Violeta Percia
Universidad de Buenos Aires
Resumen
Con el avance de las modernas ciencias de la naturaleza, la razón instrumental y los desarrollos de la técnica, la modernidad europea crea las condiciones histórico-filosóficas de una despotenciación y desencantamiento de la naturaleza, cuyo correlato es un desencantamiento del lenguaje y una mirada positiva sobre la representación que deja fuera toda interpretación simbólica. La poesía moderna, desde el romanticismo al surrealismo, encarna una protesta lírica contra la interpretación del mundo que promueve el materialismo científico revalidando la palabra poética como experiencia esencial de la poeticidad del mundo y como otra forma de conocimiento.
Palabras clave
Poesía moderna — naturaleza — representación
Title
From Supernaturalism to Artaud: the Revolt of Modern Poetry against the Image of a Depotentiated Nature
Abstract
With the advance of the modern sciences of nature, instrumental reasoning and technical developments, the European modernity has created historical and philosophical conditions of a depotentiation and disenchantment of nature that in parallel imply the disenchantment of language and a positive view on the representation which leaves aside any symbolic interpretation. Modern poetry, from romanticism to surrealism, embodies a lyric protest against the interpretation of the world that is promoted by scientific materialism, thus revalidating the poetic word as an essential experience of poeticality of the world and another form of knowledge.
Keywords
Modern poetry — nature — representation
La poesía moderna y su relación con la naturaleza están determinadas por una crisis en la representación y el figurativismo que define su marca histórica entre los años 1850 y 1920. Si ya entre 1750 y 1830 el concepto de imitatio había sufrido diversas transformaciones (cf. Jauss 1986), entre los años 1850 y 1920, con el romanticismo y el posromanticismo, se produce en el arte europeo un cambio brusco en el sentido de una disolución del vínculo tradicional con el objeto presente.[1] Con la ruptura del orden clásico de la representación se abre el problema de lo irrepresentable: lo que no tiene forma, pero encuentra su formulación en el orden estético. La crisis de la legislación mimética que armonizaba entre sí la naturaleza productiva y la naturaleza sensible abre paso a la tradición de un arte por el arte, un arte anti-representativo y, en el límite, un antiarte —los cuales se actualizan en reformulaciones contemporáneas sobre el fin del arte (presentes en teorías estéticas como las de Hans-Georg Gadamer o Arthur Danto)—. La obra de arte moderna y la poesía en particular testimonian estas derivas. Para pensar entonces esa relación con la naturaleza en el marco de esta crisis y en su dimensión histórico-filosófica es central retomar la tesis del filósofo alemán Jacob Taubes, según la cual desde el romanticismo (cuando se empieza a emplear en un contexto singular el término surnaturalisme) hasta el surrealismo, la poesía moderna encarna una protesta lírica contra la interpretación del mundo que promueven las modernas ciencias de la naturaleza, la razón instrumental y los avances de la técnica —en función de los cuales la naturaleza se vuelve controlable, predecible, medible, domesticable, al mismo tiempo que el mundo adquiere una finitud mítica—. Se asiste entonces a una despotenciación y desencantamiento de la naturaleza brutales que tienen como correlato un desencantamiento del lenguaje, concebido ahora como «un saber que es poder y que sólo puede ejercerse como dominio y presión sobre la naturaleza desencantada» (Taubes 147).
El materialismo científico va de la mano de la interpretación histórica de la palabra revelada en la medida en que ambos suponen una mirada positiva sobre la representación, que deja fuera toda interpretación simbólica y toda forma de conocimiento que no se base en un método científico. De esa forma se anula el sentido esotérico de las hermenéuticas, considerando solamente el sentido exotérico y despreciando tanto las interpretaciones simbólicas de la naturaleza como de las Escrituras como mistificaciones; es decir que sólo el sensus literalis es tenido como verdadero o puede reclamar veracidad. Al aceptar el sentido histórico como único válido se pone en jaque el antiguo lugar comunitario y cohesivo de la palabra y de los relatos, y la relación específica que tenía lo poético en la transmisibilidad de la verdad (amenazando ese punto en que la poeticidad del pensamiento forma parte del contenido mismo de la verdad).
La poesía moderna reacciona ante esta despotenciación, disciplinamiento y domesticación del mundo. Sin embargo, con la modernidad, el acto de creación artística (y de creación poética) ya no busca imitar una creación ejemplar ni ser reflejo del orden del mundo; su intervención posible, su oposición posible, se limita a desarmar y destruir ese orden para —con los componentes individuales, deshechos, desmembrados, incluso atomizados— crear un mundo nuevo desde las profundidades del lenguaje y generar con ello, según la expresión de Charles Baudelaire, la sensation du neuf. Por esa vía, la poesía se exilia en el plano de una imaginación que se opone al orden de lo mundano (cf. Taubes 144).
El llamado idealismo baudeleriano —inscripto en la serie de tentativas poéticas que opondrán el sueño a la realidad; el arte por el arte, al arte por el progreso; el ideal, al spleen— puede comprenderse como una expresión concreta de este proceso. De ahí que Baudelaire despreciara el orden de la creación y configurara su opuesto en el campo de la imaginación —entendiéndola como condición de posibilidad para producir un mundo nuevo o, más precisamente, para originar la sensación de lo nuevo—. En efecto, mediante la imaginación el objeto particular es arrancado de su contexto habitual u originario; se lo ubica en un entorno inesperado y se le da un uso nuevo, promoviendo así también una crítica sobre el mundo utilitario. Este procedimiento se repite desde Lautréamont y su máquina de disección —en la que se reúnen un paraguas y una máquina de coser— a los «objetos encontrados» o ready-made de Marcel Duchamp, de los cuales recuérdese, entre otros, la famosa «Fuente», que es la reformulación imaginaria de un mingitorio.
Lo que se lee en estas expresiones es un intento de la poesía moderna por borrar o traspasar —y en definitiva, superar— las fronteras del mundo dadas por la interpretación de la ciencia; pero en el marco de la modernidad ya no puede remitirse a la garantía de Dios que está más allá del mundo (como hacía la gnosis antigua). Desde Baudelaire, y especialmente en la época en que emerge el surrealismo, la poesía se inscribe en un universo moderno uniforme, regulado por el materialismo y el ateísmo, de modo que ya no se propone buscar un más allá cosmológico. Ahora, la única revuelta posible consiste en apropiarse de la irrealidad para desde ahí crear sus propias imágenes, y reinterpretar las existentes. En la disputa por la interpretación de la historia, la poesía moderna será la primera que actúe en el sentido de la apropiación de las imágenes con un significado e identidad establecidos, para otorgarles significación e identidades nuevas. En todo caso, después de Baudelaire, tanto el movimiento simbolista-decadente como el naturalismo se pensarán en contraposición a la inmensa labor positiva de la segunda mitad del siglo XIX, tarea que tendrá su continuidad en la reacción surrealista.
I.- La revalidación de una naturaleza sobreabundante
En este marco histórico, Baudelaire va a evocar la noción de surnaturalisme que aparece como herencia del lenguaje romántico pero tiene un eco más próximo en Nerval, quien había usado el término en la dedicatoria de su libro Las hijas del fuego (1854), donde calificaba sus escritos como propios de un estado de «rêverie super-naturaliste» [«ensoñación súper-naturalista»] (Nerval 19). Lo hacía en una dedicatoria a Alexander Dumas que oficiaba de Prefacio, en la que remitía la expresión super-naturaliste a los románticos alemanes; en particular a una «oscuridad» metafísica presente en Hegel y —aunque de otro modo— también en Emanuel Swedenborg.[2] Aquí, aun cuando en el contexto de la poesía moderna esta noción puede considerarse como formando parte del esquema de lo surnaturel en cuanto se halla ligada a un rechazo del determinismo de las ciencias modernas en su interpretación de la realidad; hay que notar que eso sobrenatural o contra-natura —aquello que está más allá de la ley natural— ya no cae en el espacio del mandamiento divino, ni remite a una forma desencarnada y descomprometida como sucede en las corrientes de pensamiento que representan el sobrenaturalismo teológico. Por esto mismo, tampoco debería entenderse como producto de un subjetivismo radical que repite una interioridad de la conciencia más o menos inaccesible. Antes bien, apunta a señalar la insistencia de un factor anomal (lo que es sin semejanza, fuera de código, fuera de serie, único, incomparable).
De hecho, la traducción al español del vocablo surnaturalisme presenta cierto problema en la medida en que no tiene estrictamente un sentido teológico, ni se trata de lo sobrenatural como tal. Más bien podría traducirse con el neologismo surnaturalismo (para marcar esa extrañeza presente también en el término surrealismo); o también, como sobrenaturaleza, remitiendo así a algo que excede su propia conciencia. No obstante, su sentido se precisa con especial relevancia en una expresión acuñada por José Lezama Lima, quien va a hablar de una «sobreabundante naturaleza» (301). El escritor cubano evoca mediante este giro la maravilla natural contenida en el concepto de terateia, que remite a una maravilla parlante, un malabarismo, incluso una forma del ensalmo. Es decir que esa sobreabundante naturaleza se reclama como una variante del arte de la palabra, pensada a la luz de su poder de activar lo que nombra o incluso de convocar lo que llama. En rigor, en Lezama la terateia implica una aptitud de la poesía para que la maravilla se manifieste, en la medida en que sólo la poesía es capaz de producir ese reencuentro con un momento prodigioso.
Asimismo, en Baudelaire la noción de surnaturalismo introduce un sistema de correspondencias basado en el recurso poético de la «analogía recíproca» [analogie réciproque], definida como una imaginación creadora. La sobrenaturaleza se comprende esencialmente a través de esa imaginación que —tomando una expresión de Derrida— se vuelve «hacia lo invisible dentro de una libertad poética» (16). Desde esta óptica, la imaginación es un sentido surgido de una «nada esencial a partir de la cual puede aparecer todo y producirse en el lenguaje» (Derrida 16, destacado en el original). Si la poesía moderna se alía a la imaginación, al sueño, al misterio e incluso a la visión de una naturaleza sobreabundante es en función de una indagación de condiciones que se originan en la voluntad de nombrar y en el acto literario mismo.
En las «Notes nouvelles sur Edgar Poe» (1857), Baudelaire retoma la noción de sobrenaturaleza y la define como la región misma de la poesía, en la cual gobierna aquello que persigue o provoca un estado de «entusiasmo» o «excitación del alma» (Écrits 310). Se trata al mismo tiempo de un estado de éxtasis y de extranjeridad que es independiente tanto de la pasión como de la verdad. En las Curiosités esthétiques (1868) vuelve a recurrir a la noción de surnaturalismo para referirse a la obra de Eugène Delacroix, donde este término está ligado, por una parte, a las correspondencias entre lo cuantitativo (las cosas) y lo cualitativo (el color, la música, las formas, las ideas); pero por otra, se vincula con un aspecto de la naturaleza que aflora cuando esta se manifiesta en su sentido más profundo, más voluntario, más despótico.[3] Baudelaire remite con ello a una apertura de los sentidos y de la percepción, mediante la cual se produce una iluminación, una revelación o una evidencia, asociadas a «verdades elementales completamente desconocidas»; o también, a la naturaleza «viva y agitada» («Exposition Universelle de 1855» 242) de las cosas. Tanto la literatura de Poe como la pintura de Delacroix van a afirmar una realidad que no es ni lineal ni acabada, ni sistemática ni trágica, sino impredecible y sinuosa, que presenta líneas muy diversas y esquivas para el ojo; afirmando así una naturaleza que no pregunta por su ley —podríamos incluso pensar que está más allá del bien y del mal—, sino que reclama para sí la región del Misterio —asumiendo la contradicción de lo heterogéneo—. Para esta naturaleza, si hay necesidad esa necesidad es un exceso.
Pero lo más importante es que la naturaleza sobreabundante es captada por una disposición especial de los sentidos de la que participa la poesía. Se trata de una disponibilidad para adentrarse o hundirse en los aspectos enigmáticos, inclasificables, fulgurantes, incluso inhóspitos de la vida y de lo viviente. Aun más, esa disposición de los sentidos es una voluntad de penetrar en una realidad que es anterior al lenguaje —que es como un estado de impredecibilidad o también indefinido—. Baudelaire la comprende como una realidad que no habla la lengua de las nociones sino una lengua del color, una música de las imágenes, que se evidencia en los cuerpos abismales y en las opacidades salidas de las transparencias, que se hace inteligible a través de un olor. El punto, por ejemplo, en el cual se ve la fosforescencia de la podredumbre.
Para Baudelaire, la sobreabundante naturaleza corresponde entonces a un aspecto de la experiencia y de la percepción que se da en esas horas en las que la naturaleza habla otra lengua —una especie de momento epifánico o extático que desborda o emana en un detalle—. Es ahí cuando vemos la naturaleza de modo «más despótico» («Exposition Universelle de 1855» 243), en su carácter soberano o indómito; cuando la naturaleza se muestra más viva y agitada, y cuando la percibimos en todas sus correspondencias de colores, sonidos, perfumes, imágenes, ideas. Hay que advertir que en estas relaciones se afirma una eidética fenoménica (una imaginación creadora, una poética) de la naturaleza, por sobre la ley natural.
Baudelaire retomará estas ideas en el texto «Edgar Poe, sa vie et ses œuvres» (1861), donde la sobrenaturaleza vuelve a remitir a una región que se abre entre una naturaleza «llamada inanimada» (Écrits 286) y la naturaleza de los seres vivos: una zona que el poeta de Les Fleurs du mal define como un umbral de estremecimientos. Se observa aquí que la analogía baudeleriana, como procedimiento poético, no supone correspondencias verticales entre los órdenes naturales y otros órdenes de la vida, sino que habilita correspondencias de todo tipo: entre diversos sentidos y cosas; entre los cuerpos y los efectos; o entre los estados de cosas y los acontecimientos incorporales.
En resumen, esta sobreabundante naturaleza no está en un más allá, sino que es aquello que se afirma con la naturaleza visible y en los sentidos; pero no a partir de una suma de propiedades sino en su dimensión puramente cualitativa. Como si se tratara de la naturaleza percibida por nervios ultra-sensibles (poéticos) que pueden revelar otras relaciones y otras superficies: develando voluntades, despotismos, profundidades.
De modo que la experiencia de esa sobrenaturaleza pone en juego para Baudelaire una teoría de la percepción que le permite cuestionar la preeminencia racional o especulativa del entendimiento, exigiendo nuevas condiciones para la comprensión de lo percibido que no se reducen ni a las relaciones de causa y efecto, ni a las relaciones demostrativas, deductivas o inductivas de la lógica. Se explica esencialmente como una zona de evidencias, pero también de revelaciones, que pone en juego la variación y la variedad de lo que vive. Es un umbral de estremecimientos que en Baudelaire no aparece solamente con la pintura de Delacroix o la literatura de Poe, sino también con experiencias vinculadas al opio, pero sobre todo propias del sueño y la imaginación. El esplendor —agrega Baudelaire— no es sensible al hombre sino a través de las formas que él sueña (cf. Baudelaire, «Edgar Poe, sa vie et ses œuvres»).
Si la sobreabundante naturaleza se manifiesta en nuestra experiencia como un desprendimiento de diversos planos que coexisten en la realidad y que no siempre alcanzamos a ver, la dinámica del sueño cobra un lugar preponderante como pantalla de estas revelaciones porque el sueño no es una huida del día sino la entrada de todas las noches. En el soñar se produce el levantamiento de aquello que está detrás del día o en la mitad de su propia oscuridad: algo que está dándose a luz. Allí reside incluso lo que está tras la muerte o detrás del espejo; eso que se revela sin la mediación de la retina, en una pantalla de otra naturaleza, en el espacio puro de la conciencia y de los sentidos, en el abandono del ojo como referencia de la visión. Nos remite al mundo órfico, ese espacio en el que no podemos volvernos para ver si lo que vimos está ahí todavía. Se trata de un estado en el que percibimos ciertas vibraciones y estremecimientos de la materia, y tal vez otras regiones que coexisten en ella. Es también la entrada en la «noche interior» (Valéry 114). En el sueño, al igual que en la literatura mística, dirá Paul Valéry: «se encuentra lo que uno trae» (114).
Hay algo más, como escribía Maurice Blanchot: en el sueño ya no estamos a salvo como lo estábamos en el hecho de dormir, que pertenece a la historia y que el yo se adjudica como un acto propio. Soñar, en cambio, está más cerca de «la región nocturna» (Blanchot 253) –una región en la que el día es lo ininterrumpido y lo incesante porque ya no encuentra cortes, ni de persona, ni de tiempo–.
Hay que decir también que Baudelaire distingue explícitamente la imaginación de la fantasía:
La imaginación no es la fantasía; no es tampoco la sensibilidad, aun cuando sea difícil concebir un hombre imaginativo que no fuera sensible. La imaginación es una facultad casi divina que percibe en principio, fuera de los métodos filosóficos, las relaciones íntimas y secretas de las cosas, las correspondencias y las analogías.[4] (Écrits 302)
La apuesta teórica de Baudelaire sitúa a la poesía como la lengua de la imaginación, y esto se vuelve sumamente relevante en la medida en que detrás de la revuelta contra el lenguaje de la modernidad, se proyecta la postulación de una imaginación que es comprendida como un órgano que percibe entre mundos (facultad casi divina) y que se asume como condición de posibilidad de otra clase de conocimiento. De ahí que sea necesario diferenciar la imaginación surnaturalista de la imaginación sensible de los románticos y de la imaginación descriptiva del Parnaso. A diferencia de éstas, la imaginación baudeleriana busca liberarse de las leyes mecánicas de las ciencias de la naturaleza, articulando una protesta contra los automatismos de la vida moderna y una resistencia al torniquete moderno del valor (que apresa el sentido entre la ley natural y la ley del mercado).
II. La sobreabundante naturaleza como dimensión del acto mismo de nombrar
En el último tercio del siglo XIX, las diversas expresiones poéticas que componen en Francia el arco heterogéneo que va desde Arthur Rimbaud o Stéphane Mallarmé a las vanguardias del fin de siècle, coinciden en otorgarle a la poesía una misión en la recuperación de la autenticidad y plenitud de la palabra en el marco de lo que podría leerse como un retorno rousseauniano del lenguaje.[5] En este proceso histórico, el autor de Un coup de dés jamais n’abolira le hasard pondrá las ideas de Baudelaire en una perspectiva que incluye esencialmente una revalorización de la lengua poética. De ahí que en él la apertura a una sobreabundante naturaleza apunte directamente a las condiciones de una deriva que tiene lugar en el lenguaje que, en términos de Michel Foucault, «es posible designarla como la experiencia desnuda del lenguaje, la relación del sujeto hablante con el ser mismo del lenguaje» (1004).
En su célebre ensayo «Crise de vers» (publicado en Divagations en 1897), Mallarmé considera el verso como un «sentido» para las simetrías, la acción y el reflejo; y lo define como un «término sobrenatural» (66) porque sobrepasa la palabra. Es decir que la poesía excede el sentido natural de las palabras, lo desborda en una expresión inédita —en una noción pura, como la llamará también—.[6] El verso entendido como un término sobrenatural es, además —según otra definición de ese mismo ensayo—, un «civilizado edénico» (66), y con ello un paraíso posible o la invención de una forma habitable de lo divino; en definitiva, la anunciación de un más allá dentro del lenguaje de la modernidad y de la razón.
Según se afirma en aquella Divagación, la poesía no busca nombrar la naturaleza (lo que existe), sino sugerir —que es lo opuesto a nombrar–—. Así pues, mediante la noción de sugestión Mallarmé sitúa de plano la sobreabundante naturaleza en el terreno del lenguaje, de las palabras. Sobrenaturaleza del lenguaje que también encuentra sus propios aliados en la imaginación y en el sueño, en cuanto potencias de explicación y de figuración no dialécticas que abren paso a la noción de Misterio.[7]
El sueño es un «sentido sutil» (Mallarmé 474) que se abre más allá del silencio. Desde aquí, en continuidad con Baudelaire, se comprende y sostiene una dimensión del sentido para la cual la poesía es un órgano fundamental, en la medida en que tiene la función de hablar la lengua de esas fuerzas que no pueden objetivarse o no pueden nombrarse, a las que no es posible asignárseles propiedades. En esta misma línea, Paul Valéry sostendrá que «existe una cacería mágica al igual que una cacería dialéctica» (215), de modo que, si la razón es el arma de la segunda, la poesía es la lengua de la primera: la palabra poética es una lanza capaz de asestar los sentidos invisibles, imperceptibles, contradictorios, ocultos.
De esta manera, la sobreabundante naturaleza del lenguaje adquiere una importancia filosófico-poética notable en cuanto reivindica un conocimiento que compromete al hombre con el acto mismo de nombrar. Con ello la poesía reacciona contra la ciencia allí donde, paradójicamente, la indagación sobre el lenguaje es el único acceso que se tiene a aquello que carece de nombres.
III.- Del surrealismo a Artaud: la sobreabundante naturaleza entre la trampa del inconsciente y la afasia
Instalado ya en la configuración epistémica moderna cuyo centro de interés es el lenguaje, el surrealismo reduce la indagación del factor anomal —indeterminado, sobreabundante de la naturaleza— al ámbito del inconsciente freudiano, último recodo ante el cual la ciencia reconoce su límite y provisoriedad. Más aún, el movimiento que comanda André Breton no oculta cierta fascinación cientificista. En el Segundo Manifiesto se define como un automatismo puro «que intenta expresar el funcionamiento real del pensamiento» (Breton 44). Lo sur-real, lo que está sobre-encima de lo real —en cuanto representa su exceso— es aquí ese flujo de pensamiento que desborda el ordenamiento de la razón sobrepasando su decoro, su normativa. Aquello que excede ya no la organización lógica de la naturaleza, de lo sensible, de los sentidos, sino su organización social; es decir que desborda la realidad entendida como el hábito de lo real, o como ese costado habitual de las cosas. Ante estas condiciones, el surrealismo se alía a algo que se le añade, como resto, a una realidad conmensurada por su utilidad y a una vida neutralizada por su valor de cambio. No obstante, aquí lo sur-real se confina (y se reduce) a la actividad inconsciente del pensamiento.
Es Antonin Artaud —que había sido parte del surrealismo antes de ser vomitado por él, según se declara en el panfleto en que Breton y los otros miembros lo expulsan en el año 1927— quien va a continuar pensando la sobreabundante naturaleza como elemento articulador de una protesta contra la sociedad burguesa occidental, pero asimismo contra el dominio de la ciencia moderna en la interpretación de la vida. Todo el pensamiento de Artaud pone en escena la concepción de una naturaleza indomeñable, indómita, indisciplinable, de las cosas y del mundo que —en función de sus fuerzas exteriores, violentas, inmediatas— encarna la crueldad de lo que se mueve entre mundos, pero además expresa la influencia activa de lo inexplicable.
Así pues, de un modo aún más radical, para Artaud los derechos de la imaginación vienen a ocupar un plano del sentido que es comprendido en su fuerza metafísica. Contra la razón y su aliada la conciencia, la imaginación y los sueños se postulan como potencias liberadoras de contra-instauración, y en ello reside su función poética. En los manifiestos de su Teatro de la Crueldad, escribe que «Considerar el teatro como una función psicológica o moral […] y suponer que hasta los sueños tienen sólo una función sustitutiva es disminuir la profunda dimensión poética de los sueños y el teatro» (Artaud, Le Théâtre 104). El Teatro de la Crueldad es la escena donde se representa esa naturaleza indomeñable, de ahí que se proponga buscar un lenguaje que salga del lenguaje y retorne a la sobreabundante naturaleza que el surrealismo redujo al inconsciente. Con estas armas, el autor del Pesanervios opone a la sociedad burguesa ya no un arte total —como postulaban las vanguardias históricas— sino un hombre total, imagen superadora del hombre social (sometido a leyes y deformado por preceptos). Artaud denuncia así los síntomas de una crisis de representación donde el lenguaje y los signos se han vuelto cosa muerta porque se ha quebrado la relación entre los cuerpos y la palabra: no existe ya relación entre el hambre (o cualquier otra fuerza viviente) y el lenguaje, las ideas y los signos. A causa de esto, Occidente y la modernidad han destruido también la condición de posibilidad de una terapéutica que provenga de la palabra, considerada como una fuerza que actúa y trabaja en las superficies de lo sensible, de la conciencia, de la lengua y de los cuerpos; esto es en las superficies de una naturaleza que corre por los ríos imperceptibles (ocultos) de lo real. Ciertamente, para llegar allí hemos perdido el lenguaje, nuestra palabra no alcanza a tocar «el hogar murmurante de vida» (Artaud, México 263). La denuncia hacia la cultura occidental incluye entonces la impugnación del lenguaje moderno en la medida en que este ha perdido su capacidad de alcanzar «un estado trascendente de la vida» (Artaud Le Théâtre 189). Artaud busca salir del lenguaje hacia la escena, abandonar la palabra y retornar a un lenguaje más primitivo, un lenguaje total, balbuceante pero que finalmente —así lo muestra su obra— pierde la palabra para siempre y se ahoga en el grito, en la afasia. El poeta expone como pocos el riesgo cabal de la destrucción de todo principio.
La crítica de Artaud arroja a la poesía (como sentido) a las superficies de lo abierto —un lugar sin lugar, sin sujeto, sin palabra— que se prolonga en una disponibilidad hacia lo otro del sentido. En ese mismo movimiento, la naturaleza sobreabundante es confinada a un exceso de sentidos sin sentido que —finalmente— va un paso más allá y se destruye para siempre en su caída. De esta forma se pone en escena una crisis de lenguaje que desemboca en el desobramiento de la literatura, promoviendo la salida del texto como estructura coherente y cohesionada (por un tema, un género, un razonamiento, un relato).[8]
La relación problemática entre el gesto de Artaud y la locura devela la realidad cruel de la disolución del yo; del cuerpo sin órganos; de la demolición del lenguaje en un lenguaje teatral puro, en un lenguaje del nervio, de la glosolalia; pero, sobre todo, encarna la relación problemática de la modernidad con la ausencia de un sentido trascendente para la vida. Como observó Oscar del Barco, la locura de Artaud descubre que no es posible recuperar una palabra capaz de tocar la carne de la vida por fuera de una comunidad o de un pueblo (Escrituras 338). Como experiencia y como obra, esa es de alguna manera la paradoja que expone Artaud.
Así pues, en él reside la condición trágica de lo inhabitable (y de lo inhóspito) de una cultura que desespera. Se parte de una palabra que ya no actúa, incapaz de con-mover, de convocar lo que nombra, pero se descubre que no es posible recuperar una palabra así por fuera de una comunidad y de una lengua. De ese modo, la afasia de Artaud se hace cuerpo y lo arroja a las encrucijadas del asilo.[9] El texto de Artaud se vuelve más radical porque muestra la inhospitalidad de un lenguaje que, al desterrar el yo, al eliminar su historia, al destruir sus preceptos, va finalmente a abolirse a sí mismo. Esa in-hospitalidad es el gesto último del impoder.
La crisis de la representación no solo empuja a la poesía a recuperar lo que la palabra y los relatos crean en cada evocación, lo que no existía antes de ellos, sino también a una interpelación fundamental sobre lo que se convoca, que tiene que ver de una forma esencial con los modos de poblar y de habitar en lo abierto. ¿Cómo salir del encierro sin volver a caer en nuevas determinaciones totalizantes? ¿Cómo puede el pensamiento de lo abierto soportar la crueldad? ¿Vivir sin palabra convocante? ¿Ser sin otras, sin otros? En definitiva, reside aquí el problema de la imposibilidad de crear comunidad desde la afasia.
El Teatro de la Crueldad es quizá un momento contundente de esta crisis de representación que se recorre a través de la poesía moderna desde Baudelaire, y en la que aún hoy nos encontramos, que es una crisis de la trascendencia que nos atraviesa como naturaleza que somos. Se trata de una crisis que afecta la antigua comprensión de un aspecto sagrado de la vida que se desprende de esa trascendencia; pero también de una crisis de los relatos con los cuales pensar la experiencia de esa trascendencia (o sobreabundante naturaleza) amordazada y asfixiada por el método científico y el sentido común de la lógica social.
Estos elementos expresan lo que podemos llamar la crisis de la modernidad y las dimensiones de una crisis que explica el tiempo actual, ante el cual es importante recuperar la importancia del pensamiento estético como una clave para andar un camino hacia una experiencia de reparación de un espacio del sentido comunitario y trascendente de la vida que somos.
Bibliografía
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Notas
[1] La noción de mímesis no designa solamente la imitación en el sentido de la reproducción de o en una forma; ni refiere únicamente a la representación definida como la constitución de un objeto frente a un sujeto –que responde al modelo de la imitación, donde el objeto deja tras de sí, inimitable, el fondo oscuro de la cosa en sí, a la vez que su «forma» se recorta destacándose del fondo de la materia, ella misma tanto reunida como expandida en su compacidad (en su espacio compacto) impenetrable–. Si la imitación presupone el abandono de un inimitable, la mímesis por el contrario expresa el deseo de ello; es decir que expresa una relación con aquello que es incapaz de imitar como tal.
[2] Para un estudio del misticismo y la gnosis en Nerval, cf. Paul Bénichou, L'École du désenchantement, 1992, p. 304 y ss.
[3] «Edgar Poe dijo, no sé ya dónde, que el resultado del opio para los sentidos es el de revestir la naturaleza entera de un interés sobrenatural que da a cada objeto un sentido más profundo, más voluntario, más despótico. Sin haber recurrido al opio, ¿quién no ha conocido esas admirables horas, verdaderas fiestas del cerebro, donde los sentidos más atentos perciben sensaciones más estrepitosas, donde el cielo de un azur más transparente se adentra como un abismo más infinito, donde los sonidos tintinean musicalmente, donde los colores hablan, donde los perfumen cuentan mundos de ideas?» («Exposition Universelle de 1855» 243. Ésta y todas las traducciones que proponemos en este artículo de la bibliografía que hemos consignado en francés son nuestras).
[4] Si bien la imaginación se vincula con la noción de conjetura y se liga también al sentimiento de lo artificial, para Baudelaire esto no supone una fantasmagoría. Fantasía y fantasmagoría se distinguen explícitamente de la imaginación y el rêve.
[5] Seguimos al crítico francés Jean-Pierre Bobillot, quien sostiene que «Más allá de las divergentes perspectivas y apreciaciones, Rimbaud, Laforgue, y luego Apollinaire, los Futuristas, Hugo Ball y los Dadaístas, todos aquellos que a instancias de Ghil o Mallarmé, atribuyeron a la poesía la misión de restituir al lenguaje algo de su autenticidad, su plenitud, su vitalidad (supuestamente) perdidas, compartieron una visión globalmente roussauniana tanto del lenguaje como de la poesía. (Incluso si al final de cuentas esta visión los lleva a posiciones y prácticas muchas veces alejadas de las que reivindicaba el filósofo suizo)» (39).
[6] Para un desarrollo de la importancia de la concepción de una noción pura en Mallarmé, véase Violeta Percia, «Palabra total y nudo rítmico. Variaciones mallarmeanas sobre poética y traducción». Traducir poesía. Mapa rítmico, partitura y plataforma flotante. Editado por Delfina Muschietti et al., Paradiso, 2014, pp. 37-62.
[7] La noción de Misterio no debe leerse en un sentido metafórico, pero tampoco desde una perspectiva psicológica o fantasmática. Por el contrario, como observó Oscar del Barco, el hecho de que algo sea un misterio significa que no puede reducirse a un objeto material interno, del mismo modo que: «No se puede ver un pensamiento, no se puede ver un «yo», no se puede ver la interioridad» (Exceso y donación 13). Esto quiere decir que el hombre en su interior no capta una cosa que sería el Yo, sino un espacio indeterminado (lo «abierto»), al que llama «yo», convirtiéndolo así en una cosa —ya para Emmanuel Kant el yo era un «misterio» y para G. W. F. Hegel un «fondo misterioso»—. También Giorgio Agamben considera el misterio como una noción operativa que refiere a una experiencia anterior al lenguaje, o una experiencia de infancia: «Lo inefable es en realidad infancia. La experiencia es el mysterion que todo hombre instituye por el hecho de tener una infancia. Ese misterio no es un juramento de silencio y de inefabilidad mística; por el contrario, es el voto que compromete al hombre con la palabra y con la verdad» (71, destacado en el original).
[8] El crítico suizo Vincent Kaufmann sostiene que ese desobramiento puede leerse en el marco de un proceso que se expresa en la literatura francesa durante el siglo xx, como parte de una salida de la literatura y de la palabra poética del espacio del libro hacia otros espacios más concretos de invención y plasmación de una utopía comunitaria, y en algunos casos comunista, representada por las vanguardias históricas desde el dadaísmo hasta la teoría situacionista. Cf. Vincent Kaufmann. Poétique des groupes littéraires, avant-gardes 1920-1970. PUF: 1997.
[9] Recordamos la síntesis de Oscar del Barco cuando afirma que «La obra de Artaud trastorna (...) porque destruye por su base todo un sistema de referencias, porque corroe la cultura específicamente occidental y se dedica a atacar el pensamiento y la sociedad pequeño-burguesa (...) que se defiende declarando insensatos, privados de sentido (...) sus últimos textos» (Escrituras 338).
Referencia electrónica
Percia, Violeta. «Del surnaturalismo a Artaud: la revuelta de la poesía moderna contra la imagen de una naturaleza despotenciada.» Hyperborea. Revista de ensayo y creación, no. 6, 2023, pp. 52-65. https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/del-surnaturalismo-artaud-la-revuelta-de-la-poesia-moderna-305
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.8400992
Imagen superior: Anónimo, Tulipán en flor, c. 1880 (detalle).