling muy fluido. Me pareció que acentuar y repetir este movimiento creaba como un estado de hipnosis, que es lo que quería lograr en la película», recordó Honik.

Un trabajo experimental que lleva al extremo la idea del uso del fotograma, pensándolo y adoptándolo como el elemento básico del cine o como su unidad mínima, que lleva la posibilidad del movimiento inscripta en su gen, es Arnulf Rainer (1960), famosa obra del realizador austríaco Peter Kubelka. Puede ser considerada, según el crítico Adams Sitney, como una de las «tres únicas películas de parpadeo —o flickers films— de mayor importancia», junto a The Flicker (1966), de Tony Conrad, y N:O:T:H:I:N:G (1968), de Paul Sharits, que siguen sus pasos pero añadiéndole el trabajo con el color en el último caso.

Kubelka trabaja únicamente con la alternancia entre unidades o series de fotogramas transparentes y negros. Es decir, sin filmar ni utilizar ni una sola imagen figurativa, solamente generando múltiples combinaciones entre luz y ausencia de luz. De esa manera, Kubelka establece vínculos rítmicos y estructurales entre fotogramas o grupos de ellos, consiguiendo así una película métrica construida a partir de duraciones fijas análogas a los valores de las notas musicales.

La película está dividida en 16 secciones, cada una de las cuales dura exactamente 24 segundos (576 fotogramas), que se componen a su vez de diferentes momentos que abarcan entre 2, 4, 6, 8, 9, 12, 16, 18, 24, 36, 48, 72, 96, 144, 192 o 288 fotogramas. Debido al efecto óptico de la persistencia retiniana, que produce la permanencia de una imagen durante una fracción de segundo antes de desaparecer, mezclándose brevemente con la anterior y la siguiente, la velocidad de los patrones rítmicos entre luz y oscuridad producen un parpadeo en la imagen y pueden generar efectos visuales ilusorios en los espectadores, no solo de movimiento sino también de colores que en realidad no existen en el film.

Todos estos trabajos reflexionan sobre la ontología fotográfica del cine y demuestran, cada uno a su modo, que si la cámara posee la capacidad de atrapar el tiempo y capturar el movimiento, solo puede hacerlo fijándolos. La duración y el dinamismo en el cine nacen, paradójicamente, de la inmovilidad del flujo temporal y de la descomposición del movimiento en una cantidad determinada de fases estáticas.

«Resulta obvio decir que el cine es un arte de las imágenes en movimiento —afirma el crítico francés Bernard Benoliel en un artículo sobre cine y fotografía—, pero un arte animado que solo avanza imagen por imagen, una tras otra, cada una a su turno, durante el tiempo de una exposición subliminal y fija. Dicho de otro modo, el cine solo existe por acumulación, apilamiento ordenado de imágenes fijas, una verdad enterrada y escondida —asegura— por la velocidad de proyección de la película».

La relación existente entre la obturación que la cámara produce durante el registro de las imágenes, al filmarlas, y la obturación que se produce a su vez en el momento de la proyección, provoca una ilusión de movimiento o la sensación de una continuidad de acciones desplegadas en el tiempo, cuando en realidad todos sabemos que son solo la suma de fijezas discontinuas.

El cine es una máquina que genera ilusiones. Por suerte existen artistas, pensadores y cineastas que estudian y reflexionan sobre sus posibilidades expresivas y nos permiten entender cómo funciona realmente. En lugar de esconder el truco o el modo en el que el dispositivo lo construye, intentan dejarlo en evidencia e incluso explicarlo para que otros puedan disfrutarlo sin engañarse. Son como esos ilusionistas experimentados que desmenuzan sus trucos a velocidad reducida, revelando la magia, mostrando el paso a paso en la construcción de una ilusión pero que, sin embargo, siguen fascinando y encandilando a sus espectadores.

 

Filmografía

  • Antoine y Colette. Dirigida por François Truffaut, Les Films du Carrosse, 1962.
  • Arnulf Rainer. Dirigida por Peter Kubelka, sixpackfilm, 1960.
  • Colibrí. Dirigida por Azucena Losana, 2013.
  • Coloquio de Perros. Dirigida por Raúl Ruiz, Filmoblic, L'Office de la Création Cinématographique, 1977.
  • La Jetée. Dirigida por Chris Marker, Argos Films, 1962.
  • Letter to Jane: An Investigation about a Still. Dirigida por Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin, Sonimage, 1972.
  • Nirvana. Dirigida por Emiliano Cativa, 2008.
  • N:O:T:H:I:N:G. Dirigida por Paul Sharits, The Film-Makers' Cooperative, 1968.
  • Passacaglia y Fuga. Dirigida por Jorge Honik y Laura Abel, 1974.
  • Peeping Tom. Dirigida por Michael Powell, Anglo-Amalgamated, 1960.
  • Ritual in Transfigured Time. Dirigida por Maya Deren, Mystic Fire Video, 1946.
  • Salut les Cubains. Dirigida por Agnès Varda, Ciné-Tamaris y Société Nouvelle Pathé Cinéma, 1963.
  • The Flicker. Dirigida por Tony Conrad, Film-Makers' Cooperative, 1966.

Referencia electrónica

Pécora, Paulo. «El uso del fotograma en el cine como suspensión de la ilusión de movimiento.» Hyperborea. Revista de ensayo y creación, no 7, 2024, pp. 128-140, https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/el-uso-del-fotograma-en-el-cine-como-suspension-de-la-ilusion-de- movimiento-347
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.13916437


Imagen superior: fotograma del film-essai La Jetée de Chris Marker, 1962.

Publicación Hyperborea
Número 07