Sobre la Revolución en tiempos del «yo»
Ana Lía Gabrieloni
En el volumen titulado El siglo de la Revolución. Teatralidad, secularización, lenguaje nuevo (Buenos Aires, 2020), Américo Cristófalo y Emilio Bernini reúnen y editan textos de su autoría junto con otros de Magdalena Cámpora, Jorge Luis Caputo, Valeria Castello Joubert, Luciana del Gizzo, Laura Gavilán, Jerónimo Ledesma, Agustina Lojoya Fracchia, Violeta Percia, Carolina Ramallo, Martín Rodriguez Baigorria y Mariano Sverdloff. El proyecto se origina desde el seno de la cátedra de Literatura del siglo XIX de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, adoptando una perspectiva comparatista que, de una u otra forma, retoma y expande en un renovado y muy vasto horizonte histórico, teórico y crítico dos volúmenes concebidos en el marco de la misma cátedra y coordinados por Jerónimo Ledesma y Valeria Castelló-Joubert, Revolución y literatura en el siglo diecinueve: fuentes, documentos, textos críticos (Buenos Aires, 2012). La imagen reproducida en la cobertura de El siglo de la Revolución (fig. 1) opera un enlace documental entre el libro y este último conjunto de traducciones semejante al enlace que asimismo opera de modo incontestable entre ellos la cifra 1789.
La imagen consiste en un detalle del cuadro La Bastille, dans le premiers jours de sa démolition de Hubert Robert, quien pasó de estar entre los preferidos de Louis XVI para ocupar cargos palaciegos a ser designado, luego, por el Directorio de la Primera República como curador en el museo del Louvre. Su nombre es menos célebre que el de su amigo Fragonard, y la melancolía que sus cuadros destilan es menos amarga que la del René de Chateaubriand. [1] Con todo, fue Robert quien inspiró una «poética de las ruinas» ni más ni menos que a Diderot (274), en medio de esos ejercicios de escritura que convirtieron al philosophe en el creador de la crítica de arte moderna. Robert realizó la pintura, tras haber ido él mismo a ver el escenario de los hechos, en los días subsiguientes al 14 de julio, para luego exhibirla en el Salon de ese mismo año de la Revolución.
En una atmósfera crepuscular, el masivo edificio de la Bastilla ocupa, sólido e inapelable, tres cuartas partes del cuadro. Las incesantes transformaciones sugeridas por un cielo tormentoso son el telón de fondo de los remates de los colosales muros carcelarios, hasta donde se ha alzado una multitud de voluntarios abocados a la demolición. Se los ve representados como una fila de laboriosas y diminutas hormigas gestionando maquinalmente su pesada carga. Los fragmentos de piedra en caída, la acumulación de escombros en las fosas secas en derredor del edificio, son elocuentes sobre la intención de tan briosa y tenaz empresa: acabar con la tiranía monárquica. El encierro en esta cárcel política dependía meramente de una orden del rey, sin motivo ni proceso judicial. Su destrucción aconteció cuando el número de prisioneros no llegaba a diez. Esto reafirma la colosal magnitud simbólica del gesto liberador, así como del vacío reinante en el espacio interior que no alcanzamos a divisar del edificio.
El vacío es condición esencial del adecuado funcionamiento de los aceleradores de partículas elementales que la física experimental emplea para llegar a conocer más sobre la materia que ellas constituyen. Es posible pensar El siglo de la Revolución —con sus doce capítulos repartidos en tres partes— como un acelerador de las partículas elementales de la revolución para indagar y conocer en qué consiste su materia intrínseca, hecha de personas, ideas, acciones, nobles intenciones, sangrientos enfrentamientos y ejecuciones, servidumbre y liberación. En esta suerte de física experimental textualizada, se verifica que la revolución es conminación a la acción a la vez que experiencia de la irrupción violenta de una aceleración histórica (Cristófalo y Bernini 84 y 175).
Así pues, podría decirse que el libro funciona como un acelerador teórico-crítico de las partículas elementales de la revolución que, por su parte, funciona como un acelerador del tiempo de la historia. Esto es posible en condiciones de vacío; sin vacío, la colisión entre partículas en el interior del acelerador sería incierta.
¿Qué es lo que colisiona en contextos y textos revolucionarios? El libro identifica y expone colisiones intrínsecas a la precipitación revolucionaria: entre el derecho natural y el derecho positivo; entre el régimen moral y el régimen político; entre la vida íntima y la vida pública; incluso entre la igualdad y la justicia, lo justo y la verdad. En síntesis, con los términos de Laurent Jenny (citados en 289), entre la «positividad de la emancipación» y la «negatividad del terror». Según relata Pierre Michon (69), Robespierre y Sade, cada uno a su manera, expresaron que el hombre individual es un monstruo. Por su parte, Jean-Jacques Rousseau también escribió a su modo sobre otro monstruo; el pueblo, el pueblo que, una vez acostumbrado a sus amos, no puede prescindir de ellos y convierte sus revoluciones en entregas a embaucadores que no hacen más que aumentar sus cadenas (citado en Cristófalo y Bernini 107). La cita anterior atribuida a Michon es de Les Onze (2009), esa extraordinaria novela sobre el retrato apócrifo que los «once —llamados entonces— parricidas» le encargan a un tal François-Élie Corentin durante el Terror. Las «once puntas de lanza del dispositivo jacobino» (Michon 69), tal como los retrata el mismo autor, de cuya invención resulta el retrato.
Sostener la metáfora del libro como un acelerador en el sentido de la física experimental es insistir en la importancia del vacío como condición de la ocurrencia y apreciación de la colisión entre las partículas elementales de esa materia histórica hecha fragmentos en metamorfosis, la revolución. El vacío es tema y método en ciertos capítulos de este libro. Por ejemplo, es tema en el capítulo «Sade: dilemas de la república soberana» de Cristófalo sobre el nihilismo moral del autor de Justine, para quien la República se basa en esas ausencias presentes del monarca y del bien; es tema en «Futuro anterior…» de Bernini, donde se advierte la (no)representación de un lector de Rousseau como Robespierre, quien busca asimilarse al mismo pueblo del cual no obstante es su mandatario; es tema cuando —en «Imágenes de la revolución heterogénea…» de Del Gizzo— se presenta a William Blake pulverizando la frontera divisoria entre los textos y las imágenes a la par que la distancia provisoria entre el cielo y la tierra; es tema cuando la Revolución del 48 en París queda excluida de la escena del Chavignolles de Bouvard y Pécuchet, tal como la concibe Gustave Flaubert, y se recupera e interpreta en «La Revolución como farsa:…» de Caputo; cuando el término «revolución» —tal como se observa en «Rimbaud y la fabricación…» de Cámpora— no se menciona en las llamadas Lettres du voyant del mismo año de la conflagración de la Comuna de París; y también cuando —según destaca Percia en «La crítica de Mallarmé al proyecto wagneriano…»— la «impersonalidad» del autor como mandato fragua la Crise du vers de Stéphane Mallarmé.
El vacío como tema opera en función de la comprensión y explicación en el orden de esa necesaria desintegración analítica que, en términos metodológicos, precede y procede a la reconstrucción de los fenómenos que interesan para el estudio. Como método puede advertirse en acción, por ejemplo, en el último capítulo del libro. Allí se examina esa suerte de revolución inconclusa de Richard Wagner entre la poesía y el teatro, que Mallarmé decantaría entre la poesía y la danza, mientras se suceden las menciones de Charles Baudelaire, Gustave Kahn y Édouard Dujardin. Tres nombres que, junto al del mismo Mallarmé, nos arrastran a campo traviesa de las disputas estéticas más encendidas de la segunda mitad del siglo XIX, lo que equivale a decir, al vacío del campo santo donde quedaron sepultadas las pretensiones clasicistas heredadas de siglos pasados. Del drama desencadenado por los dilemas conceptuales y existenciales que, al inicio del libro, se presentan asociados a la insoslayable relación política/vida, pasamos hacia el final del libro a los sobresaltos y vértigos de la triste agonía europea, donde la utopía —sin duda en Francia, sobre todo, a partir de la Segunda República— cede a la crisis humana, que es lingüística: tanto las cosas como las palabras se trastornan (93). Tal contexto genera entonces tres formas literarias inéditas: el poema en prosa canonizado por Baudelaire, el vers libre que Kahn se auto adjudicó y las exploraciones de Dujardin (cuyas influencias en los monólogos interiores de James Joyce son bien conocidas). [2] Estas tres formas, para decirlo con los términos de Michon sobre los Once del Comité de Salud Pública durante el Terror, son las «puntas de lanza» del dispositivo estético que precipitó el advenimiento de las vanguardias literarias a inicios del siglo pasado.
En la historia de la literatura, en particular, lo anterior es del orden de una revuelta sin antecedentes y que nos dice mucho sobre las solidaridades a menudo involuntarias entre revuelta social y revuelta poética. En el territorio que despliega la historia de la literatura, tales experimentaciones abren lo que Philippe Dufour llama, sirviéndose de una noción que le inspira Aragon, «paisajes paréntesis»: «la poesía de la novela» (31) (en cursiva en el original). Podría agregarse, con el vers libre al que veníamos refiriéndonos aún en mente, «la prosa de la poesía». Tal como sugiere pensarlo Ramallo en «Glorias que son barbarie…», al igual que en Hugo —con algo más de complejidad que en Sarmiento—, el tiempo de la escritura se superpone (y, acaso, más que nunca en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX) con el tiempo de la percepción. Ahora bien, es un hecho que esta última irá acelerándose y, en consecuencia, generando un estilo de violencia que, como señala Sverdloff en «Las inconsecuencias de un retorno…», es «una violencia confinada al ámbito de la representación» (Cristófalo y Bernini 304). Allí, articula paisajes donde despuntan con particular relieve los «silenciosos desacuerdos» de los individuos y, desde ya, de los mismos autores, con la historia de la que toman distancia (Dufour 132). No hay «paisajes paréntesis» en los relatos de los historiadores (Dufour 132), como tampoco los hay en una literatura sin escritores que, según una de las citas transpuestas de Flaubert al libro, tienen conciencia de estar viviendo después de un acontecimiento abortado, como bastardos que deben conformarse con el detritus de la historia (Cristófalo y Bernini 271).
Robert, aquel pintor discípulo del Abate de Batteux, que nunca dejó de exponer sus obras en cada uno de los Salones pese a los tumultuosos cambios políticos de su tiempo, tenía fascinación por esos detritus de la historia, que son las ruinas y a cuya representación dedica un sinnúmero de pinturas. Una de ellas concentra una asombrosa originalidad. Representa en ruinas la Grande Galerie del Louvre cuya transformación en museo había sido uno de los últimos proyectos del Antiguo Régimen en el apogeo de su declinamiento. A partir de 1793, Robert se suma a las discusiones de la Convención para reacondicionar ese espacio antes dedicado a exponer a cierto público algunos cuadros del gabinete real. Es decir que continuará desempeñando funciones semejantes a las que tenía antes de la Revolución en ese espacio de colección y preservación de la historia en imágenes que lo obsesiona. De allí que los especialistas no lleguen jamás a corroborar sus intenciones —de existir— ideológicas en obras como la crónica de la Bastilla. Así pues, en la vista imaginaria de la Grande Galerie (fig. 2), expuesta en el Salón de 1796, no queda claro si es el tiempo o es una revolución quien ha hecho su obra, ni si la obra es documento de cultura o documento de barbarie, mucho antes de que un genial filósofo de la Escuela de Frankfurt pusiera en evidencia la imposibilidad histórica de distinguirlos entre sí, la tan citada e innegable consustanciación entre ambos.
Imaginémonos frente a esta pintura, como Michon tantas veces —en su novela— nos sitúa en el Louvre frente al imaginario retrato de los Once miembros del Comité de Salud Pública encargado a Corentin. Ambos cuadros rebasan ambigüedades. Son «una trampa en forma de pintura», «un comodín político» para echar sobre la mesa en el momento crucial: «Si Robespierre tomaba el poder de forma definitiva, —escribe Michon— sacarían el cuadro a la luz como prueba innegable» de la grandeza de Robespierre y de la veneración que le profesaban los otros diez «papas» (ya que no eran apóstoles) que lo acompañaban; «Si, por el contrario, Robespierre se tambaleaba, si caía, también sacarían el cuadro, pero como prueba» de la ambición desenfrenada de tan aborrecible tirano que había encargado el retrato de los Once para que lo idolatren (Michon 113)
Este cuadro de Robert, como el de Corentin, aparenta ser un salvoconducto nada dramático ya sea a la celebración o al aborrecimiento del Terror en medio de la gran confusión que anima a la vez que interfiere en el vacío del acelerador de las partículas de la revolución. La historia y sus regímenes de excepción se encaraman sobre los Once de Corentin como se encaraman sobre las ruinas en este último cuadro de Robert. El debate en torno a la razón y el sentimiento, sobre a cuál de ellos le corresponde la muerte y a cuál la apoteosis, continúa abierto y un libro como El siglo de la Revolución lo estimula sustancialmente.
Notas
[1] Diderot (274) se refiere a la misma como una «dulce melancolía».
[2] Por entonces, Gustave Kahn se auto proclamaba inventor del vers libre francés, índice prosódico inequívoco del vacío por la supresión de esa «esclava reina», como Victor Hugo llamaba a la rima final en un verso. Mas el nombre del mismo Kahn destaca en el origen del vers libre gracias a otro vacío, debido a la injusta omisión en los libros de historia y teoría literaria del nombre Marie Krysinska. Véase Édouard Dujardin, Les Premiers poètes du vers libre. Paris: Mercure de France, 1922 (especialmente páginas 18 y 19). Cf. quizá el primer estudio tardíamente dedicado por completo a la poeta en el origen del vers libre: Florence R. J. Goulesque. Une Femme poète symboliste: Marie Krysinska, la Calliope du Chat Noir, Paris: Honoré Champion, 2000.
Bibliografía
- Cristófalo, Américo y Emilio Bernini Eds. El siglo de la Revolución. Teatralidad, secularización, lenguaje nuevo. Buenos Aires: Santiago Arcos, 2020. http://repositorio.filo.uba.ar/handle/filodigital/15134 (28/02/22).
- Diderot. «Hubert Robert». Salón de 1767. Trad. Lydia Vázquez. Madrid: Machado Libros, «Colección La Balsa de la Medusa». 267-299.
- Dufour, Philippe. «Le Paysage parenthèse». Le Seuil «Poétique» 2. 150 (2007): 131-147.
- Michon, Pierre. Los Once. Trad. María Teresa Gallego Urrutia. Barcelona: Anagrama, 2010.
Una versión preliminar de este escrito se compartió en la presentación virtual del libro el 31 de agosto de 2022, organizada por sus editores en presencia del resto de los/as autores/as.
Referencia electrónica
Gabrieloni, Ana Lía. «Sobre la Revolución en tiempos del “yo”». Hyperborea. Revista de ensayo y creación. 5 (2022): 216-223. https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/sobre-la-revolucion-en-los-tiempos-del-yo-295