El espacio natural en la poesía de Alice Oswald

El espacio natural en la poesía de Alice Oswald

Neemias Araújo
Universidad de Buenos Aires
Universidad Católica de Brasília

Resumen

La propuesta central de este artículo es producir un análisis teórico-crítico de la poética de la escritora inglesa contemporánea, Alice Oswald, quien practica la escritura a la par que la jardinería; además, se propondrá una evaluación sobre las posibilidades y condiciones de una ética que, en la actualidad, se manifiesta en y a través de la literatura. Nuestro objetivo inicial es hacer un breve recorrido por las difusas relaciones entre literatura y artes visuales con relación a la naturaleza, para entonces deslindar el análisis de la obra Woods etc.

Palabras clave

Alice Oswald — naturaleza — ética

Title

The Natural Space in Alice Oswald's Poetry

Abstract

The main purpose of this article is to discuss and reflect on, from a theoretical-critical perspective, an analysis of the poetics of the contemporary English writer, Alice Oswald, who practises writing as well as gardening. It also aims at evaluating the possibilities and conditions of an ethics that is currently manifested in and through literature. Our initial objective is to take a brief tour of the diffuse relationships between literature and visual arts in relation to nature, before analyzing the work Woods etc.

Keywords

Alice Oswald — nature — ethics


La naturaleza como vector artístico

Aristóteles refuta los preceptos de Platón, que distinguían entre una poesía superior y otra inferior, y propone una aproximación entre el arte visual y el arte acústico. El vínculo entre el arte que abarcaba la arquitectura, la escultura y la pintura y el arte que comprendía la poesía, la música y la danza se plasmaba conceptualmente por la mímesis. De este modo, poesía y arte visual se combinaron entre sí para imitar la naturaleza; contenido perenne que iba a resonar en todos los momentos posteriores de las vinculaciones interartísticas.

Más allá de la concepción del arte como mera copia de la naturaleza, lo que Aristóteles planteaba era la noción de reproducción de la realidad, añadida al placer que se producía tanto en el oyente como en el espectador mediante las técnicas del ritmo y de la armonía. Wladislaw Tatarkiewicz subraya sobre estos aspectos, el alcance imaginativo que podrían provocar las artes en conjunto: «Así, escribe que las artes imitan no sólo acontecimientos individuales, sino estados generales de cosas; o también, que afirman no lo que es, sino lo que podría ser. Esta construcción acentuaba los elementos de imaginación y creatividad que existían en la “mímesis”». (135)

Pero, a lo largo de la historia, se advierte una imbricada superposición de la poesía en relación con las artes visuales, ya sea por atribuir a la poesía un rol vaticinador en culturas mitológicas, ya sea por valorar su retórica en la política. Asimismo, artistas y filósofos posteriores a Aristóteles atribuyeron a los escultores y pintores el mismo estatuto que otrora había estado reservado a los poetas; así pues, a la sabiduría y la inspiración que consagraban las mentes y corazones de los escritores, acudían las manos de los artesanos. Inclusive Quintiliano y Plotino, según Tatarkiewicz, elevan a los artistas de la pintura y de la escultura a un lugar de trascendencia verbal, pues lograban activar dimensiones humanas que solo los dioses anhelaban alcanzar:

Quintiliano (...) afirmaba que, aunque la pintura es muda, puede, no obstante, afectar sentimientos más personales hasta tal punto que a veces, en este aspecto, parece superar a la poesía. (…) Plotino presentó el arte como algo de una forma aún más hiperbólica y trascendental, de un modo que era incluso superior y abstracto, que el resto de los escritores. (Tatarkiewicz 136)

A pesar de ello, otros retóricos y pensadores, como Cicerón, Luciano, Séneca y Vitruvio, se pronunciaron vehementemente contra la equiparación de la actividad poética con las prácticas artísticas, considerándolas sórdidas, negándoles el carácter de arte liberal o relegándolas a un oficio laboral cualquiera. Entre tanto, hubo en este mismo contexto una importante ruptura en la valoración del arte que pasó a definir el trabajo de un artista como espiritual, individual, creativo y de inspiración divina, capaz de alcanzar la esencia del ser. El arte fue dotado de un carácter intelectual, individual y libre y, por otro lado, se le atribuyeron características divinas y místicas. Una vez más, el arte se muestra resistente ante la relación de subordinación que existía respecto de la poesía. Mientras tanto, la idea de imitación, el comportamiento tradicionalista y el miedo de innovar empezaron a ser abandonados, una vez que lo novedoso, lo original y lo imaginativo se volvieron la fuente propulsora de la poesía, de la cual el arte visual también se alimentó.

En definitiva, éste sería el futuro y mayor punto de confluencia entre la poesía y la pintura: la imaginación, más allá de la mímesis. Las palabras de Horacio «ut pictura pöiesis», que pueden ser traducidas como «un poema es como un cuadro», dan cuenta de una nueva actitud psíquica y filosófica dentro de esa relación, más allá de que Horacio —en verdad— buscara convertir la pintura en metáfora de la poesía. Los sistemas estoicos y neoplatónicos, entre tanto, atribuyeron al arte motivos igualmente elevados.

En la Edad Media hubo una nueva separación entre la poesía y el arte, principalmente influenciada por el cristianismo. El arte está nuevamente desplazado y suprimido por conceptos religiosos, los cuales alegaban que solamente la naturaleza creada por Dios debía ser objeto de contemplación de lo bello, no así cuadros o esculturas forjadas por imperfectas manos humanas. Se consideró el arte medieval como una producción mecánica que seguía determinadas reglas. Acertadamente, Tatarkiewicz circunscribe ese periodo como hostil a las producciones artísticas: «a este tipo de arte no le fue concedido ningún lugar de privilegio. No se le distinguía por sus auténticas intenciones estéticas; su rol era inferior, y se subordinaba a objetos religiosos. La belleza no se buscaba en el arte» (142).

El Renacimiento delineó otro panorama de dicotomía entre la representación iconográfica y la literatura. El arte visual, particularmente, se liberó de las restricciones que le impusieron los fines morales y religiosos porque la esencia de las bellas artes no se hallaba exclusivamente en la inspiración o en la incitación divinas, sino en una actitud consciente. La belleza y el arte, entonces, pasaron a fundirse como una sola cosa, lo que realineó nuevamente la poesía y las formas pictóricas. Sin embargo, en 1766 Gotthold Ephraim Lessing trató de especificar el carácter diverso de las últimas a partir de tres conceptos estableciendo una frontera entre la pintura y la poesía: el tiempo, el espacio y el momento pregnante.[1] El primero marca la sucesión de rupturas que una imagen puede tener respecto de un texto; el segundo preconiza la imagen anacrónica y/o sincrónica de los acontecimientos; y el último corresponde al instante hermoso que —de algún modo— contiene todo, sintetizando sugerentemente el hilo de la historia.

El Romanticismo, a su vez, promovió una radical transformación de orden estético y filosófico, pues se volcó al culto desmedido, místico de la naturaleza. Su primera emergencia se debió a una consciencia histórica del presente, a un intento de racionalizar la belleza y, esencialmente, a la fascinación por un espacio capaz de reflejar la interioridad del hombre. Es decir, la naturaleza se resignificó por su potencial capacidad para liberar las ataduras de la imaginación, por ser un lugar afecto al [auto]conocimiento, por su carácter experimental y vaticinador de fenómenos futuros. Es, pues, el siglo XVIII un momento que encarna el mito conciliador de las fuerzas religiosas, artísticas y científicas —productoras de imágenes e imaginarios— respecto de la naturaleza.

Lo bello, redefinido entonces como calidad de la experiencia estética que causa sensación placentera, ejercicio de juicio crítico en conjunción con la imaginación, confiere a la pintura un lugar privilegiado de interpretación y representación. El siglo XIX consagra la autonomía del arte pictórico. La pintura no se sujeta más al dictum didáctico narrativo. Las vanguardias, la música, la escultura, la estética romántica, la popularización de las obras son elementos que componen la cifra de la autonomía y, paradójicamente, comunión entre todas las artes. Esta observación fue igualmente advertida por Tatarkiewicz: «que las artes exploten toda posibilidad, extrayendo de donde se pueda, que intercambien cosas, siempre que el resultado sea nuevo, individual, diferente, sorprendente» (149).

Obras como las de Friedrich Schlegel y las de Édouard Manet manifiestan el desplazamiento de la perspectiva central y hacen coexistir dos sistemas espaciales (estético/político), incluyendo algo que está afuera de la perspectiva, conjugando dos momentos de la historia y, finalmente, derribando la frontera entre las artes, que se mezclan y retroalimentan entre sí, fortaleciéndose. La ruptura de tal paradigma se consolida por la moderna reconceptualización de la mímesis, cuya directriz no reside meramente en el procedimiento de reconocer lo verdadero en el arte, sino en la fuerza de la imaginación asociada a la razón/reflexión, que hace sentir al individuo el impulso de un flujo inagotable en un progresivo devenir.

Los jardines, otro arte de aproximación con la poesía en torno a la naturaleza

Tras el breve recorrido anterior a través del paragone entre la poesía y las artes visuales, nos encontramos ante otra relación interdisciplinar menos conflictiva que aquélla. No obstante, la autonomía lograda por las distintas configuraciones artísticas desató una profundización en múltiples temas, pero ello no impidió que existiera un diálogo entre ellas; es decir, existe una confluencia en los objetos que interesan a una y otra arte. Los paisajes naturales, por ejemplo, son contenidos presentes en la poesía y en la pintura, pero otra manifestación artística también se ocupará de este asunto; el paisaje como espacio natural configurado adquiere una estética cuidada y tridimensional en los jardines, mientras el arte pictórico representa dicho espacio bidimensionalmente.

Interesa, pues, afirmar que los jardines están en profunda comunión con la poesía y la pintura, puesto que la proyección del individuo sobre la naturaleza como planteaban Novalis y Friedrich W. Schelling, según quienes la libertad que emana de la naturaleza equivale a la imaginación en el territorio del arte y a la voluntad en el terreno de la moral, sitúan a la literatura y al arte pictórico en clave de mediación sobre cuestiones éticas y estéticas relativas al espacio natural.[2] De este modo, la reverencia romántica hacia la naturaleza encuentra sus resonancias también en la representación y concepción de los jardines. Santiago Beruete, refiriéndose al trabajo de Réne Louis de Girardin (1735-1808), quien teorizó y construyó bellos conjuntos paisajistas en los cuales se funden literatura, pintura y paisaje, señala dicha conjunción como ambiciosa:

El texto acompaña, intensificando el efecto, a la propia creación. Es, a la vez, un manual de pintura, una guía para los arquitectos paisajistas y un itinerario para el paseo. Además, en él se citan constantemente los textos de Jean-Jacques Rousseau: he aquí una imbricación particularmente significativa.
¿Qué fue lo primero? ¿Rousseau escribiendo la novela Julie ou la Nouvelle Héloïse, Girardin leyendo el texto y elucidando la idea de un ‘paisaje moral’, la pintura a la que se refiere (¿no dice Nerval que el lago está inspirado en el Embarque para la Isla de Citerea de Watteau?), los jardines paisajistas ingleses del sigo XVIII, o la ‘sensibilidad’ inglesa, resultado de fisiócratas? (Beruete 151)

Se observa que la teorización propuesta por Girardin conlleva los principios de la composición de paisajes, cuyos efectos sobre los sentidos y, consecuentemente, sobre el alma humana encantan a los ojos y despiertan al espíritu: «no es como un arquitecto ni jardinero, sino como poeta y pintor que se deben diseñar los jardines» (Beruete 151). El contexto romántico fue, por tanto, el cuadro perfecto para reunir todos los objetos de la naturaleza plasmados por la perspectiva pictórica y por la elocuencia poética. Los jardines, la pintura, la literatura concurren solidariamente para alcanzar la belleza y la espiritualidad que pueda advenir de la naturaleza. Las ideas de Girardin deslindan la concepción adecuada, a nuestro parecer, sobre la intersección entre las composiciones estéticas y las cuestiones éticas:

Su originalidad estriba en haber convertido la belle nature Française en un paisaje del alma y en un campo de experimentación literaria y filosófica de la imaginación creadora. A diferencia de los tratadistas ingleses para quienes los jardineros debían inspirarse en los pintores, cuyas obras les servían como modelo, De Girardin propone crear escenas de una belleza, capaces de interesar a la vez al ojo y al espíritu. (Beruete 151-152)

Beruete señala en su libro Jardinosofía, Una historia filosófica de los jardines que el jardín ha sido escasamente estudiado por la filosofía, quizás porque ésta —históricamente— ha valorado el intelecto en detrimento de los sentidos como fuente de conocimiento. Entre tanto, se debe asignar a los jardines un lugar en el cual la relación del hombre con la naturaleza se plasme a través de la conversión de las utopías en instrumentos críticos para intervenir en las prácticas sociales ideales; además, según el autor, el arte de los jardines ha vertido en un lenguaje plástico y sensorial la metafísica de cada momento histórico.

Beruete, antropólogo social y cultural, profesor de filosofía, psicología y sociología, autor de libros de poesía, relatos, novelas, ensayos y, especialmente un eximio jardinero, supo traducir en sus obras el vínculo de la teoría de la utopía y del desarrollo estilístico en jardinería. Este autor analizó de qué modo los jardines han constituido desde la Antigüedad una metáfora viva de la buena vida, una aspiración sensible de la felicidad. Asimismo, produjo un valioso trabajo histórico, teórico y documental de las utopías sociales de cada época. Beruete parte del presupuesto de que «el jardín es, en tanto que obra de arte viva dotada de una compleja simbología, un artefacto cultural y una sofisticada creación intelectual, y por consiguiente materia de reflexión filosófica» (13). Así, concibe los jardines no únicamente como una construcción material, sino también como una creación intelectual.

Muchas son las cualidades artísticas —¿y, por qué no reafirmar, filosóficas?— de los jardines, pues reflejan teorías estéticas de la belleza y una visión ética de la felicidad. Son verdaderos símbolos de la armonía y un arquetipo de la buena vida; además, presentan una imagen viva del mundo. No es osado afirmar que los jardines son magníficas obras de arte. En efecto, siempre existió en el mundo occidental una búsqueda de contenidos que aludiesen a la naturaleza, en virtud de establecer formas de la buena vida. En otras palabras, la naturaleza en su forma domesticada, artificiosamente compuesta y próxima a las casas, las calles, las plazas, sugiere una construcción arquitectónica que consolida la comunión entre el hombre y el espacio natural; de modo que los jardines traducen en lenguaje vivo las inquietudes filosóficas y culturales de cada tiempo.

Desde la Antigüedad hasta los tiempos [pos]modernos, los jardines han sido y son escenarios inspiradores de filósofos, poetas, pintores. Podemos mencionar a los pensadores platónicos, el Liceo aristotélico, el jardín de Epicuro, Rousseau, Immanuel Kant y muchos otros que hicieron de los jardines un lugar de transmisión de pensamientos y saberes. Pero sus intervenciones no solamente aportan ideas, sino que también las sustancian, dan forma y visibilizan, mediante lo cual representan los marcos sociales, políticos y artísticos de determinado momento. Sin duda que este tipo de espacio también puede conducir a instancias inquietantes, dado que incita a reflexionar sobre su existencia, atravesada por un deseo de orden y un temor al caos, en función de la razón y la inestabilidad de sus instintos. Para Beruete, el propósito del jardín es aunar arte y naturaleza creando belleza, la cual es promesa de felicidad (17).

No podemos ignorar el rol político que el jardín ocupa en las sociedades. La necesidad del bien común, de la convivencia social, de solidaridad colectiva hace de los jardines un espacio de resistencia, como objeto de reivindicación política ante las prácticas capitalistas y neoliberales y, principalmente, un espacio de preservación ambiental. Las relaciones entre la jardinería y el activismo político se han consolidado a lo largo de los últimos años, basta observar la infinidad de manifestaciones cívicas en estos espacios.

Bosques, etc., de Alice Oswald: una poesía posmoderna de evasión e inmersión

Ahora bien, la mayoría de los poemas de Bosques, etc. (2013) están protagonizados por la flora y la fauna de su entorno. Oswald se fija en los cambios de las estaciones, los efectos producidos sobre la vegetación o sobre el comportamiento animal. La pluma en la mano de la escritora jardinera es capaz de hacer a una hojita llevar «el susurro de las cosas/ oculto en el interior, el latido de las ramas muertas» (27), una simple semilla nos comunica casi ingrávida en el aire: «Partí-dice, llevándome todo mi mundo, / envuelta en mi identidad tan fina como una película de jabón, / y todo ese día fui un ojo a merced del viento» (31). La piedra y varios elementos naturales aparecen personificados y son capaces inclusive de escribir una autobiografía.

El ímpetu de esa naturaleza se manifiesta implacablemente sobre el mundo: «que el viento azota / y reduce a su elemento más recalcitrante» (49), espectros de árboles talados, volanderas hojas que sienten y hablan en un lenguaje casi humano: «la lluvia, creyendo que me he ido, hiende el aire / y llama por su nombre a las hojas aún por brotar» (29). Estamos ante sinestesias y sensorialidades que transitan por el ambiente y por el ser / estar en el mundo, aunque ello resulte difícil de interpretar a veces.

Dicha visión antropomórfica de la naturaleza se halla fuertemente influenciada por Ted Hughes, quien considera la naturaleza como algo simbólico y sagrado. Pero no todo el libro, objeto de nuestro análisis, está conformado por este patrón. Aproximadamente la mitad de la larga treintena de poemas que lo componen se circunscriben a temas directamente relacionados con lo natural, en los demás la poeta solo interviene creando distintos escenarios en los que una memoria fluctuante y refractaria a toda tentativa de verificación se disuelve con el entorno. De manera general, encontramos textos versificados, sin métrica o rimas rígidas y que no obedecen a un orden lógico del pensamiento, puesto que fluyen conformes a la temática y la dicción que la poeta aspira a darles.

Los idílicos poemas de Alice Oswald conducen al lector hacia una inmersión interior que salta las barreras de la consciencia y se aventura, igual que un viajero del tiempo o un paseante solitario, por territorios inexplorados que su pericia narrativa nos describe como si ella hubiera estado allí y regresara para mostrarnos las transformaciones que ha experimentado: «los recuerdos salpicados de barro de una mujer que vivió su vida hacia atrás» (127), con « todos sus yoes opuestos suspendidos y aleteando / ahí fuera en el aire » (129). El lector es incluso convidado a entrar en comunión con el indescifrable cosmos que lo impele a cuestionarse y unirse a él: «sales dejando la puerta entreabierta / y una a una esas estrellas te vienen con sus problemas / y una estrella / esas estrellas sordomudas que tratan de hacerte oír lo que una vez fueron» (133).

Es necesario analizar primeramente el poema que lleva el título de su libro para percibir la conformación interna del encuentro entre la literatura y la naturaleza, entre la palabra poética y los jardines. El poema «Bosques, etc.» reúne por lo menos tres elementos que confluyen en el yo narrativo y que aparecen de una u otra forma en la mayor parte del resto de los poemas, a saber: la memoria reflexiva, la naturaleza circundante y la unidad del cuerpo y el alma.

El primer elemento corresponde al escenario interno que desdobla el tiempo, a partir del cual se representan imágenes: «el paso, que es un medio tan constante / y deambula en tramos cortos por la mente, / (…) recuerdo que una vez me adentré en bosques crecientes, / (…) que mis pies se sincronizaron con la imaginaria / posición cambiante del sol» (25). El segundo, abriga y ahonda ese yo en la naturaleza haciendo que él, concomitantemente, bucee en sí mismo: «mi atención era una herida cada vez mayor, / primero cesaba tu voz y luego el crujir de hojas, / el último fulgor de la lluvia dormido en la tierra; / (…) ningún claro en aquella calma, ningún cambio» (25). En el último elemento, a su vez, los símbolos intercambian los sentidos que circulan entre el cuerpo y el alma:

El paso (…) ignorado, pues no deja de percutir,
barriendo los hilvanes del sonido…
(…)
que mis pies se sincronizaban con la imaginaria

posición cambiante del sol, confiando en que de pronto
ascendería de las partes dispersas de mi cuerpo
hasta mis ojos, hasta sus ábsides vueltos hacia lo alto.
(…)
en mi garganta la pequeña línea de mercurio
que regula mi habla empezó a caer
muy rápido por mi columna interminable. (Oswald 25)

La simbiosis formada por dichos elementos apunta a una conformación espacio-temporal, no solo externa sino precisamente interna, puesto que el tiempo, ya sea percibido rigiendo las estaciones, ya sea provocando cambios en la naturaleza, establece un vínculo fuertísimo con las autopercepciones marcadas temporalmente por los pasos pensantes. Además, el espacio, cuyo paisaje inspira y comunica los más profundos sentimientos, configura las sublimaciones existenciales.

La idea y la imaginación como principios rectores de esa poética explicitan la conexión con el mundo de una manera que provoque la búsqueda de lo mítico, no apenas en la naturaleza, sino también en lo cotidiano. En esta poesía, el tiempo no aparece como categoría imaginada por el ser humano, sino como un ser propio que amenaza, desfigura, pero que enseña a reconocer que existen enigmas tras las aguas, entre los árboles, entre las piedras, en el corazón del bosque:

Lo siguiente es uN
Sí a veces el bosque suena de un modo extraÑo.
A veces es como el viento a cuatros patas
Desangrándose hasta morir y tú sin decir palabra;
En algunos lugares donde sólo encuentras ortigas
Y fresnos maravillosos y algún cOrzo apenas entrevisto,
Si las hojas dejan de crujir bajo tus pies puedes oír
Lo que sea que el viento dice cuando no hay nadie allí.(Oswald 117-118)[3]

De pronto, constatamos la mezcla de componentes míticos y terrenales, cuyo lirismo ancestral, donde la palabra por sí misma tiene potencia evocadora, no busca excesos ornamentales ni necesita de una intensidad impuesta por el artificio. Al contrario, el lenguaje de Oswald es renovador porque su autenticidad radica en el cuerpo del poema, en su propia sustantividad, en la fuerza de sus nombres y de lo que connotan.

El poema titulado «Búho», de no más que catorce versos distribuidos en siete estrofas de manera heterogénea, dice mucho más de lo que el lector aparentemente puede imaginarse, pues es la esencia de lo narrado. La composición del texto, predominantemente en primera persona pero que combina tramos narrativos en tercera persona, la dicotomía entre lo real y lo imaginario, las metáforas y las verosimilitudes nos provocan inicialmente una extrañeza. Pero al leerlo una y otra vez, las palabras se van cargando de una entidad simbólica cuya comprensión se desnuda poco a poco en la correspondencia entre los elementos allí dispuestos.

Desde ya es interesante la elección del búho en tanto alusión al acecho y la inquietud: un ave de hábitos nocturnos, de mirada penetrante y enigmática, con un sentido auditivo desarrollado, que tiene la espantable capacidad de girar su cuello 270 grados, que se comunica a través de gorjeos atenuantes y cuyo hábitat natural son los bosques y las praderas. La «llamada de un búho» y «el retiro de un búho» (23), son las claves que abren y cierran el poema; además, son símbolo de lo que suscita la interpelación y la deja abierta «como si te inclinaras y prendieras / dos cerillas contra el viento» (23).

En realidad, lo que se pone de relieve es la bisagra entre la noche y el amanecer, entre la interioridad y la realidad exterior, entre el bosque y la ciudad. Aunque se proyectara la transición hacia el día o hacia la comunidad civilizada, la llamada del búho «inauguró la oscuridad» y el bosque ya se «fundaba» y se «fijaba» (23). Así, extensivamente, la voz lírica y la naturaleza son el suelo y la esencia de ese yo en continua reflexión/construcción. En las palabras de Octavio Paz, en El arco y la lira (1973):

La palabra poética es un puente mediante el cual el hombre trata de salvar la distancia que lo separa de la realidad exterior. Mas esa distancia forma parte de la naturaleza humana. Para disolverla, el hombre debe renunciar a su humanidad, ya sea regresando al mundo natural, ya sea transcendiendo las limitaciones que su condición impone (…). El poema seguirá siendo uno de los pocos recursos del hombre para ir, más allá de sí mismo, al encuentro de lo que es profunda y originalmente. (36 y 37)

Sin embargo, entre una sensación de desesperación y miedo ante el búho y el bosque y la oscuridad asoma el yo aplastado por lo sublime, este aspecto amenazante de la naturaleza que abarca al mismo tiempo la excitación del horror y el encantamiento provocada por lo que es incontenible, indomable: «yo estaba de nuevo en el bosque (…) / bajo un enorme árbol improvisado por el miedo» (23). En la secuencia de este verso, aparece otro elemento muy representativo de la poética romántica, la muerte, representada por una estrella que muy sutilmente incorpora el pasaje del yo desde este mundo hacia el otro como si fuera un sueño donde «caían las ramas muertas entonces una estrella / directa hasta Dios» (23). Paradójicamente, las ramas que irrumpen el seno de la tierra son la misma estrella que flota en el cielo dirigida hasta Dios, como si se estuviese cayendo hacia arriba. En otras palabras, la evasión bucólica escenifica la presencia y la ausencia del ser, morir para nacer de nuevo, de un nuevo modo, en una nueva corporeidad. Para Paz, nuestra actitud ante el mundo natural posee una dialéctica análoga:

Frente al mar o ante una montaña, perdidos entre los árboles de un bosque o a la entrada de un valle que se tiende a nuestros pies, nuestra primera sensación es la de extrañeza o separación. Nos sentimos distintos. El mundo natural se presenta como algo ajeno, dueño de una existencia propia. Este alejamiento se transforma pronto en hostilidad. Cada rama de árbol habla un lenguaje que no entendemos; en cada espesura nos espía un par de ojos; criaturas desconocidas nos amenazan o se burlan de nosotros. También puede ocurrir lo contrario: la naturaleza se repliega sobre sí misma y el mar se enrolla y se desenrolla frente a nosotros, indiferente; las rocas se vuelven aún más compactas e impenetrables; el desierto más vacío e insondable. No somos nada frente a tanta existencia cerrada sobre sí misma. Y de este sentirnos nada pasamos, si la contemplación se prolonga y el pánico nos embarga, al estado opuesto: el ritmo del mar se acompasa el de nuestra sangre; el silencio de las piedras es nuestro propio silencio; andar entre las arenas es caminar por toda extensión de nuestra conciencia, ilimitada como ellas; los ruidos del bosque nos aluden. Todos formamos parte de todo. El ser emerge de la nada. Un mismo ritmo nos mueve, un mismo silencio nos rodea (…). Ese instante revela la unidad del ser. Todo está quieto y todo en movimiento. La muerte nos es algo aparte: es, de manera indecible, la vida. La revelación de nuestra nadería nos lleva a la creación del ser. Lanzado a la nada, el hombre se crea frente a ella. (153-154)

La profusión de rutas existenciales provocadas por la muerte en el ambiente natural y nocturno constituye el ser y el no ser en el mundo. Según la percepción bucólica, la estrella, que aquí representa la metamorfosis de sí, es la que funda el bosque y lo fija, así como luego fuera toca «las luces de la ciudad» (23). De modo que habitar el bosque es encontrarse con su esencia, es reconciliarse con el mundo y habilitarse a caminar hasta tocar las luces de la vida en sociedad. Podemos concluir entonces que el ejercicio reflexivo de la conciencia no solo cambia al sujeto, sino que también afecta al otro cuando este sujeto actúa éticamente con relación al objeto de su reflexión.

Hay un detalle en este poema digno de atención y que establece la íntima relación entre la lírica y los jardines. Plasmado en el verso «muy lejos de aquí, a un mundo de este cuarto» (115), Oswald nos indica un microcosmos indudablemente familiar: «Podía hacer con él un trabajo tan Fino como con mis brazos». Como es peculiar en el estilo oswaldiano, los signos líricos son sutilmente elaborados: la menor célula del poema, su núcleo más simple ya es suficientemente la provisión de la enunciación poética. Aunque suene tendencioso, existen motivos intrínsecos al oficio de jardinera de la escritora para inferir que el jardín sería el lugar «a un mundo de este cuarto».

El jardín refleja nuestro propio interior. Entrar en él equivale realmente a profanar el secreto de un alma. Solamente el sacerdote, el creyente de los sueños o, en definitiva, el genio (el artista) tendrá la oportunidad de fundirse con esa naturaleza. En el jardín se desarrolla, como en ningún otro sitio, la fantasía romántica, plagada de realidades invisibles: el «alma» interior de las plantas y los espíritus elementales. Son los mitos del animismo, que vuelven a alentar el mundo vegetal gracias tanto al peculiar culto a la naturaleza como a la valoración de la fantasía y la imaginación. Como heredera del romanticismo, para Oswald el jardín es sinónimo de lo deseado y también lo perdido, lo natural y lo artificial, el esplendor y la desolación. En la soledad de los bosques/jardines es donde aparecen los sentimientos más íntimos que le permiten el descubrimiento de su yo profundo.

Existe un sentimiento romántico, vinculado a un estado de ánimo (soledad del bosque), que propicia la creación de una atmósfera mágica en el seno de la naturaleza y que hace que el hombre se sienta recorrido por las variadas voces de esta última. En la soledad de los jardines es posible vislumbrar una felicidad acaecida en el pasado. El jardín romántico guarda también una analogía mágica con los sueños y está próximo al arquetipo platónico (alegoría del universo), su naturaleza privada y enclaustrada promete un refugio ante el fragor del mundo. Al respecto de dichas coordenadas del jardín en el romanticismo, Begoña Torres autora de El jardín romántico: nostalgia del paraíso en Jardín y Romanticismo (2004), añade que:

Para los románticos, el jardín es muchas cosas a la vez pero, fundamentalmente, supone un campo de visión, una panorámica en la que se plasman todas las ideas estéticas, filosóficas y científicas de su pensamiento (…). A través de la idea de jardín es posible llevar a cabo un breve repaso por los tópicos más característicos de la estética romántica: desde la teoría del genio, a la nueva visión del espíritu de la naturaleza, pasando por temas tan interesantes como la inspiración e imaginación frente a la imitación, la percepción como conocimiento, lo sublime y lo pintoresco, la concepción biocéntrica del mundo, la valoración del fragmento y el boceto, la autonomía del arte, sin olvidar el tema cósmico-onírico del inconsciente y lo visionario. (14, destacado en el original)

La naturaleza es para el romántico el seno materno, el lugar al que el hombre vuelve cuando quiere recobrarse, y el jardín es, precisamente, el lugar más íntimo y cerrado que nos produce la sugestión innata de un refugio, de una dicha. En el romanticismo el jardín aparece como el soporte, el ámbito testigo del tiempo y la memoria; un universo íntimo, lugar de la creatividad que surge como metáfora y emanación del sentimiento; lugar de encuentro de las pulsiones más profundas del hombre: la vida, la muerte, el amor, el misterio, entre muchas otras. Así plantea Torres las dotes sensoriales del jardín: «en el recinto cerrado del jardín, el artista, el hombre, puede dejar aflorar su sensibilidad, entendida esta como la facultad de sentir, de experimentar sensaciones. Para Baudelaire, la esencia del romanticismo no estaba ni en la elección de los temas ni en la verdad exacta, sino en la manera de sentir» (1107, destacado en el original).

Oswald le da forma simbólica y sensible al jardín pues su texto es puro lenguaje en movimiento, es expresión dotada de poder que transpone lo obvio. A semejanza del bosque salvaje, el jardín en aquel espacio-tiempo se nutre de la representación alusiva a lo sublime cuya presencia en la composición del poema «Búho», y en la mayoría de los textos de Bosques, etc., revela el elemento familiar que inspira una escritura consciente de los riesgos que la naturaleza padece, así como la relación de interdependencia del hombre con ella. Valeria Melchiorre, quien se ha dedicado al estudio de algunas obras de Oswald, plantea semejante percepción sobre la poética considerada en esta investigación:

subrayamos el esfuerzo de Oswald por reivindicar la naturaleza en sus lazos inextricables con la cultura y con el contexto histórico de la actualidad; su énfasis en evitar las falsas dicotomías. Por lo demás, es en compromiso con el propio territorio y con una identidad local, en su intento por trazar un mapa cuyos vestigios revelan la devaluación, que se evidencia una innegable percepción, profundamente lírica, acerca de los perjuicios o las estampidas de la globalización. (758)

Otro poema ubicado en la frecuencia de la naturaleza anímica, «Una semilla alada», es llamativo desde la elección de su título. Proveer alas a la semilla, más que asignarle una cualidad no innata y común a los pájaros o a los seres míticos, es dotar la naturaleza de una imagen capaz de digerir el carácter contradictorio de la realidad. La figura evocada por la adjetivación «alada» mueve inmediatamente el sustantivo «semilla» al plano imaginario, en el cual los versos del poema van a situarse. La imagen que Oswald propone en la combinación «semilla alada» tiene significado en diversos niveles.

En primer término, posee autenticidad: el yo lírico la ha visto, es la expresión genuina de su visión y experiencia; en segundo término, esa imagen constituye una realidad válida por sí misma. Un paisaje de Góngora, por ejemplo, no es lo mismo que un paisaje natural, pero ambos poseen realidad y consistencia, aunque vivan en esferas distintas. En este caso, el poeta crea realidades dueñas de una verdad: la de su propia existencia. Es la verdad estética de la imagen. Finalmente, la poesía afirma que sus imágenes nos dicen algo sobre el mundo y sobre nosotros mismos y que ese algo, aunque parezca disparatado, nos revela lo que en realidad somos.

De modo que no sería seguro determinar que la semilla es una mera semilla, sino que es también el yo que la pronuncia. Puede ser algo más que ella misma, que el yo, que una sustancia definida. Las declaraciones: «Nací desconcertada», «no era nadie en concreto,», «envuelta en mi identidad tan fina como una película de jabón», «cada vez más desenfocado, girando / (…) sin ir a parte alguna» (31), indican la imprecisión de su forma, de su destino, de su temporalidad. Sin embargo, ella reconoce que carga un mundo dentro de sí y se percibe desde la experiencia sensible: «Partí llevándome todo mi mundo», «y sintiéndome en cada ángulo.» (31).

La semilla que, denotativamente, es una sustancia que contiene el embrión de una futura planta, en la voz poética puede ser el punto seminal de una idea, de una obra, de una vida, de una historia. No obstante, Oswald, dueña de un vasto conocimiento botánico, no elude la semilla de su contexto. En los versos: «al amanecer cuando cesa la lluvia», «y todo ese día fui un ojo a merced del viento» (31), encontramos los sustratos biológicos que ofrecen las condiciones necesarias para la germinación de la semilla. Por lo tanto, la «lluvia», el «amanecer», el «viento» describen los componentes que actúan de forma orgánica para el desarrollo de la vida vegetal, en este caso.

Según la fitotomía, la ciencia que estudia la anatomía de las plantas, la imbibición de las semillas quiescentes en condiciones óptimas de temperatura, oxigenación e iluminación es lo que pone en marcha un conjunto de mecanismos fisiológicos que permiten su germinación y el posterior desarrollo de la plántula. La germinación se inicia con la entrada de agua en la semilla (imbibición) y finaliza con el comienzo de la elongación de la radícula (órgano de que se forma la raíz de la planta). La totalidad en sí del poema concierne a este proceso en el espacio-tiempo: «Nací desconcertada / al amanecer cuando cesa la lluvia» y «No pude / descansar, ni tan solo un segundo. / (…) sintiéndome en cada ángulo.» (31).

Dicho contexto remite al ambiente entre «los árboles», al «reino en desintegración de un jardín» (31), sin el cual no sería posible la existencia, el vuelo y el desarrollo de la semilla. De modo que disociar la lírica de Oswald del compromiso con el medio ambiente sería insostenible, aunque busquemos estrictamente el sentido inmanente del texto. La poesía siempre fue un acto del habla que ha penetrado la historia. Como toda creación humana, el poema es un producto histórico, hijo de un tiempo y un lugar; pero también es algo que trasciende lo histórico y se sitúa en un tiempo anterior a toda historia. Antes de la historia, pero no fuera de ella porque es un producto humano y social. El poema es tiempo arquetípico, y por serlo, es tiempo que encarna en la experiencia concreta de un pueblo. Decimos, pues, que la reconciliación entre el hombre y la naturaleza a través de la experiencia poética urge en la historia contemporánea frente a la predatoria fisiología capitalista.

Comprobar la subjetivación lírica a través de los verbos en primera persona: «Nací», «Vi» y «Partí» (31) no es apenas una constatación estructuralista, sino la encarnación de esta reconciliación. Si consideramos la corporeidad de la voz lírica de este sujeto seminal en «Una semilla alada» podemos reconocer su personalidad y la pertenencia al lugar que corrobora su devenir. Ser y no ser, estar y no estar en el mundo es una cuestión de relacionarse con uno mismo y con su entorno. En el ecosistema que funciona como unidad orgánica, todos dependen de todos, no hay autopreservación sin la preservación del otro, no hay autodesarrollo sin la participación del otro.

La interacción colaborativa permite el desarrollo, la renovación y la perpetuación de todos los elementos involucrados. La semilla todavía no es lo que está destinada a ser completamente, una plántula; por eso, ella se reconoce en el estado del porvenir cuya floración desbordará en innumerables otras semillas, otras flores, otros frutos. Más allá de lo que es, la pequeña semilla se tornará «enorme, / como si plantaras una guitarra de siembra» (31). Oswald logra en este poema conducirnos apaciblemente a una cosmovisión sobre la temporalidad, la corporeidad, el cambio y la «otredad» apoyada en la experiencia estética y en la apreciación botánica.

Como mencionamos con anterioridad, la escritura de Oswald asume igualmente una fuerte propuesta en el orden de lo ético. Atenta al destierro sufrido por la naturaleza, la escritora propone un juego de imágenes y sinestesias capaces de despertar la reflexión en torno al tema. La conexión entre lírica y naturaleza en nuestra argumentación ha quedado claramente establecida, pero además una postura en relación con las amenazas al medio ambiente también es detectable en el interior mismo de los poemas seleccionados.

Dicha postura se asienta a partir de la confesión del yo narrativo: «adoro, / hallarme entre los últimos árboles» (29), con «un anhelo de luz» (27), y persiste con el aliento de que «el bosque sigue sosteniendo su esperanza» (29), en la expectativa de reconciliación del hombre con la naturaleza y de que a partir de ahí haya una respuesta ética. La resistencia «en esta tierra volátil» (47) es el modo de asomarse ante las fuerzas contrarias: «si el viento fuera una voz a la que poder enfrentarme…/ me muevo solo muy despacio, / sobreviviendo a la tierra» (47).

Quizás éste sea el efecto que quiere alcanzar la poeta-jardinera al construir un texto donde cada letra en relieve, cuya correspondencia metonímica se encuentra en un cuidado aparato de notas al pie, compone la lamentación por los árboles de un jardín brutalmente talados. De la A hasta la Z se ve una crítica sistematizada entre las reverberaciones de los sonidos de la naturaleza y de los avances madereros para transformar el bosque en silenciosas tumbas:

¡Zuum! ¡AdióS árbol! Es como guardar nieve en la mano.
Es como si el fuTuro tuviera cierto impulso,
Es como Tony Webster haciendo rodas su carga de troncos
(...)
Y esa fue la última ardilla roja.
Desde entonces han sido grises.
Es como la totoVía, es como muchos
Con los que cuentas: lo próXimo es que han desaparecido.
(...)
¡Zas! Lo que nunca imaginaste que pudiera ocurrir;
El espectro del árbol flota en el aire.

NOTAS AL PIE
La A es por Ash Trees (Fresnos), las letras más majestuosas
del abecedario de madera
(...)
y la X y la Z son por las Zonas donde se entrecruzan la madera viva y la muerta
en donde la Y es por Yew (Tejo), que crece junto a las tumbas y del que se dice que despliega sus raíces como una especie de tráquea hasta la boca de todos los cadáveres. (Oswald 115-125)

No solo es la pena de la escritora por lo que ve, también resuena una pujante denuncia en «Espectros de árboles». En este poema, que es el más largo de Bosques, etc., Oswald adopta un tinte irónico en ciertos momentos, posiblemente con la intención de burlarse de los responsables del desmadejamiento del bosque: «Ésta es una bAlada para Clifford Harris (…) / Un hombre con cuatro largas varas que se acoplaban / Combadas y trémulas bajo un considerable sobrepeso.» (115). El brillante texto que combina verso y prosa presenta el yo lírico que se dirige a un interlocutor conocedor de la belleza y de la vitalidad de este espacio, cuya flora y fauna exuberante están a un paso de extinguirse. Clifford Harris, «Que vio la última ardilla roja de esta propiedad», es alguien capaz de frenar la inminente catástrofe, pero no parece muy empeñado en esta causa:

Bueno Clifford echa un vistazo al lugar y ve tres grises
Atacar a una roja. A la roja le entra el Pánico
Y hace chasQuiditos en dirección a Clifford como diciendo
¡ayúdame!
Es como si esa ardilla fuera de su familia.

Pero ¿qué iba a hacer? No puedes meterte.
Es como un árbol. Una vez que empieza a caer
Cruje y se parte y nada puede pararlo. (Oswald 119)

Aquí, el ataque de las tres ardillas grises a una roja ejemplifica el ataque de la empresa maderera al jardín. La verdadera imagende lo real se ve elaborada en esta parábola que propone Oswald.Los versos, las frases-ritmo ponen ante los ojos el «Pánico» del bosque, que exclama a los cuatro vientos: «¡ayúdame!», pues presiente una cobarde ofensiva tres veces mayor que sus fuerzas. La voz con que habla el bosque es plural y multiforme, de una manera estruendosa, como si quisiera llamar la atención de todos a lo que está sucediendo allí: «Lo siguiente es uN ruido tremendo. / Sí a veces el bosque suena de un modo extraño. / A veces como el viento a cuatro patas / Desagradándose— hasta morir y tú sin decir palabra.» (118-119). El contraste entre el grito del bosque y el silencio de Clifford evidencia la omisión de aquellos que asisten al destierro de la naturaleza y creen que ello no es su responsabilidad directa.

En este poema/bosque los personajes sobresalientes son los animales y los árboles, de varios tipos y especies: la «Ardilla Roja» (115), las «ardillas Grises» (116), el «cOrzo» (119), la «totoVía» (119) —(atención a las mayúsculas)—; los «robles» (115), las «coníferas» (117), las «ortigas» (119) y los «fresnos» (119). Tal diversidad muestra un sinnúmero de seres vivos en armonía acogiendo al hombre en su interior «como si fuera de su familia.» (119). La convivencia entre el ser humano y naturaleza (en toda su composición) es lo que constituye los valores de manutención de la vida. Así que la voz lírica apela nuevamente a esta comunión:

Bueno esto es una balada sobre aquellos días,
Como siempre andas por allí, no te fijas mucho.
Cuando en cada Km2 de bosque había montones de ardillas
  rojas.
Tan dóciles que podías hablar con ellas, dice Clifford Harris.
Dice que la ardilLa roja era una cosa tierna
Que trepaba a saltitos con la cola levantada y te miraba
  inmóvil (Oswald 117)

Es muy llamativa la observación respecto del proceso destructivo en el bosque: la relación predatoria del ser humano con la naturaleza ha ocurrido durante mucho tiempo, la cosificación de este espacio sagrado ha entenebrecido toda la sensibilidad de los hombres: «ahí lo tienes haciendo cortes transversales / Con seguetas y serruchos, durante no sé cuántos años» (115). Aunque, de alguna forma, aquel ecosistema ha resistido, la distopía se avecina como un plan precisamente elaborado para desarraigar todo: «Cualquiera pueDe rebanar, pero se necesita un poco de / precisión / Para hacerlo caer todo tal cual, y más los robles.» (115). En términos sencillos, el bosque es capaz de recuperarse de las acciones aisladas de leñadores, no así de un sórdido proyecto de devastación: «un momento después se queda inválido para el resto de sus días.» (119).

No hay duda de que el interlocutor de «Espectros de árboles» pertenece al interior del texto; no obstante, desde una perspectiva de la recepción crítica, puede ser también un sujeto exterior a él. Dicho sujeto está ubicado en el horizonte de lectura no pasiva, es decir, el poema implica su participación. La poesía es una posibilidad abierta, algo que solo se activa en contacto de un lector o de un oyente.

Así, el lector posmoderno que accede a la poética de Oswald se ve atravesado por su lirismo arrebatador y convocado a participar de los alcances éticos con respecto al medioambiente. En este sentido, concordamos una vez más con lo que dice Octavio Paz: «el poeta no se limita a descubrir el presente; despierta al futuro, conduce el tiempo presente al encuentro de lo que viene (…). La palabra poética es movimiento que engendra movimiento, acción que transmuta el mundo material.» (256).

La naturaleza como suelo de conjunción de la estética y de la ética

El recorrido por las vías de la poesía, de las artes visuales y de los jardines, en comunión con el programa estético del Romanticismo y el disfrute de la ontológica poesía de Alice Oswald, habilitan a debatir cuestiones éticas que den lugar a propuestas prácticas de preservación medioambiental. En el trasfondo de cada manifestación artística y filosófica está implícito el debate ético en torno de los contenidos que conforman dichas composiciones. Según planteaba Jean-Paul Sartre (1969), el artista —y la literatura en particular— debe asumir un compromiso sociocultural con el público que accede a sus obras; en definitiva, la literatura es un discurso que también construye conocimiento, que interactúa con otras disciplinas.

El lenguaje poético constituye otro modo de ver el mundo, es políticamente activo y convoca al lector a participar de los fenómenos en juego, para actuar libre y conscientemente. Ya no se trata más del arte por el arte, sino de un arte comprometido, desde una visión actual donde autor, obra y lector ya no están jerárquicamente separados: el autor no es más un demiurgo productor de sentidos y el texto se volvió una escritura llena de huellas, sobre las cuales el lector va solidariamente construyendo el significado. De modo que la alianza entre estética y ética puede preconizar la utópica perpetuidad de la naturaleza y la necesaria comunión del ser humano con ella, a través de prácticas de preservación y sustentabilidad:

La literatura es, por esencia, la subjetividad de una sociedad en revolución permanente. En una sociedad así superaría la antinomia de la palabra y de la acción. Verdad es que en ningún caso será asimilada a un acto: es falso que el autor actúe sobre sus lectores; lo único que hace es llamar a sus libertades y, para que las obras literarias surtan algún efecto, es necesario que el público vuelva a tomar por su cuenta mediante una decisión incondicionada. Pero, en una colectividad que se vuelve a tomar sin tregua, que se juzga y se metamorfosea, la obra escrita puede ser una condición esencial para la acción, es decir, el momento de la conciencia reflexiva. (Sartre 149)

Es en este sentido que la escritura poética alude a la naturaleza sensible del hombre; la cual, en la consciencia de sí, puede exteriorizarse en acción. La naturaleza es como el suelo esencial de la revelación del ser humano en su más auténtico sentido —ser estético y ser ético— y, simultáneamente, el motivo fundamental del hombre y del habitar. La crisis instalada en los tiempos actuales demuestra el derrumbamiento de una era cuya idea de progreso alió la economía y la técnica en la exploración desenfrenada de recursos naturales considerados ilimitados. Así pues, el arte constituye la medida antieconómica frente a ese tiempo en que se entretejió tan extrañamente lo bueno con lo malo, que subordinó los afanes estructurales del ser humano de belleza y de amor a la creencia optimista de una racionalidad triunfante en la transformación, dominación y desencantamiento del mundo.

Sabemos que «sin la naturaleza moriremos» y «en el día en que la naturaleza, toda la naturaleza, estuviera muerta, en ese día estará excluida cualquier posibilidad para nosotros hombres» (Assunto 367). La evidencia de esta afirmación resitúa al ser humano en perspectiva y apela una vez más al urgente cambio cultural capaz de realinear arte y compromiso, hombre y naturaleza: «Paralelamente a este cambio de mentalidad, se impondrá también una nueva conexión con la naturaleza, fuente de deleites sensoriales, objeto de estudio y modelo a imitar.» (Beruete 239)

Partiendo del presupuesto de que la literatura puede influenciar, transformar, ampliar, potencializar el modo cómo vemos el mundo y nos relacionamos con él, se pone en evidencia la vinculación de las formas artísticas y su rol político que inciden decisivamente sobre el lector. Constatamos pues, que la estética natural constituye la dimensión estructural de la ética del ambiente y que, en consecuencia, la alianza entre la cognición y la sensibilidad abren el camino para el bien accionar. Su soporte y fundamento primero, así como el desarrollo reflexivo de la ética medioambiental, debe proveer materia argumentativa relevante en la defensa y preservación del mundo natural, al mismo tiempo que reafirma el ser humano en su entereza emocional y afectiva, cuya respuesta a lo bello natural se aprehende como vocación innata que manifiesta, ampliando, el significado y el sentido de su humanidad: libertad y responsabilidad.

Notas

[1] La obra de Lessing en la que podemos encontrar dicho planteamiento es Laocoonte o Sobre los límites en la pintura y la poesía. Orbis,1985.

[2] Véase Novalis. «Granos de Polen» en Fragmentos para una teoría romántica del arte. Antología y edición de Javier Arnaldo, Tecnos, 1994; así como, Schelling, F. W. J. Escritos sobre filosofía de la naturaleza. Traducido por Arturo Leyte, Alianza, 1996.

[3] Se aclara que las mayúsculas se respetan del poema original.

Bibliografía

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  • Melchiorre, Valeria. «Naturaleza, comunidad y decadencia en la poesía de Alice Oswald: una mirada a la luz de la ecocrítica.» Dinámicas del espacio. Reflexiones desde América Latina. Coordinado por Magdalena Cámpora y María Lucía Puppo, Educa, 2019, pp. 749- 759.
  • Novalis. «Granos de polen.» Fragmentos para una teoría romántica del arte. Antología y edición de Javier Arnaldo, Tecnos, 1994.
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  • Schelling, F. W. J. Escritos sobre filosofía de la naturaleza. Traducido por Arturo Leyte, Alianza, 1996.
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Referencia electrónica

Araújo, Neemias. «El espacio natural en la poesía de Alice Oswald.» Hyperborea. Revista de ensayo y creación, no. 6, 2023, pp. 94-113. https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/el-espacio-natural-en-la-poesia-de-alice-oswald-307
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.8401029

 

Imagen superior: Max Liebermann, Die Blumenterrasse im Wannseegarten, 1915.

Fecha de recepción
Fecha de evaluación
Fecha de publicación
Publicación Hyperborea
Número 06