Jean-Luc Nancy
1.-
Robert Cahen nos hace ver una aparición. La nombra Karine. Es un nombre de persona real, es el título de una obra. Esta obra es un film: Karine. «Film» es la película, la piel delgada, la membrana. Es una piel visible y que ve: una piel es una superficie de intercambio, de pasaje, una superficie compartida. Una extensión ofrecida al límite entre dos regiones, que expone la una a la otra. Aquí nuestros ojos, allá las imágenes. Las unas se les aparecen a los otros.
Una imagen aparece: es la acción que le es propia y su ser. No se le aparece «a» un espectador, ni «delante» de él. Apareciendo suscita una mirada; la hace venir como mirada, excita y configura la membrana visual, que ve, que permite ver. La imagen viene a la mirada y la mirada a la imagen. Cada una por la otra y en la otra.
Todas las imágenes aparecen, es decir que forman ese medio de intercambio, de contacto y de trayecto que se llama «mirada». No se trata de ningún modo de sujeto y objeto, no se trata de perspectiva ni de punto de vista: tampoco de algo visible y de una visión que existirían desde antes por separado y se encontrarían en una correlación, si no de otra forma de dispositivo y que por lo demás es menos un dispositivo que un acto, una acción, es decir un ser. El film o como se podría decir, la pantalla, la imagen, la visión, la vista: todas estas palabras se convierten en sinónimos de una significación intrínsecamente mezclada e indecisa, en la cual lo que está en juego es salir y entrar al mismo tiempo, pasar sin atravesar el espesor impalpable de lo que un antiguo denominaría lo diáfano, eso en lo cual, a partir de lo cual y por lo cual algo que está aparece, algo que está se muestra, algo que está se ofrece para ser visto y algo que está se da, de manera absoluta, para ser visto en el sentido de que sin eso no habría visión.
Allí donde la palabra vista se desdobla sin poder sin embargo despegar las dos caras de una misma membrana, abriendo una sobre la otra, o abriendo el barrido y la codificación de las tramas luminosas sobre sí mismos.
Allí donde la palabra y la cosa rostro se desdoblan en rostro visto y rostro que ve, sin que uno pueda ser aislado del otro. El espectador y la imagen no son dos entidades heterogéneas: se engendran, se proyectan el uno en el otro. Aparecen el uno al otro y el uno por el otro. Desaparecen de la misma forma.
«Aparecer» no supone salir de un espacio previamente separado, retirado y cerrado. Del mismo modo «ver aparecer» no consiste en situar un ojo delante de una fuente que produce imágenes. Aparecer es una modificación o modulación del ser, el cual siempre es o hace relación, apertura y partición, reenvío, contacto, contagio, frotamiento.
2.-
De una forma o de otra se trata de una comparecencia y de una compenetración. Lo que se llama la «imagen» quiere penetrar y ser penetrada, quiere darse, quiere derramarse, y que se den a ella. Pero, digámoslo otra vez, ni el sujeto imaginado y el sujeto que mira –y hay que agregar, ni el sujeto que mira (aquél que se supone hace, crea las imágenes) preexisten a la imagen. Cada sujeto, cada imagen aparecen compareciendo en un mismo movimiento, en una misma moción, en una misma emoción.
Digamos una misma magia. Nada de esotérico ni de oculto: la magia de la imagen es una magia absolutamente clara. Consiste en el juego de potencias por las cuales sucede que no hay solamente percepciones con órganos y sus funciones, sino que hay en ellas y más allá de ellas, tomándolas de forma oblicua, lo que debemos llamar sentido, en un sentido que ninguna significación agota.
La magia del sentido, restringiéndonos aquí al registro visual, se da cuando el aparecer muestra lo inagotable de lo visible y de la visión. Menos sin duda lo «invisible» como muchas veces se acostumbró a decir, con el riesgo más o menos cierto de caer en las trampas de lo misterioso e incluso de lo místico, que una superabundancia, una infinidad de lo visible en la visión.
De ese modo una imagen poderosa, una imagen cautivadora o bien emocionante es una imagen en la cual la visión se invita a entrar. A penetrar, no ciertamente para pasar detrás, pues no hay «un mundo que está atrás», sino para entrar en el aparecer mismo. Se podría decir: en su «cómo está hecho», en cómo aparece este aparecer, y en el modo en que comparecemos en él, a él y con él. Pero este «cómo» no es una cuestión de fabricación. Todos los parámetros técnicos de la fabricación tienen una importancia considerable, ni hace falta decirlo, dado que solo un agenciamiento técnico consumado, delicado, minucioso permite obtener tal imagen y ninguna otra (su luminosidad, su grano, su tono, su duración, su lugar, la sonoridad con la que está ligada, etc.). Pero la meticulosidad y la habilidad técnicas –aquí como en cualquier otra técnica o arte que tiene su fin en sí mismo– existen solamente a partir de otra cosa: de esa cosa otra por excelencia que se llama también, precisamente, el arte. Entendida así, esta palabra designa la habilidad de una mano que toma posesión de otras manos, de los ojos y de toda una maquinaria humana (no siempre un solo hombre) en vistas de un designio que solo se revela cuando se penetra en él.
¿Qué puede querer decir «penetrar en el designio» de una obra –en particular de una obra visual, visiva, visionaria, donde visión y rostro están unidos? La obra misma lo ignora y su designio se reconoce en lo que aflora en todas partes sin declararse en ninguna de ellas.
3.-
Karine: un nombre –notemos, un nombre que no deja de tener asonancia con Cahen. Karine/Cahen, quizá hay que escuchar ese campanilleo o ese golpe repetido, femenino/masculino, como el ruido seco regular, chasquido al fin de un raspado, que sirve para la cadencia de la sucesión de imágenes, ruido de una cabeza de tocadiscos girando en el vacío sobre el surco apretado de un antiguo 78 rpm.
Escuchar este ruido y algunos otros –la mecánica del viejo proyector cuya metralla explota al inicio, con la escena animada cuyas imágenes saltan, película mal enganchada, o notas de piano (Schumann, Escenas de niños) y diversas resonancias o resplandores menos identificados. Sus intensidades varían, se difuminan y luego vuelven, siempre deslizándose hacia la imagen, siempre pegados a la textura polvorienta o granulosa de las fotos, siempre como un conjunto ya antiguo, salido de una gaveta o de un baúl.
Escuchar las imágenes, escuchar la imagen de las imágenes que es el film –el desenrollado, la progresión, la secuencia. Con sus ruidos, sus sonidos, sus evocaciones de palabras –las bocas, a veces, o las miradas que, como se dice, «hablan», aunque la palabra nunca se indique y ni siquiera se sugiera. Escuchar, sin hablar en su lugar. Ir hacia la palabra, entrar en ella y tratar de escucharla sin hacerla hablar demasiado.
Que sea la palabra de esta imagen precisamente porque ésta no habla.
En tanto que no habla nos intriga, nos inquieta al menos un poco. Nos habla de una palabra inaudible, no hecha para ser escuchada pero tampoco para ser callada. Una palabra retenida, restringida. Actitud contenida, apretada, incluso hasta los labios, los ojos, los cabellos. Hasta los brincos, los saltos, los pequeños movimientos de los ojos y de la cabeza –sí, dos veces al menos hay planos filmados; no hay cine, es decir no hay una imagen que viene hacia nosotros y nos envuelve sino solamente un inicio de gesto o de movimiento, lo necesario para empezar a discurrir sobre los gestos del montajista (¿del autor? ¿del artista?), que encadena las fotos quizá en fundidos muy rápidos, fugitivos, a veces en planos sincopados, a veces en detenciones largas, con zoom o travelling en la foto.
Toda una música de imágenes con Karine en bajo continuo, Karine y algunos adultos, Karine y otros niños.
4.-
Es el inicio, escena animada, imagen sacudida, un trozo de film que volverá tres veces. Karine juega con una amiga –o bien una hermana– cerca de una fuente de donde saltan dos animales esculpidos. Son sorprendentes, su salto inquieta. Y la amiga, provista de gruesos guantes viene por detrás a cegar a Karine, secundada por otra persona que se inmiscuye en el juego. Es la única escena verdaderamente animada, es la que puntúa el film. Es una escena de juego y de estremecimiento: por un segundo Karine no puede verla. Es un juego como todos los juegos, un hacer de cuenta. Ella cree, ella se lo cree. Nosotros también.
Un animal salta, una especie de unicornio, un gran guante sobre los ojos de quien que nos mira y a quien miramos. Es a nosotros a los que primero ciega. ¿Primero? Para hacernos ver mejor.
De pronto, ver mejor tiene que surgir de no-ver. No miren. ¿Qué hacer entonces? La escena está cortada. Título de encabezamiento: KARINE. Y luego: Un film de Robert Cahen. ¿Una persona de Robert Kahen? ¿una creación? ¿una hija? La hija film aparece. O el film-hija. Filmija, entonces una aparición.
Luego un bebé, acostado, boca entreabierta, ojos cerrados. Un plano más alejado que muestra una parte del rostro de la mujer que tiene al bebé y que lo mira. Y a nosotros nos convidan a mirar esa mirada.
5.-
Como si se escuchara una frase: se mira a Karine. O bien: Karine es mirada. Y será mirada por muchos. Y todo el tiempo por nosotros. Ella mirará también, a los otros y a nosotros. De principio a fin se trata de la mirada, de ver y de ser visto. De ser vista y de ser una vista. De estar en vista. Hasta tal punto que, sin duda, terminaremos por preguntarnos obedeciendo a qué visión –apuntando a qué mira, designio– este film ha sido montado y mostrado.
Nos lo preguntaremos mucho tiempo después del final. La respuesta sin embargo, está: Karine. Un título no puede no decir todo. Un título es siempre un dice-todo. Sabemos todo y, sobre todo, que todo podría decirse. Todo podría ser escuchado desde el silencio ya instalado por el ruido del proyector y por el título del encabezado.
Se podría escuchar otra frase. Algo así como «desembalo mis fotos». O bien: «Les voy a mostrar el álbum de Karine.» Desembalaje, recuerdos, evocaciones. A nosotros eso nada nos recuerda pero nos recuerda todo: bebés fotografiados, miradas enternecidas, esperadas, atentas en la espera.
Cuando se desembalan las fotos, emociones y pensamientos eclosionan. A menos que eso quede simplemente depositado ahí, como todas nuestras pobres memorias en vagos cartones mal acomodados y destinados a no se sabe bien qué oficio intermitente –como para asegurarse de que, sí, entonces sucedió. Sí, ella nació un día, sí, fue una recién nacida.
¿Y entonces qué, una vez que nació? Creció, sin duda. ¿Se trata de la historia de su crecimiento? Sobre todo una historia como tantas otras historias, con primeras sonrisas, los ojos abiertos como platos, besos de los padres, más tarde un hermanito o una hermanita. Justamente como tantos otros y entonces no hay historia. No se nos quiere contar nada. Nadie cuenta nada.
Casi podría escucharse: «Nada hay para ver, nada para descubrir, todo esto es bien sabido». No pasará nada, ningún evento, en verdad.
Algo sin embargo no deja de suceder.
Algo o alguien.
6.-
Algo o alguno, alguna seguramente, la misma Karine.
Karine.
Es ella la que todo el tiempo aparece y desaparece.
Es ella tres veces –principio, medio y fin–, el juego con la otra de grandes guantes y los animales inquietantes.
En el medio –aproximadamente hacia los cuatro minutos de los ocho–, es poco después de que ella se mire en un espejo. No se sabe muy bien en principio, en ese momento preciso, si es ella o su reflejo lo que se ve. Si es ella mirándose o bien el reflejo de ella que se mira. Enseguida, otra foto u otro plano permite distinguir bien la muchachita delante del espejo redondo que ella sostiene frente a sí.
Ese espejo redobla nuestra mirada. Miramos a Karine que se mira. Mirándose, ella nos devuelve su imagen como la imagen de una imagen. ¿Hay otra cosa en efecto en este film que imágenes de imágenes? Es decir apariciones según las cuales Karine se nos aparece, se aparece a quienes la rodean, se aparece a sí misma, y sobre todo aparece sin más, aparece o súbitamente emerge: allí, delante de nosotros, delante de todos, delante de ella misma, allí aparece.
No está sobre la pantalla, está en ella, es ella. La pantalla no es ella misma más que la foto de una foto, desembalaje y escaparate, muestra de vistas, de recuerdos, de instantáneas, de instantes tomados en su aparición y luego retomados, recuperados y como recitados.
Cada vez Karine aparece y desaparece. Una imagen echa a la otra para hacer lugar a la la siguiente. Cada vez que una aparición tuvo lugar –la imagen lo testimonia– y cuando ya no lo tiene –la imagen también lo testimonia. La imagen es cada vez su propia aparición y su desaparición. Aquél que hace imágenes sabe que se dispone a hacer aparecer lo que ha desaparecido. Aquél que hace imágenes y films con imágenes viejas —cuya vejez destaca a través de la infancia de un sujeto, las escenas de cumpleaños y de juegos, así como por medio del grano de las fotos y el desgaste del celuloide de la película—, ése destaca la desaparición de esas apariciones.
7.-
Este film que lleva el nombre de Karine muestra cómo Karine aparece y desaparece. No «cómo» en el sentido de los aspectos singulares de su fisionomía, de su actitud, de sus humores, sino «cómo» en el sentido en que esta pequeña muchacha está solo en tanto aparece pero se sustrae en tanto que, a cada mirada, desaparece de nuestra vista, reemplazada por otra ella misma que no dejamos de reconocer y que, sin embargo, no cesa de ser sustituida.
¿Quién es Karine? no se da ningún tipo de pista para responderlo. El título alcanza a convencernos de que Karine es Karine, ella misma de la forma más propia que se la pueda pensar. Pero nada se agrega a esta identidad de nombre y de algunos rasgos reconocibles, el reborde de un labio, el claro de la mirada cuyos iris y pupila a menudo son subrayados por sus reflejos. Si hubiera algo como una historia, si algo se dijera de estas circunstancias, sobre los otros personajes o los lugares alrededor de ella, entonces estaríamos en el cine y el asunto entonces sería una personalidad, acontecimientos, quizá un carácter o un destino, una aventura o una intriga: una cosa totalmente distinta que las apariciones y las desapariciones.
Sería una cosa totalmente distinta que las apariciones de lo que no cesa de desaparecer: ella, Karine.
Su nombre, finalmente, apenas se pronuncia. Nadie dice «es ella», nadie le pregunta «¿cómo te llamás?» Karine bien puede ser el verdadero nombre de la pequeña niña: sería un oxímoron, porque tendría el valor de un nombre anónimo. O bien el de un nombre genérico: carina, la querida, la cara niña. En italiano este epíteto se usa a menudo para los niños muy pequeños: ¡tan bonito! ¡tan linda!
Lo querido no es esta niña sino la infancia. Lo querido es el mundo distinto, preservado, juguetón e inocente de la infancia. Nos apuramos a saludar y celebrar a ese mundo. Y su aparición es por definición fugaz, dado que la infancia va a desaparecer por el hecho mismo de que es infancia.
8.-
Durante ocho minutos y algunos segundos, la niña no desaparece más que volviendo a aparecer sin cesar. Karine insiste a pesar de todo. Ciertamente está allí y su nombre es el nombre de alguien. Por más que el nombre se refugie en su rol de título, a cada imagen es retirado de ese rol y es nuevamente señalado como el nombre de esta niña.
Es decir como la insignia de la propiedad singular, insustituible, inalienable que no puede ser descripta ni significada por ninguna acumulación de cualidades; lo propiamente inapropiable de una presencia.
Ciertamente Karine no carece de marcas distintivas. Es bonita, simpática, risueña, incluso burlona. Ella crece, llega a la coquetería, se ata el cabello. Es una muchacha, es una mujer. No es ella quien lo sabe, es quien la muestra desnuda, el sexo un instante al descubierto. Ése, el que se detiene en una foto en la cual el short de la niña hace un signo indecente.
Se trata menos de anunciar la femineidad futura que de afirmarla en el presente. Sí, Karine es una mujer. Su nombre es femenino. ¿Qué es entonces una mujer? No entraremos aquí en un debate sobre los géneros. No se trata de eso sino de lo que aparece en la imagen, de ese sexo que la imagen muestra una vez mal tapado, una vez netamente al descubierto en el medio del cuerpo grácil que corre.
La mujer podría ser aquí lo que la niña muestra y escamotea al mismo tiempo. Infancia y femineidad, la una y la otra haciéndose aparecer y desaparecer. ¿Qué es la infancia? Lo que debe desaparecer para hacerse madurez y luego vejez y que no puede ser preservado más que en una imagen. ¿Qué es una mujer o bien lo femenino? Lo que no debe jamás llegar a cumplirse en una figura definida sino que siempre –joven, madura, envejecida– reserva una posibilidad de eclipse en su aparición. O bien que hace aparecer aquello mismo a lo que le pertenece desaparecer.
Se podría decir: lo masculino hace figura, lo femenino hace imagen, si la figura es algo configurado mientras que la imagen aparece y desaparece, aparece en su desaparición.
Es esta aparición/desaparición de la cual habla el impudor púdico de estas imágenes a las que solo se podría llamar sexuales mediante un forzamiento evidente de las palabras. No se trata aquí de sexo sino más exactamente de formas de aparecer o desaparecer, de presentarse y de ausentarse.
9.-
¿Una mujer? Una muchacha sería incluso quizá mucho decir. La niña guarda una reserva y recursos más amplios que las determinaciones que traicionan las palabras «mujer» u «hombre», «muchacha» o «muchacho». Digámoslo usando otra palabra, femenina como la palabra «infancia», que se trata de una presencia. Ni el inconstante «alguno/alguna», ni el pretencioso «sujeto», ni la pesada «persona» ni el desolador «individuo».
Una presencia no es un «ser-posado-allá». Tampoco es una esencia, ni un género ni un rol. Una presencia se presenta. Viene o se va. Aparece y desaparece. Se muestra y se retira. No se pone al alcance de la mano y ni siquiera al alcance de la vista. Solo se presenta a la mirada que la discierne, que la acoge y que la invita al mismo tiempo.
He aquí nuestra vista, a la que otra mirada ha venido a tomar bajo su ala –una mirada dispuesta, preparada, meditada, una mirada técnica, artista, artesana, que nos comunica su atención, su tensión, su saber-hacer con lo diáfano, con el corte y la sucesión, con la luz y la sombra, el grano, la trama y el aspecto de las imágenes.
Una presencia se presenta. Viene en presencia. En su venida se cobija la posibilidad de su partida. En la primera imagen, el recién nacido de ojos cerrados podría no abrirlos. Podríamos temerlo por una fracción de segundo. Como todo viviente puede morir. Podría estar muerto. No lo está, ella no lo está, lo sabemos prontamente por sus ojos abiertos en la imagen siguiente –por su mirada que todavía apenas ve pero que es escrutada por la mirada intensa de la mujer que, se puede suponer, la trajo al mundo.
Ser o nacer al mundo, no es algo garantizado. Es una aparición siempre frágil. Lo que se muestra está siempre en suspenso, una duda o incluso un temor: que la mirada se cierre.
Karine –el film, la niña, la presencia– está feliz, despreocupada o poco preocupada. Es querida, es curiosa, juega a tener miedo. Pero nosotros tenemos miedo por ella, a causa de ella y de su pasaje, a causa de lo que se presenta con ella –de lo que la imagen no ha dejado de mostrar.
10.-
Mostrar siempre tiene un fondo monstruoso. El monstruo es un signo prodigioso. Como las dos bestias fabulosas que señalan la escena de la ceguera. Signos inquietantes, obsesiones de un peligro cuyo asalto sería inminente. Monstrum es signo prodigioso. El prodigio es bueno o malo –¿cómo saberlo? ¿la vista vaga para reír o para llorar?
Eso que sobre todo muestra Karine y que la muestra casi tanto como su mirada: boca abierta esperando el seno, boca besada por la boca de una madre, boca sorprendida –fundida-encadenada sobre ella misma, sorpresa renovada, boca fundida encadenada aún a la de una madre o a la de alguna otra, boca súbitamente de muchacha, prontamente de mujer, carnosa entre los bucles, reservada, risueña, enfurruñada, indecisa, labios bien arqueados sobre los dientecitos separados, juguetona, pensadora, tentadora, amorosa, graciosa, grácil. Devuelve el eco de sus ojos, o bien son ellos los que la reflejan.
Habla en silencio a nuestros ojos, a nuestras orejas y a nuestras bocas. No son imágenes de las que podría decirse que solo les falta la palabra; al contrario la palabra abunda y repite ese nombre, Karine, el cual es invocado por cada mirada, por cada vista ante la cual ella aparece y responde, sorprendida o contenta, sustraída o abierta sobre todo su secreto.
La versión original en francés de este texto se publicó con el título Karine. apparitions en Les Carnets de Yellow Now (Crisnée, 2019) http://www.yellownow.be/index.php
Agradecemos a Guy Jungblut el permiso para su traducción y publicación, que no hubiese sido posible sin la amable disposición del autor Jean-Luc Nancy y de Robert Cahen.
Traducción: Mariano Sverdloff
Referencia electrónica
Nancy, Jean-Luc. «Karine. apariciones. Sobre una película de Robert Cahen». Hyperborea. Revista de ensayo y creación 3 (2021): 156-165. https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/karine-apariciones-sobre-una-pelicula-de-robert-cahen-183