Bernard Vouilloux
Université Paris-Sorbonne
CNRS/Paris-Sorbonne CELLF 16-21
Decir y mostrar
Si muchos pintores se han prestado de buen grado a la entrevista filmada o al documental,[1] se debe a que el formato cinematográfico, en su versión sonora, permite asociar dos tipos de actividades que supieron permanecer disociadas entre sí, el discurso y la exposición; esto es, dos maneras en que un pintor puede dar a conocer su arte, y que evocan una especie de complementariedad, puesto que una se articula verbalmente, mientras que la otra apela a la percepción visual. Así, se advierte que la asociación entre el discurso y la reproducción en el libro de arte aún conserva el formato rígido del codex: al proceder por contigüidad espacial, dicha asociación está sujeta a la regla restrictiva de la referencia indicial (cada una de las ilustraciones está mencionada en el texto), así como de la juxtaposición heterosemiótica (la ilustración se encuentra inserta en el texto o como complemento de aquél, en un recuadro). Allí donde el libro combina inscripciones heterosemióticas sobre un único soporte, el film las distribuye entre dos pistas, permitiendo una mutua superposición.
Así pues, el montaje audiovisual aporta esta primera forma de libertad: decir la imagen (describirla o narrarla, recuperar su origen, analizar sus diferentes aspectos) y mostrarla simultáneamente, duplicar el signo verbal respecto de su referente visual. En función de esta característica, los films sobre pintura, cualquiera sea su género, se instauran en un régimen de funcionamiento muy diferente del que gobierna los escritos sobre arte, más allá, también en este último caso, de sus propias inflexiones genéricas. Mostrar lo que se dice al mismo tiempo que se lo enuncia y poder reproducir tal operación ad libitum; en esto consiste el nuevo dispositivo verbo-visual introducido por el registro cinematográfico. Con todo, éste no hizo más que fijar, para convertirla en reproducible a voluntad, un tipo de situación que ya contaba con otras equivalentes en la realidad eventual y polisemiótica de prácticas anteriores, como las Conferénces pronunciadas en la Academia real de pintura y escultura en presencia de las obras comentadas durante visitas al taller de un pintor o entrevistas con éste. Además del montaje entre la pista del sonido y la pista de la imagen, en este tipo de películas se halla la imagen por sí misma, es decir, imágenes en movimiento, imágenes móviles, que comportan decisiones sobre el encuadre, los ángulos y el montaje. Cada una de estas opciones cinematográficas puede funcionar de manera perfectamente autónoma en relación con la banda de sonido (se encuentre esta última reducida a la música, al ruido, al silencio) o bien en sincronía con ella. No obstante, que un plano detalle, un acercamiento a la imagen o un cambio de plano se dupliquen por medio del discurso, no implica necesariamente subordinación alguna, de la imagen respecto del discurso que «ilustra», del discurso respecto de la imagen que lo suscita. De ser cierto que decir y mostrar jamás se corresponden entre sí con exactitud, el resto o el exceso serían constitutivos de la asociación audiovisual en el cine y en otros casos.
Constatar un resto o un exceso es, sin embargo, adherirse a una concepción normativa de dicha diferencia, referirla a una unidad de medida común. Como Baudelaire escribió acerca del color en Delacroix, la pintura, si bien no habla, «piensa por sí misma» (595).[2] Piensa con los medios que le son propios: y estos medios, para no verse reducidos a sus fugaces contenidos iconográficos, recurren a las soluciones plásticas que ofrece la misma imagen, así como a todas las opciones formales no temáticas puestas en juego en una pintura. Que las mismas posibilidades existan para la imagen cinematográfica, que además es sonora, es otro aspecto de la diferencia irreductible entre el discurso y la imagen. Esto significa que tanto la pintura como la imagen cinematográfica tienen en sí mismas, o al menos son susceptibles de tener en sí mismas, una capacidad cognitiva que podría pensarse, en este aspecto, «crítica», dado que nos enseña a discriminar y comprender lo que esa pintura e imagen hacen. La cuestión, por lo tanto, consiste en saber si y cómo la imagen cinematográfica podría mostrar algo de la operación del cuadro en el arte de la pintura, sin olvidar las acepciones específicas de donde provienen los términos que ambos lenguajes comparten: «encuadre», «plano» y «campo».
El encuadre como enmascaramiento [3]
¿Acaso es necesario recordar que la imagen cinematográfica de una pintura —así como su imagen fotográfica o gráfica— no es una pintura? Que una y otra, la reproducción y la obra original, apelen de la misma manera a la percepción visual no las vuelve equivalentes.
Los dos medios presentan diferencias tan importantes que la creencia en la transparencia referencial del medio cinematográfico tiende a ocultarlas. Esto es lo que pone de manifiesto una experiencia tan elemental como mantener un plano fijo al filmar una pintura. Jean-Marie Straub y Danièle Huillet han hecho de este modo de filmar los cuadros de Cézanne o los que él vio en el Louvre una verdadera regla constitutiva de sus dos films, Cézanne (1989) y Une visite au Louvre (2003). El plano fijo sobre un objeto inmóvil no es la congelación de una imagen, función sustitutiva de una manipulación operativa a nivel de la recepción, puesto que bloquea una y otra vez el desarrollo de la película interponiendo una imagen, reteniendo virtualmente un fotograma mediante una acción de control remoto, para reencontrar así la verdadera fijeza de un cliché fotográfico. Por el contrario, filmar un cuadro en un plano fijo es aprehenderlo en la duración vibrante, palpitante de la luz, con sus microvariaciones que, al volver sensible la materialidad del tiempo en su transcurso, nos hace captar la duración perceptual y nos recuerda que la observación de un cuadro requiere de tiempo, así como también que el tiempo (dado el estado de las cosas) será necesario para observar la imagen cinematográfica.[4] Este procedimiento tan simple, tal como se observa en las películas de los Straub, tiene el efecto de revelar el medio cinematográfico, de volver opaca la imagen fílmica, de afirmar su presencia y, por ello mismo, desnaturalizarla: el cuadro es una cosa; su imagen, otra.[5]
Este primer procedimiento, que involucra las coordenadas espacio-temporales del plano (el punto de vista es fijo), se encuentra estrechamente ligado en dichos films a aquél otro consistente en introducir en el encuadre de la imagen cinematográfica el marco de una pintura, mostrarla en su contexto de exposición (en el museo, en su coyuntura), reducida, como se halla, a la superficie plana de la pared, e imponerle, por lo tanto, el mismo protocolo que se utiliza para objetos tridimensionales, como las esculturas. Así se nos recuerda que, antes de ser una imagen (de la montaña Sainte-Victoire, de las bodas de Caná), una pintura es un artefacto: tela extendida y clavada sobre un bastidor de madera, cuyos bordes se decoran eventualmente con lo que Poussin llamaba «moldura». Esta decisión es mucho menos frecuente de lo que podría suponerse. En principio, porque la cultura visual que proporcionó las formas y la información a las publicaciones ilustradas sobre arte nos han acostumbrado a ver únicamente pinturas sin marcos, con bordes que coinciden con los de la reproducción fotográfica: El origen del mundo, pintura que muestra, como escribió irónicamente Maxime Du Camp, «una mujer de dimensiones naturales (...) sin pies, ni piernas, ni muslos, ni vientre, ni caderas, ni pecho, ni manos, ni brazos, ni espalda, ni cuello, ni cabeza» (263), por lo general se reproduce igual que las fotografías pornográficas, es decir, sin… marco.[6] Es de este modo, en efecto, salvo excepciones —un marco expresamente elegido por el pintor, construido o pintado por él, como en el caso de Seurat (Cahn)—, que todas las pinturas se hallan reproducidas. La convención se ha impuesto masivamente en los documentales sobre este arte; si el plano del conjunto de un cuadro en su contexto de exposición puede servir de introducción o de cierre, este preámbulo y esta peroración enmarcan a menudo un material fílmico que se prestará en mayor o menor medida a las variaciones de distancia focal (plano general, zoom) y de punto de vista (travelling, panorámico) dentro de los límites que constituye el marco del cuadro pictórico. De tal manera, somos trasladados al interior de la pintura, es decir, se la trata como una imagen, se la reduce a imagen cinematográfica.
Artificio retórico en el documental de arte, ingresar al interior de una pintura constituye sin embargo un recurso ficcional importante cuando se lo declara y reconoce como tal. En efecto, el quinto segmento del film de Akira Kurosawa Sueños (1999), «Cuervos» se construye sobre un avance metaléptico semejante. El joven pintor japonés, alter ego del realizador, que visita una galería donde se hallan reunidas de manera ideal numerosas telas de Van Gogh dispersas en varios museos,[7] se detiene delante de una de ellas, El puente de Langlois: el foco puesto sobre la pintura y su marco, al borrar el cuerpo-pantalla del pintor-espectador (quien también representa al espectador del film), compone una toma icónica de la pintura que, por medio de un cambio de plano, parece adquirir el efecto de un cuadro viviente. La escena pintada, al ser filmada, se transforma de pronto en escena filmada; vemos un puente «real» y lavanderas «reales», pero manteniendo las relaciones y los colores vivos, no naturales, del original. Puede comenzar, entonces, la errancia del joven pintor por el universo pictórico de este Van Gogh que tanto admira. Al término de su viaje, lo reencontraremos en la galería frente al cuadro Campo de trigo con cuervos, del cual obtuvo una visión «vivida» hacia el final de su ensoñación: un zoom en alejamiento a partir de la visión inmersiva (los bordes de la pintura coinciden con los de la pantalla) enlaza con la visión ahora del pintor-espectador que se encuentra delante del cuadro colgado en la pared. También con un zoom en alejamiento, que pasa de un primer plano del cuadro de Pieter Brueghel el Viejo titulado El camino del calvario, a la sala del Kunsthistorisches Museum de Viena donde se conserva, concluye el bello film de Lech Majewski, El molino y la cruz (2011), construido de principio a fin sobre un efecto de cuadro viviente: la primera escena muestra al pintor entre los figurantes que ha reunido comentando el trabajo destinado a un amigo y mecenas, tras lo que se lo puede ver acomodando las telas que visten dos mujeres arrodilladas a cada lado de la Virgen María. En ambos casos, la entrada en la pintura y su animación, si se derivan de este salirse del marco, permiten una exploración que se libera fácilmente de los límites espaciales y temporales de la escena pintada. Las dos películas producen un «estallido» de la pintura: son los episodios colaterales y antecedentes genéticos los que se ven pacientemente expuestos. Al hacernos abandonar la escena pintada, adornada y limitada por su marco, para hacernos penetrar en la escena cinematográfica, cada una de estas películas otorga a las pinturas un fuera de campo.
Al respecto, es imprescindible recordar la célebre explicación de André Bazin:
Los límites de la pantalla no son, como el vocabulario técnico podría a veces hacer creer, el marco de la imagen, sino una mirilla que sólo deja al descubierto una parte de la realidad. El marco polariza el espacio hacia adentro; todo lo que la pantalla nos muestra hay que considerarlo, por el contrario, como indefinidamente prolongado en el universo. El marco es centrípeto; la pantalla, centrífuga. De aquí se sigue que, si trastrocando el proceso pictórico se inserta la pantalla en el marco, el espacio del cuadro pierde su orientación y sus límites para imponerse a nuestra imaginación como indefinido. (213)[8]
La descripción de Bazin sobre la acción polarizante del marco en un cuadro coincide casi al pie de la letra con el pedido de Poussin a uno de sus comanditarios, Paul Fréart de Chantelou, a quien solicita «adornar» la pintura que estaba a punto de recibir «con una pequeña moldura, de modo que, al ser considerada la pintura en todas sus partes, los rayos del ojo se encuentren retenidos y no dispersos hacia el exterior, recibiendo las apariencias sensibles de otros objetos contiguos que, al venir a mezclarse con las cosas pintadas, nos confunden» (45).[9] Es también para marcar la diferencia entre los dos tipos de «apariencias», es decir, de aspectos (el aspecto de las cosas pintadas y el de las cosas reales) y, por lo tanto, para subrayar la ruptura semiótica, que Poussin recomendaba que «dicha moldura se dorara mate simplemente, pues así se funde suavemente con los colores sin perturbarlos» (45).[10] Aun cuando Poussin retoma aquí la versión científicamente perimida, pero aceptada desde la doxa, de una percepción óptica subordinada a los rayos emanados desde el ojo más que al reflejo de los rayos lumínicos sobre los objetos (Simon), observa con acierto la acción centrípeta que el «marco» (materializado o no) ejerce sobre la mirada. Esta concepción ha prevalecido —como mínimo— desde la «instauración» del cuadro en la pintura (Stoichita) y perdurará mientras no se la cuestione: el cuadro «clásico» no sabría evocar ni admitir un fuera de campo.[11]
Por el contrario, el funcionamiento centrífugo del encuadre-máscara abre el campo definido por la imagen cinematográfica al fuera de campo. Se comprende, entonces, la importancia doblemente crítica, tanto delatora como constructiva, implícita en las películas de los Straub: allí donde la integración entre la pantalla y el marco logra, como señala Bazin, hacer coincidir aquello que delimita el marco pictórico con los bordes de la pantalla, los realizadores no cesan de diferenciarlos entre sí. Mostrar el espacio intersticial entre los bordes de un cuadro pictórico y los bordes de una imagen cinematográfica equivale a llamar la atención sobre la falta de coincidencia entre ésta como máscara y el marco del primero; por otra parte, equivale también a hacer ver que el único fuera de campo de la pintura no reside en lo que se revelaría con un movimiento del marco (mediante la prolongación del movimiento de la cámara haciendo un travelling sobre la superficie de la pintura dentro de los límites definidos por el último), sino en lo contiguo a la pintura, en lo que vemos al situarnos frente a ella: la pared donde se halla colgada. Y equivale, a la vez, a provocar el resurgimiento de lo que diferencia a los dispositivos parergonales de la pintura y del film; los parerga, según la definición de Kant, son «aquello que no pertenece intrínsecamente como parte integrante a la representación total del objeto, sino sólo de modo externo, como aditamento, y que aumenta la complacencia del gusto» (§ XIV), sea, en un caso, «los marcos de los cuadros, o las vestimentas de las estatuas, o las columnaas en torno a los edificios suntuosos» (142) y, en el otro caso, el dispositivo (el apparatus) de la proyección cinematográfica. Si la noción de parergon tiene el mérito, tal como lo señalaba Derrida, de visibilizar la cuestión de los límites de la obra (de aquello que es propiamente la obra, exclusivamente la obra, y de lo que se encuentra por fuera de ella),[12] el modo en que Kant la tematiza, en un contexto que tiene por objeto el juicio del gusto, tiende a situarla en el ámbito de las satisfacciones que procura la ornamentación. Un enfoque por completo indiferente a los efectos ligados a la apreciación estética estaría orientado, más bien, hacia los conceptos de implementación o de activación propuestos por Nelson Goodman, donde lo que cuenta es la manera en que las obras de arte se exponen (marco, vitrina, iluminación, color de las paredes, disposición en relación con objetos contiguos).[13]
Al hacer aparecer como tal al intervalo entre el marco pictórico y la imagen cinematográfica como máscara de la imagen pintada, queda claro que las películas de los Straub no sólo rechazan la solución ilusionista consistente en reducir la pintura a la imagen y a iconizarla (hacer de ella una imagen más para el museo imaginario de un todo-cultural que idolatra los íconos), sino que también se niegan a declarar como tal el hecho cinematográfico, a manifestarlo, a restituirle su propia semiosis y, con ella, su dimensión indisolublemente estética, ética y política. Cézanne y Une visite au Louvre son tanto manifiestos cinematográficos como manifiestos a favor de la pintura.
A través de los campos
En el sistema clásico, abierto por la perspectiva geométrica en torno a un punto central, la superficie cubierta por los pigmentos forma con el límite materializado por el marco uno de los componentes de la representación. Ésta, no obstante, sólo puede construirse negando la materialidad que la constituye: la pirámide visual, cuyo vértice superior coincide con el lugar que ocupa el espectador, se calcula en relación con un plano transparente desde donde se desprenden las líneas de la perspectiva convergentes hacia el punto de fuga, de manera que el volumen ilusionista comprendido entre el plano transparente y el fondo pintado oculta la superficie del soporte y establezce sus propios límites.[14] Lejos de dar a ver el mundo, la célebre finestra a la que Alberti se refiere en el libro primero de De pictura da a ver la historia, superficie pintada narrativa o narración pictórica: «[Primero] inscribo un rectángulo de ángulos rectos tan grande como lo desee, el cual se considera que es una ventana abierta a través de la cual veo lo que quiero pintar (la istoria)»(7).[15]
En tanto que el rectángulo permite construir el plano, la superficie destinada a la pintura se confunde con lo que estamos acostumbrados a llamar «campo». Meyer Schapiro ha sido el primero en señalar este «elemento no mimético del signo icónico»: «Hoy en día, asumimos como recursos indispensables la forma rectangular y la lisura neta de la hoja de papel sobre la que dibujamos y escribimos. Sin embargo, ese campo no se corresponde en nada con la naturaleza o la imaginería mental donde los fantasmas de la memoria visual aparecen en un ilimitado vacío abstracto» (7).[16]
Este «ilimitado vacío abstracto» es también aquél del arte prehistórico parietal que despliega sus figuras sobre un campo no preparado: los accidentes de la roca intervienen a menudo en la constitución de las figuras, donde éstas adquieren así valor de signos icónicos (una superficie convexa da forma a la joroba del bisonte), excepto que se encuentren retroactivamente semiotizados (pigmentos negros acentúan y subrayan un relieve donde las líneas parecen dibujar los contornos de una cabeza de perfil).[17] Recién en un estadio mucho más tardío aparecerá el campo liso preparado: al igual que los soportes de la escritura —ya se trate de piedra, madera, cera, papiro, seda, pergamino o diversos tipos de papeles— aquellos de las artes visuales, cualquiera fuere la técnica utilizada (dibujo, pintura, grabado), son artefactos cuyas superficies han sido preparadas. Esta condición, recuerda Schapiro, «volvió posible la ulterior transparencia del plano pictórico, sin la cual la representación del espacio tridimensional no hubiera sido posible»(8).
No obstante, ¿qué sucede con las relaciones entre plano y superficie cuando se abandona la profundidad ilusionista del espacio tridimensional? Es conocida la respuesta que Clement Greenberg ha aportado a dicho interrogante al articular su tesis modernista: de la misma manera que la pintura ha abandonado la literatura al renunciar al tema, se ha apartado de la escultura al renunciar a la ilusión tridimensional; este doble abandono sella la revelación de su misma esencia, una superficie plana y delimitada, cubierta de pigmentos. Toda la historia de la pintura moderna desde Manet en adelante se leería, por lo tanto, en este repliegue sobre las condiciones definitorias de su medio. ¿No sería concederles demasiado a Kant (por las condiciones a priori) y a Hegel (por la teleología)? A la tesis del gran crítico, Rosalind Krauss objetaba, de hecho, que había tenido por consecuencia hacer pasar las telas de Pollock de la horizontalidad de su génesis a la verticalidad de su exposición mural, de la bajeza accidentada del all over a la abstracción del color field, de la tactilidad indiciaria a la visualidad óptica:
La primera palabra de Greenberg al respecto fue «alucinada», en cuanto inició sus escarceos en pos de un término que captase el modo en que esta superficie en expansión vertical parecía transcender el mismísimo mundo de los hechos, al tiempo que la pared parecía hacerse a un lado: el «objeto» pasa a redescribirse «como» campo. Greenberg decidió que, en principio, la locución «literalidad alucinada» establecería la debida tensión entre la lisura del muro pintado y las ilusiones ópticas que con todo producía y que Greenberg intentaba caracterizar: el muro parecía respirar, decía, exhalar color. Adquiría una especie de radiación, una autenticidad luminosa, una sustancia volátil. A mediados de los cincuenta, Greenberg leía la pintura de goteo de Pollock a modo de «contrailusiones que responden tan sólo a la luz» (260).[18]
Si, como lo piensa Krauss, es cierto que con los drippings de Pollock la abolición de la profundidad (de una profundidad homogénea, confirmada por la perspectiva) implica la dilución del plano óptico en la superficie indiciaria, subsiste el interrogante sobre el modo en que la imagen cinematográfica, supeditada en gran medida a la perspectiva en sus usos representacionales, puede tratar esta condición no icónica de la pintura. Numerosas escenas del film Pollock (2000) de Ed Harris, quien interpreta al pintor, permiten identificar los desafíos tanto pictóricos como cinematográficos de esta cuestión. En una de tales escenas, el espectador asiste a la génesis del cuadro que Peggy Guggenheim le encargó al pintor para su residencia neoyorquina, Mural, finalizado en enero de 1944. Las precarias condiciones en las que vivía, compartiendo en ese momento su vida con una mujer pintora, Lee Krasner (ambos se casarán algunos años más tarde), pueden apreciarse con claridad desde el inicio de la escena: algunos planos rápidos lo muestran demoliendo un tabique de su departamento para utilizar los listones de madera, ensamblarlos en un gran bastidor para desplegar finalmente sobre él una inmensa tela virgen. El resultado luego se yergue contra una de las paredes. Comienza entonces un período de procrastinación sobre el cual una multiplicación de los planos (interrupción de Lee, quien avisa que mejor no hacer esperar demasiado a Peggy; primer plano del rostro del pintor con la nieve que cae fuera, de fondo) sugiere que habría durado un tiempo relativamente prolongado. Un juego de campos y contra-campos dramatiza el enfrentamiento entre el pintor (primer plano de su rostro y sus ojos) y la tela virgen, cuyos bordes, invisibles, se confunden con los de la pantalla: borde contra borde, la blancura en común entre ellos identifica pura y simplemente el campo pictórico y el campo cinematográfico; la materialidad de la textura —ese «panno acotonato dello inferno», del cual habla Pontormo—[19] se resuelve en la inmaterialidad de la imagen que adopta la apariencia de la misma pantalla [image écranique]. Así, el tiempo se precipita y el cambio de ritmo está sugerido por la música, a la vez que por ese gestus con el cual nos han familiarizado tantas películas de acción: un primer plano del zapato con manchas de pintura aplasta un cigarrillo fumado a medias, compañía de esas horas, días, semanas que se han ido. El trabajo —filmado como si se tratara de un ejército que se prepara para la guerra— puede entonces comenzar. Será una lucha cuerpo a cuerpo.
Una escena anterior a la recién mencionada muestra a Pollock trabajando en una pintura. Se trata de una obra muy diferente, pues se ajusta aún a los métodos tradicionales de lo que suele referirse en francés, tanto en sentido literal como figurado, con la expresión: «explication de gravure». Es decir, que el discurso ocupa allí un lugar tan importante como la imagen: la tela, en parte ya cubierta, deviene objeto de comentarios con el pretexto de la llegada de la puntillosa Lee. Inquieta por comprender, por dar sentido a aquello que observa (ella asume en el film la función de mediación entre el espectador y el pintor que Alberti reservaba a la figura del admonitor en la representación), su elocuencia choca con el laconismo del pintor: ella ve aquí una cabeza, allí un cuerpo, pero no es cubismo porque la silueta no se descompone en vistas múltiples y presenta un único perfil. ¿Y los signos de ese lado, acaso se trata de asociación libre, de automatismo? Pollock responde que él no hace más que pintar («I’m just painting, Lee»), Lee lo reprende pues, para ella, es inconcebible que Pollock, ¿cómo pensarlo?, no sepa qué está haciendo. ¿Hay que buscar asociaciones con el surrealismo, con el sueño? Se pregunta a sí misma mientras lo interroga a él: no hacemos abstracción de la nada, el impulso proviene sin dudas de alguna cosa, de la vida, la naturaleza. La respuesta de Pollock no se hace esperar: «Soy la naturaleza». La explicación del significado del «expresionismo abstracto» tomará menos que dos minutos, una fórmula que la crítica no impondría hasta algunos años después.
La secuencia consagrada a Mural obliga al espectador a atravesar una etapa suplementaria al ponerle frente a los ojos, y sin recurso verbal alguno, la génesis del cuadro desde la fabricación del campo a cubrir hasta la lucha final. Otra etapa, aún más decisiva, es aquélla que nos convierte en testigos del nacimiento del dripping, con Harris reclamando sin escrúpulos el topos sólidamente probado de la escena original. Nos encontramos en el pequeño taller apenas calefaccionado de Long Island: Pollock está trabajando en una tela de formato modesto sobre el suelo. El gesto es amplio y abarcativo, el pincel siempre en contacto directo con el lienzo. De pronto, mientras el pintor está mirando la tela, el pincel empapado de pintura, en suspenso sobre el vacío, deja caer sobre el suelo largos hilos viscosos.[20] Interesado en el fenómeno, el pintor lo observa, sacude su pincel, de manera que ahora pequeñas gotas chorreadas se mezclan con los hilos de pintura. Al alejar el pincel de la tela —durante una pausa en el trabajo, la temporalidad atemporal de la obra en curso— habrá eliminado aquello que la mediación instrumental tiene sí o sí de aplicada; convertido en un instrumento de proyección, sin obstáculo ni resistencia alguna, el pincel (o el palito, el bastoncillo, stick o, incluso, la jeringa) se hace uno con el gesto que, por su parte, implica al cuerpo entero, un cuerpo eminentemente danzante, como pudimos comprobarlo en las dos escenas ya citadas. Cuerpo-pincel, objeto más que sujeto del movimiento, como animado; objeto, por lo tanto, más que sujeto de la posesión, aun con todas las connotaciones ligadas al movimiento sexual del pintor que «cubre» su tela; y se asemeja —más que al cazador— al chamán, mediador entre dos mundos: cuerpo-médium.[21]
El cuerpo chamánico del pintor, así es posible verlo más tarde desde una vista aérea, tal como podría percibirlo un espíritu-pájaro: la tela ha sido extendida sobre el entablonado cubierto de manchas del taller; el pintor se desplaza sobre ella descalzo, encorvado sobre el campo de tela; mientras, se escuchan en off sus respuestas durante una entrevista sobre el arte moderno y su propia pintura realizada en su casa de Long Island. Hans Namuth, en cambio, compuso dos películas sin palabras luego de la extensa serie de fotografías que tomara en el taller del pintor en 1950. Ed Harris destinó largas secuencias a las sesiones de trabajo del pintor y del fotógrafo, pero optó por situarlas a todas en el exterior, y asociarlas sólo a una de las películas; los planos alternados, en ocasiones, muestran la imagen enmarcada por Namuth (reconstruida para la biopic, con una máscara negra); en otras, el conjunto de la escena (cuando se muestra entonces al fotógrafo dentro del plano); así como escenas de interiores (el pintor solo con Lee o con un grupo de amigos invitados). La película de Harris, por tanto, ofrece fragmentos de una de las dos filmaciones de Namuth (es decir, de su reconstrucción), así como su making off.
Hans Namuth ha descripto las circunstancias en las cuales realizó sus dos películas. La primera, en blanco y negro, de una duración de seis minutos, se desarrolla en el taller. Tal como lo señala un amigo del fotógrafo, es posible observar que el pintor no estaba utilizando la técnica del chorreado (he was not dripping). La palabra no es suficiente. Lo que se ve allí es a Pollock sacar su palito, o su pincel, del tarro y, luego, con un gesto amplio y rápido, moverlo por encima la tela, muy por encima, de manera que la pintura viscosa compone un entramado suspendido sobre la tela antes de quedar inmóvil y caer sobre la misma, dejando la huella de su paso. (Jim Fusanelli cit. en Namuth 8-9)[22]
Namuth ansiaba llegar más lejos: «Mostrar al artista pintando no era suficiente. Quería más que eso; quería mostrarlo en la tela, avanzando hacia ustedes, a través del cuadro» (10). El segundo film, en color y de diez minutos de duración, filmado en exteriores en septiembre y octubre de 1950, estrecha la relación entre el campo pictórico y el pintor gracias a un dispositivo inventado por Namuth para la ocasión: una lámina de vidrio dispuesta sobre caballetes reemplaza la tela, mientras que él mismo, estirado en el suelo, encuadra en el plano cinematográfico el vidrio, que va recubriéndose de pintura, así como, por efecto de la transparencia, al pintor, cuyo rostro y parte superior del cuerpo se inclinan sobre la superficie que falta cubrir. Escalonamiento de planos visuales da sotto in sù, podríamos decir, conservando el lenguaje de la pintura.[23] La metáfora albertiana de la ventana (a menudo malinterpretada en el sentido de abierta al mundo real)[24] se encuentra, así, irónicamente literalizada: si la tabula tiene la transparencia de un vidrio, carece de la función operatoria que Alberti asignaba al plano, aquélla consistente en construir el cuadrilátero a partir del cual se desplegaría la pirámide perspectiva, pues ella ofrece, no la historia, sino la superficie a ser pintada (superficies pingenda). Mirar a través de la última para, luego, hacerlo desde abajo o su reverso es transgredir radicalmente la opacidad que condiciona la ruptura entre la tela sobre la que trabaja el pintor y el mundo que se encuentra por delante de él y detrás de ella. Max Loreau asevera, sin equivocarse, que la tela del pintor «es un instrumento creado por entero para obstaculizar el juego corriente de las apariencias, la experiencia ordinaria de lo visible» (219); y también, en relación con la pintura de paisaje, agrega que «en la superficie reflectante que supuestamente es la pintura lo que se encuentra frente al paisaje es el dorso de la imagen» (221), para concluir que «el enfrentamiento entre la mirada y la tela, que hurta a la mirada el resto de lo visible y rechaza el mundo por fuera de la vista, define la práctica propiamente pictórica» (222). Con el «dispositivo Namuth», la tela da a ver al pintor: por debajo de la pintura (es decir, desde abajo o desde el reverso del soporte), según el punto de vista del camarógrafo y, por lo tanto, también del espectador, no hay nada más que el cuerpo del pintor: «Hoc est corpus meum» es lo que articula silenciosamente toda esta (es)cena.
El dispositivo de Namuth supone una verdadera revolución en comparación con aquel otro que había estado gestionando la escena de un pintor en plena tarea, según podía apreciarse en la pintura, la fotografía y el cine (Georgel y Lecoq 121-224). De acuerdo con lo que estipula la tradición, el cuerpo del pintor se interpone siempre, por completo o en parte (la mano que sostiene el pincel), entre la tela y el plano visual que el pintor o el camarógrafo construyen: el medio pictórico se ve alterado por la mediación corporal. Invertir este dispositivo trasladando el punto de vista detrás o por debajo del campo pictórico ahora transparente permite por consiguiente tomar al pintor en su enfrentamiento con aquél; captar el gesto ya no desde atrás de la espalda del pintor (como en El arte de la pintura, de Vermeer), sino desde abajo del soporte, como si se tratara de tomar simultáneamente lo que el pintor hace y aquello que el soporte recibe, pero también aquello que la pintura hace al cuerpo pático del pintor. En esta nueva vera icona, el cuerpo del pintor se cubre de estigmas y chorrea sangre de pintura.
Si bien es similar al dispositivo de Namuth, el que Henry-Georges Clouzot inventó algunos años más tarde para Le Mystère Picasso (1956) difiere del primero en varios aspectos. Para comenzar, difiere en el formato del film, cuya duración es de noventa y cinco minutos: se trata en consecuencia de un largometraje destinado a grandes audiencias más que de un documental casi experimental para centros culturales. Por otra parte, y sobre todo, difiere en la intención programática: Namuth quería mostrar a Pollock «en la tela», Clouzot pretende entrar «en la cabeza» de Picasso. Así pues lo declara en el enfático prólogo que antecede los créditos, uno de los escasos momentos hablados del film:[25] «Daríamos cualquier cosa por saber qué pensaba Rimbaud al escribir «Le bateau ivre», qué pensaba Mozart al componer la sinfonía «Jupiter», por conocer el mecanismo secreto que guía al creador en su arriesgada aventura. Gracias a Dios, lo que es imposible para la poesía y la música, es factible para la pintura, basta con seguir su mano.» En la imagen, Picasso dibuja con un marcador sobre una hoja blanca; la cámara enfoca la mano que tiene el marcador, mientras que un contra-campo encuadra el torso del pintor. La sintaxis de esta escena se adecúa a aquélla de las representaciones del pintor en plena tarea, ya señaladas. El «dispositivo Clouzot» interviene más adelante: percibimos sus efectos antes de comprender el mecanismo, expuesto en su conjunto al final del primer tercio del film. Pero, antes de ocuparnos del mismo y de sus efectos correlativos, es necesario reparar en la notable discrepancia que introduce el exordio. Es innegable el contraste entre el «mecanismo secreto» que supuestamente preside la «creación» y la intención de revelarlo siguiendo la mano del pintor. El idealismo y el materialismo más extremos llegan a conjugarse: ¿Clouzot vendría a ser el Teilhard de Chardin de Picasso?
El dispositivo Clouzot descansa sobre una serie de circunstancias: tintas y «marcadores mágicos» con la propiedad de atravesar el papel sin mancharlo habían llegado desde los Estados Unidos a las manos de Picasso —así lo anuncia triunfalmente a su amigo el mismo pintor—, de modo que el reverso de la hoja permite ver la imagen exacta, si bien invertida, de aquello que se trazó en el anverso. En consecuencia, será suficiente para Clouzot ceñir dicha hoja a un bastidor vertical y ubicar la cámara detrás de esa pantalla, encuadrando exactamente el campo pictórico para sorprender al espectador con la progresiva aparición de líneas y colores: Clouzot, con la pintura, hace su cine. En realidad, a través de las veintiuna secuencias de la película (sin contar las del prólogo), que se corresponden con otras tantas obras del pintor, el realizador recurre a dos procedimientos: uno de ellos muestra las operaciones gráficas y cromáticas según su progresión en tiempo real; el otro las capta en cámara rápida, añadiendo trazos y colores en bloques,[26] de modo que una obra que supone cinco horas de trabajo (como la cabeza de la cabra en la secuencia trece) se encuentra condensada en diez minutos de película, según se desprende de uno de los escasos intercambios entre los dos compañeros.
El factor temporal ocupa en efecto un lugar central en este film. Un largometraje, de la duración que fuere, jamás podría abarcar en tiempo real la génesis de una pintura, con sus tiempos de pausa, sus retrasos, sus interrupciones más o menos extensas, con sus supresiones, retractaciones y reanudamientos. Picasso se habría prestado al «tour de force» al que aspiraba el pintor, a riesgo de ocupar el lugar de «fenómeno», un monstruo de feria en exposición,[27] empeorando la fanfarronería «españolesca» (pues es un hecho que los temas hispánicos abundan en las obras que se pintan frente a los ojos de los espectadores y que, de no acertar a percibirlo, la música de Georges Auric se encarga de recordarlo). La escena en la cual se revela la verdad del dispositivo es, desde esta perspectiva, ejemplar. El camarógrafo (Claude Renoir, nieto del pintor) anuncia al realizador que quedan ciento cincuenta metros de película. El cálculo no es difícil: lo anterior representa cinco minutos de filmación. Durante ese lapso de tiempo, Picaso debería haber logrado «cerrar», como suele decirse en otras situaciones. Mientras que él reclama una pausa para preparar sus colores, no le quedan más que dos minutos disponibles. Un montaje de planos alternados, de Picasso y de Clouzot, dramatiza la carrera contrarreloj, el último, manifiestamente encantado de honrar su imagen de manipulador, dispara la cuenta regresiva. Aumenta la tensión: es el precio a pagar. El «misterio de la creación», ¿se ha resuelto, no obstante? «Seguimos», es evidente, la mano del pintor; vemos en qué orden dispone las líneas y los colores; cómo retoma las primeras y los últimos, pero aún no comprendemos porqué el artista ha observado dicho orden, porqué las líneas y los colores adoptan ese aspecto preciso, ni porqué —simplemente— él ha pintado... En definitiva, inquietudes propias de los niños. Quizás Clouzot y Picassso habrían hecho mejor en callarse.
Notas
[1] Para un primer inventario, véase Yves Chevrefils Desbiolles, ed. Le Film sur l’art et ses frontières. Actes de colloque (Aix-en-Provence, Cité du livre, 14 al 16 de marzo de 1997). Aix-en Provence: Publications de l’Université de Provence et Institut de l’image, 1998.
[2] Salvo que se indique lo contrario, de ahora en más, las traducciones de las citas son de la traductora del artículo.
[3] Nota de la traductora: «Jeux de cadre-cache» en el original, se reviste de connotaciones de difícil traducción literal en castellano, alusivas a un juego donde alternan la visibilidad y la no visibilidad de aquello que se asume que el cine, un documental, siempre muestra.
[4] Tal como Gilles Deleuze lo ha mostrado de manera luminosa, el plano cinematográfico es a la vez una unidad de découpage y «la determinación del movimiento que se establece en el sistema cerrado, entre elementos o partes del conjunto» (36); como tal, «[el] plano no es otra cosa que el movimiento, considerado en su doble aspecto: traslación de las partes de un conjunto que se extiende en el espacio, cambio de un todo que se transforma en la duración» (38).
[5] Porque contaba con este saber, Daniel Arasse supo realizar «sobre el terreno» sus originales investigaciones fotográficas. Véase Pauline Martin y Maddalena Parise, L’Œil photographique de Daniel Arasse. Théories et pratiques d’un regard. Lyon: Fage éditions, 2012. Trescientas noventa y seis de sus diapositivas se presentaron en el marco de la exposición inaugural de La Maison rouge, L’Intime. Le collectionneur derrière la porte (París, La Maison rouge-Fondation Antoine de Galbert, 5 de junio al 26 de septiembre de 2004). París: Fage éditions y La Maison rouge, 2004, 104-105.
[6] Así lo presenta, por ejemplo, una de las primeras reproducciones donadas tres años después de la muerte de Lacan y siete años antes de la donación al Estado (la misma se encuentra en el Musée d’Orsay) durante una exposición en los Estados Unidos. Sarah Faunce y Linda Nochlin (eds.). Courbet Reconsidered (The Brooklyn Museum, 4 de noviembre de 1988 al 16 de enero de 1989). New Haven y Londres: Yale University Press, 1988, p. 178.
[7] Respectivemente: Autorretrato, 1889, óleo sobre tela, 43,5 x 57 cm, National Gallery of Art, coll. Mr. & Mrs. John Hay Whitney; La noche estrellada, junio de 1889, óleo sobre tela, 73 x 92 cm, New York, The Museum of Modern Art; Los girasoles, agosto de 1888, óleo sobre tela, 91 x 71 cm, Munich, Neue Pinakothek; Campo de trigo con cuervos, julio de 1890, óleo sobre tela, 50,5 x 100,5 cm, Amsterdam, Van Gogh Museum; La silla de Van Gogh, diciembre de 1888, óleo sobre tela, 90,5 × 72 cm, Londres, National Gallery; El puente de Langlois, marzo de 1888, óleo sobre tela, 54 × 65 cm, Otterlo, Kröller-Müller-Museum; La habitación de Van Gogh en Arles, octubre de 1888, óleo sobre tela, 72 × 90 cm, Amsterdam, Van Gogh Museum.
[8] «Les limites de l’écran ne sont pas, comme le vocabulaire technique le laisserait parfois entendre, le cadre de l’image, mais un cache qui ne peut que démasquer une partie de la réalité. Le cadre polarise l’espace vers le dedans, tout ce que l’écran nous montre est au contraire censé se prolonger indéfiniment dans l’univers. Le cadre est centripète, l’écran centrifuge. Il s’ensuit que si, renversant le processus pictural, on insère l’écran dans le cadre, l’espace du tableau perd son orientation et ses limites pour s’imposer à notre imagination comme indéfini».(188)
[9] «d’un peu de corniche, car il en a besoin, afin que, en le considérant en toutes ses parties, les rayons de l’œil soient retenus et non point épars au dehors, en recevant les espèces des autres objets voisins qui, venant pêle-mêle avec les choses dépeintes, confondent le jour»
[10] «ladite corniche fut dorée d’or mat tout simplement, car il s’unit très doucement avec les couleurs sans les offenser»
[11] La mayoría de los ejemplos que ofrecen ciertos autores para justificar la existencia de un fuera de campo pictórico refieren a obras, como las de Degas o Caillebotte, producidas en la era de la fotografía.
[12] Véase Jacques Derrida, esp. p. 27-154.
[13] Véase Nelson Goodman, «Implementation of the arts», en particular, esta definición: «La publicación, la exposición, la producción frente a una audiencia son maneras de implementación, y es de este modo que el arte ingresa en la cultura» [“Publication, exhibition, production before an audience are means of implementation—and ways that the arts enter into culture”] (142-3); véase también «Art in Action» (146-188).
[14] Esta presentación sintética se deduce de los trabajos de Louis Marin sobre aquello que presenta la representación. Veáse especialmente De la représentation.
[15] Sobre la ambivalencia de la noción historia, véanse los comentarios de los editores en la versión citada (332-333).
[16] Con la definición en mente de campo cinematográfico como «porción de espacio imaginario de tres dimensiones que se percibe en una imagen fílmica», Jacques Aumont, para quien la palabra es «de origen cinematográfico», descuida curiosamente la significación medial (170), que sólo recuerda someramente, poco más abajo, en una nota (173, n. 4).
[17] Véase André Leroi-Gourhan (198-199). Sobre estos diferentes tipos de «materialidades de formas» véase Denis Vialou (133-181).
[18] «Greenberg’s first word for this was ‹hallucinated›, as he began to search for a term that would capture the way this expansive vertical surface seemed to outrun the very world of facts, and the wall itself appeared to give way: ‹object› now rewritten as ‹field.› ‹Hallucinated literalness›, he first decided, would set up just the right kind of tension between the pictorial wall’s flatness and the optical illusions it nonetheless released. He tried to characterize these illusions. The wall seemed to breathe, he thought, to exhale color. It took on a kind of radiance, a luminous openness, volatilizing substance. By the mid-1950s he was reading Pollock s drip paintings as a matter of creating the ‹counter-illusion of light alone.›» (246)
[19] «Je pense donc que c’est comme pour le vêtement, que celle-là [i.e. la sculpture] est comme un tissu fin, parce qu’elle dure plus et coûte plus cher, et la peinture une ratine de l’enfer (panno acotonato dello inferno : de la dernière qualité), qui dure moins et coûte moins cher, parce qu’une fois parties les bouclettes elle ne vaut plus rien» (carta de Jacopo da Pontormo a Benedetto Varchi, 18 de febrero de 1548, Dossier Pontormo. Trad. Jean-Claude Lebensztejn, París: Macula, 1984, p. 96).
[20] La verbalización de esta escena no es «inocente»; entre las dos acepciones del latín penicillum y del italiano pennello, que reenvían tanto al miembro viril como al instrumento del pintor, la correlación que la imagen fílmica impone tiene tras de sí una larga historia. Véase Daniel Arasse (101).
[21] Se sabe que ésta fue la lectura propuesta por Stephen Polcari, curador de la exposición Jackson Pollock et le chamanisme (Pinacothèque de París, 15 de octubre de 2008 al 15 de febrero de 2009).
[22] Para descripciones de las dos películas de Namuth y algunos fotogramas, véase Namuth, 70-71.
[23] Es, por otra parte, lo que advierte Pollock: «La propiedad que tiene el vidrio de ocultarse a la mirada y de suspender el cuadro ‹en el aire› sorprende a Pollock en la medida en que este material cuestionaba la fructuosa contradicción que, en sus telas, remite de la banalidad del tejido a la profundidad infinita de una red de trazos cuyos elementos imprecisos (manchas, entramados, goteos) excluyen de inmediato cualquier escalonamiento de perspectiva ordenado. El artista se proponía volver a trabajar la cuestión del vidrio, especialmente para proyectos de arquitectura, pero no lo hizo» (Namuth 71).
[24] Jacques Aumont corrige este error, muy frecuente (170), en el fragmento donde se considera el campo únicamente a partir de su dimensión representacional.
[25] Podrían mencionarse cuatro: el prólogo (monólogo de Clouzot), la escena donde se presenta el dispositivo, el breve intercambio que sigue a la realización de la cabeza de cabra, el pequeño diálogo antes del final, cuando Picasso explica la manera en la que ha trabajado, sin preocuparse por la cámara.
[26] El segundo procedimiento se encuentra genéticamente ligado al primero. Sobre un lector digital, solo basta con desplazar lentamente el cursor de avance para ver la obra construirse por bloques.
[27] Es también en este sentido que Ponge podía evocar «un fenómeno como Picasso» o la «revelación de este fenómeno» (335, 324). Sobre esta determinación, que tiene más de una asociación posible con el pendón, o estandarte, desplegado sobre el asta de la P inicial de Picasso, véase Vouilloux (118-126).
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Traducción: Lucrecia Radyk
Referencia electrónica
Vouilloux, Bernard. «Encuadre, campo, plano: de la pintura a su imagen cinematográfica». Hyperborea. Revista de ensayo y creación. 1 (2018): 132-149. https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/encuadre-campo-plano-de-la-pintura-su-imagen-cinematografica-90