Paula Zori
Universidad Nacional de Río Negro / Sede Andina
Resumen
El presente artículo considera el papel de la rememoración devenida procedimiento cinematográfico para la construcción de un «realismo de estilo» en las películas El espíritu de la colmena (1973) y La Morte rouge (2006) del director Víctor Erice, ambas ambientadas en la España de los años 40. Se aspira a explorar las filiaciones del director con el neorrealismo italiano, su inclinación narrativa a considerar testimonios individuales, así como el tratamiento filmográfico con el que privilegia al mito y los procesos de mitificación. Asimismo, se recupera y examina la construcción de esa «atmósfera suspendida» que predomina en los films aquí seleccionados para demostrar que es posible identificar los cuatro aspectos señalados con estrategias que Erice despliega para enfrentar un régimen de censura.
Palabras clave
Erice — censura — cine y memoria.
Title
History and absence: an approach to the relations between cinematic realism and fictionalization process in two films by Víctor Erice
Abstract
This paper examines remembrance as a cinematographic process that results in a «realism of style» in two films set in Spain in the 40s, El espíritu de la colmena (1973) and La Morte rouge (2006) by the director Víctor Erice. It intends to study the director's affiliation to Italian neorealism, his narrative bias towards individual testimonies, as well as his privileged filmographic treatment of myth and processes of mythification. Moreover, it discusses the construction of the «suspended atmosphere» prevailing in the selected films. In the light of the above, it aims at identifying the already mention four aspects as strategies used by Erice to confront censorship.
Keywords
Erice — censorship — film and memory.
En 1973 Víctor Erice (1940) estrenó su primer largometraje, El espíritu de la colmena. Luego de los títulos inaugurales, se lee en la pantalla la siguiente frase: «Érase una vez… un lugar de la meseta castellana hacia 1940», gesto que no sólo sugiere al espectador un mundo ficcional, próximo al de los cuentos de hadas, sino que, además, evidencia una intención de rememoración que es fundamental a los propósitos del presente artículo.[1] A saber, las dos producciones filmográficas de Erice que consideraremos, aluden de manera implícita la censura franquista y, en respuesta, la narración despliega una serie de recursos que pretenden pronunciar aquello que no puede ser y, de hecho, no es dicho. Con el fin de demostrar la presencia de esta motivación en las películas, a continuación se observará, primero, la influencia que el neorrealismo italiano tuvo en la poética de Erice y su filiación con lo que podemos llamar, siguiendo a Domènec Font (2002), un realismo de estilo —cuyo objetivo no es documentar hechos históricos sino indagar en testimonios particulares— y, segundo, la utilización que el autor hace del mito y de los procesos de mitificación, así como la importancia que otorga a los efectos de lo anterior en la cultura y la sociedad. Estos dos ejes —influencia del neorrealismo italiano y usos del mito— constituyen la ficcionalización de la narración que, por su parte, gravita sobre la relación que las dos películas mencionadas mantienen con los hechos históricos que refieren. En último lugar, consideraremos cómo surge lo que llamamos una atmósfera suspendida, la cual permite que los personajes de Erice se muevan en su mundo como guiados por un sueño caracterizado por la estructura elíptica a la que el realizador recurre probablemente para escapar de la censura del régimen franquista.
Antes de sumergirnos de lleno en el tema que nos convoca, es importante considerar algunos aspectos generales sobre los dos films seleccionados y su director. Víctor Erice, realizador, guionista y teórico del cine español, obtuvo importantes premios, algunos de ellos por su primer largometraje, El espíritu de la colmena. Este film narra la historia de Ana, una niña pequeña que acude por primera vez en su vida a una proyección cinematográfica en la biblioteca de Hoyuelos, un pueblo afectado por la guerra civil española, donde se proyecta la película Frankenstein (1931) de James Whale. Así, también por primera vez en su vida, Ana es testigo —a través de una ficción— de la muerte de un ser vivo, y ello provocará un efecto irrefrenable en su vida: volverá sus ojos, iluminados por aquello que hasta entonces desconocía, al mundo que la rodea y ahondará en los vacíos y las ausencias que la guerra había dejado a su alrededor.
A El espíritu de la colmena le siguió, en el año 2006, el estreno de un cortometraje que parece complementar el film de 1973. La Morte rouge narra la primera ocasión en que el mismo Erice presenció la proyección de una película —en este caso The Scarlet Claw (1944), de Roy William Neill— y los efectos que ésta le produjo, principalmente en relación con la revelación de la muerte. El niño acusa a los adultos de conocer y guardar un secreto porque veían morir a los personajes sin expresar ninguna reacción al respecto, lo cual para él demostraba que estaban familiarizados con la muerte. En este punto, Erice concluye que para los adultos ser espectadores pasivos de un asesinato era una situación posible e, incluso, conocida.
Las realizaciones de Erice no suelen ser consideradas en contextos académicos, aunque en España sean equivalentes a monumentos culturales. Gran parte de los estudios críticos españoles sobre este realizador se dedican, principalmente, a sus tres largometrajes y fueron recopilados en volúmenes que conmemoran el aniversario del estreno de cada uno de ellos: El espíritu de la colmena, en 1973; El sur, en 1983; y El sol del membrillo, en 1992. Es indudable que las películas de Erice representan hitos importantes de la cultura española; podría sugerirse tal vez que ofrecen una especie de revelación, a la que es preciso volver, y La Morte rouge, años después, suma, además, un matiz autobiográfico. De hecho, este retorno reflexivo es central en el mencionado primer largometraje de Erice ya que, si bien fue realizado a inicios de los años 70, narra una historia ambientada en la década del 40. Jaime Pena (2004) indica que, en este film, Erice nos introduce «en el escenario de España del franquismo: un país sumido en una estruendosa derrota moral en el que el tiempo parece haberse detenido» (20). La película fue rodada en los últimos años del régimen, pero el director elige situarla en la primera época del mismo, luego de la Guerra Civil Española. En la década del 40, Europa estaba atravesada por la Segunda Guerra Mundial, por lo que el momento histórico en que el film transcurre refleja un contexto de devastación y muerte que trasciende a la península ibérica. Ambas películas aluden a la guerra y a su memoria cultural, si bien lo hacen en relación con sus ausencias. Esta supresión permite dirigir la mirada a orientaciones más secretas: la narración no se construye como un tablero donde los intereses políticos encarnan acciones concretas, sino que presenta un universo en busca de respuestas a través de sus vacíos. Por esta razón, los films se caracterizan por un lenguaje autorreferencial y así renuncian a poner en primer plano la dimensión histórica que los inspiró. Éste es un gesto controvertido porque el cine moderno, incluido el círculo intelectual al que perteneció Erice, mantuvo un compromiso con el cine realista.[2] Nos interesa aquí destacar que dicho compromiso, tal como se señaló, no impide reconocer que las referencias históricas pueden ocupar un segundo plano en la obra de este realizador.
Font señala que el neorrealismo italiano de posguerra supone una nueva mirada sobre el mundo y reflexiona sobre la problemática moral de la historia y las catástrofes colectivas (32).[3] Una de las innovaciones más emblemáticas de este movimiento fue abandonar la filmación en el interior de los estudios de producción, con sus decorados y equipamiento, situar la cámara en escenarios reales y crear atmósferas adaptadas a los paisajes y la luz naturales. Para representar un cine más cercano a lo real, el neorrealismo propone un retorno al documental y, al mismo tiempo, otorga importancia a la dimensión particular de la vida. En un contexto socio-político en ebullición, el mundo, señala Font, se vuelve una imagen dispersa en lugar de una representación unilateral, y la narrativa cinematográfica se apropia de esa densidad (32). El neorrealismo encarna una responsabilidad de denuncia pero también desencadena un debate entre los que defienden el realismo de los contenidos, cercanos al documental tradicional, y los que proponen un realismo de estilo, que ahonda en testimonios particulares (179). El espíritu de la colmena y La Morte rouge mantienen afinidad con la segunda postura, la cual desarrolla una dimensión intimista, que nos conecta con los secretos y silencios de cierta realidad social. Pena señala que «no es de extrañar, entonces, que Erice destaque del realismo crítico italiano su capacidad para extrapolar circunstancias individuales [de vidas particulares] cara a una visión integral del mundo» (16). Esto es, el estilo narrativo del guión, que lo hace asimilable al sueño, y que no se debe únicamente a una decisión estilística por más crítica y reaccionaria que la misma sea.
Volveremos a referirnos a lo anterior pero, ahora, es necesario destacar que no es un detalle menor que El espíritu de la colmena aludiera el inicio del régimen franquista mientras era rodada hacia el final del mismo. La Morte rouge coincide en referir el mismo momento histórico mientras su rodaje transcurre en el siglo XXI. Las historias de estos films, las ficcionales y, también, aquella de la filmación del largometraje, ocurren en un régimen de facto y se desarrollan en una España que no avanzará hacia un régimen democrático hasta poco después de la muerte del dictador, Francisco Franco, en 1977. En ese contexto, la censura se ejercía de manera estatal a través de la llamada Junta de Censura. Las restricciones emanadas de dicha Junta eran mayores respecto de las producciones fílmográficas por tratarse de un medio masivo; los guiones cinematográficos estuvieron condicionados hasta 1976: la omisión se convirtió en una compañera obligada de los realizadores.[4] Esta realidad brinda un nuevo significado a los silencios de El espíritu de la colmena y a la narrativa onírica e intimista de Erice. Es decir que, en estos films, el estilo se presenta como significante.
Siguiendo a Font, advertimos que uno de los objetivos del cine moderno fue evidenciar el fuerte poder de reflexión que poseía la ficcionalización y la ilusión de la narrativa: la enunciación, sus particularidades y consecuencias tuvieron una importancia máxima. La ficción implica la construcción de una nueva lógica del mundo; las diferencias entre ésta y la realidad dejan a la vista esos agujeros negros que reconocemos —por mencionar un ejemplo— en el descubrimiento de la muerte que experimentan Ana y Erice. Este tipo de narrativa permite configurar el «mito y el cine como factor exógeno de supervivencia, con el que formar parte de un acuerdo social y abandonar el restringido y excluyente marco familiar» (Pérez Perucha 127), así como entrar en contacto con los secretos de una comunidad y cuestionar las verdades que cierto círculo familiar, en su dimensión singular, pudo haber consolidado. La Morte rouge permite establecer un paralelismo entre Ana y el niño que el director supo ser. Como anticipamos, dicho film recrea la primera experiencia de Erice en el cine, en el año 1946, y explicita un contexto semejante, desolado y silencioso, al del largometraje: la muerte en la pantalla aterró a Víctor pero los adultos a su alrededor observaban tranquilos y atentos, parecían guardar un secreto que él desconocía y, como indica la voz en off, mientras tanto la ficción permitió que «el miedo se desplegara más allá de la pantalla prolongando su eco en el ambiente de una sociedad devastada» (La Morte rouge, 2006). De forma comparable, El espíritu de la colmena tampoco es el mero registro histórico de un momento determinado, sino que intenta dar cuenta e introducir al espectador en los secretos de la sociedad de una época, sin revelarlos directamente (Fig. 1). Entonces, el realismo de estilo con el que identificamos a Erice y sus producciones, se conforma a partir de una mirada que valoriza los resultados críticos y profundos de la cuidadosa reflexión implícita en los modos de narrar: el proceso de ficcionalización puede revelar más sobre la realidad que la evidencia histórica mediada por la censura.
Según lo que hemos desarrollado hasta el momento, las decisiones estéticas del director encarnan una tensión entre el relato que retrata las emociones de sujetos particulares y, fiel a su legado neorrealista, la pregunta sobre la memoria colectiva. Por esta razón, podríamos pensar que el interrogante sobre la memoria colectiva dirige el análisis de la poética de Erice hacia la consideración del rol que el mito cumple en los procesos de aprendizaje de los individuos y la relación que se establece entre estos y la comunidad que integran.
La inclusión del mito en la película se realiza a través del cine. Ya hemos mencionado que la historia de El espíritu de la colmena comienza con la proyección del Frankenstein de Whale, una de las primeras adaptaciones cinematográficas de la novela inglesa Frankenstein (1818). En este punto es importante destacar que ciertos autores se refieren a la historia de Frankenstein como un mito «moderno» y consideran a la novela de M. Shelley como su inicio. El estudio de Caroline Picart (2003) concluye que Frankenstein es un «cinemyth» porque la historia de sus personajes pervive en las sucesivas y numerosas adaptaciones cinematográficas (201). Recuperar la tesis de Picart invita a considerar que uno de los indicadores para identificar el carácter de mito de una obra contemporánea podría radicar en la serialidad de las reelaboraciones donde la misma se inscribe, así como en la vastedad del horizonte de recepción que el cine le provee. La intertextualidad adquiere así un papel central. Y, con esta premisa como motivo, pasaremos a agregar mayores consideraciones sobre la obra filmográfica que nos convoca.
El espíritu de la colmena —como la novela de M. Shelley, cuyo nombre completo es Frankenstein or the Modern Prometheus, a la que a su vez el film hace referencia a través de la adaptación de Whale— sugiere intertextualidades desde el propio título. A diferencia de la adaptación de Whale, la obra de Erice no se homologa con el título de la fuente literaria a la que refiere; en su lugar, retoma un concepto que el simbolista belga Maurice Maeterlinck desarrolla en el tratado de entomología La Vie des abeilles ([1901] 2008). En este ensayo, el autor desarrolla los resultados de una prolongada y minuciosa observación del comportamiento y hábitat de estas pequeñas criaturas. Sus preguntas interrogan las motivaciones que mueven a estos insectos y, fiel al simbolismo, encuentra en ellas un cuestionamiento del destino de la raza humana. Según señala, lo que mueve al enjambre a adoptar conductas, en ocasiones muy extrañas, es un anhelo que excede cualquier bienestar individual: el espíritu de la colmena. Además de esta referencia intertextual inicial, el guión de la película está encabezado por una cita del escritor inglés Thomas de Quincey y, posteriormente, Ana y sus compañeras de clase leen un poema de Rosalía de Castro, una figura legendaria del romanticismo español. Además, la estructura narrativa también comprende alusiones a El Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes. Y otras menciones a escritores y filósofos surgen asimismo en la escena donde se ve a Ana revisando un álbum de fotos: entre los rostros conocidos de sus familiares encuentra los de los filósofos Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset. Como puede apreciarse, la película despliega una serie de estrategias para incorporar una multitud de referencias a autores y obras de distintas áreas del pensamiento. Independientemente de los niveles de influencia que cada una de éstas guarda con el guión, sus apariciones ponen de manifiesto la centralidad del conocimiento y la cultura en el film. Todas esas referencias colaboran en la construcción de un escenario que remite constantemente por fuera de los límites de la obra particular. Sin lugar a dudas, el más destacado de estos llamados es a la novela de M. Shelley. Sabemos gracias a Pena que, cuando Erice eligió el tema del guión de El espíritu de la colmena, recortó un fotograma de la película Frankenstein de Whale y lo colocó a la vista, sobre su mesa de trabajo. La imagen, una de las más conocidas, reproducía el encuentro de la criatura con una niña a orillas de un río (Fig. 2). Erice señala: «una mañana, al contemplar una vez más ese fotograma, sentí que allí estaba contenido todo. Aquella imagen podía resumir, en el fondo, mi relación original con el mito» (citado en Pena 32). Notemos la capacidad de condensación que el director asigna a ese fotograma, idea según la cual la experiencia compleja de la vida puede concentrarse en una única imagen. Pena observa que la idea de que un fotograma pueda contenerlo todo parte de un razonamiento mítico porque supone que la presencia de un único disparador puede encarnar una reflexión que interpela interrogantes de carácter ontológico e iniciáticos (32). Al considerar el ejemplo del fotograma que hemos citado y la centralidad que la proyección y expectación cinematográfica tienen en las obras de Erice, podemos afirmar que —en esas obras— la posibilidad de una unidad mítica se alcanza en el arte cinematográfico. Según Pena, esto explicaría que Erice conciba el cine como una forma particular de conocimiento (32). A partir de esta premisa, la narrativa del director español articula un método de indagación que tiene su centro primordial en, según sea el caso, la mirada de Ana o la del niño que él mismo fue en la oscuridad de una sala de proyección.
Ahora bien, el ensayo ya clásico «El sentido de un final» (2002) de Frank Kermode resulta muy revelador para iluminar la relación entre mito y totalitarismo. El autor asegura que, en el siglo XIX, se consolida la idea de final de siglo como una instancia con sentido universal de apocalipsis. El siglo XX materializaría esta concepción «en el renacimiento de las mitologías imperiales tanto en Inglaterra como en Alemania (…) en el espíritu renovador utópico de ciertas sectas políticas y en el anarquismo de otras» (98). La certeza de un final definitivo, identificado con la conclusión del siglo, hace que la comunidad acepte cualquier tipo de propuesta que insinúe una renovación. Por esta razón, para Kermode la utilización que el siglo XX hace de los procesos de mitificación está fuertemente relacionada con los totalitarismos políticos. La vinculación entre la conciencia sobre el transcurso del tiempo y la función social que se le atribuye al mito se vuelve aún más pertinente si tenemos presente la tesis de Jacques Le Goff (1991). Este historiador asegura que «las teorías de las edades míticas, sobre todo, han introducido en el dominio del tiempo y de la historia la idea de período y, aún más, la idea de una coherencia en la sucesión de los períodos, la noción de la periodización» (45). Es decir que, para Le Goff, el mito siempre estuvo en relación intrínseca con la idea de la organización temporal en edades de la historia, y, además «lo que está en primer lugar en litigio con las edades míticas es la idea de progreso (…) con la idea de progreso está también en juego la de civilización» (44). En definitiva, la estructura mítica no sólo permitió que la humanidad organizara su memoria en siglos sino que, además, estableció una identidad para cada período en función de una «época de oro» —pasada, futura o ambas— que indica el camino hacia dónde avanzar: para asegurar el progreso y la civilización los hombres deben mantenerse en esa vía.
La conclusión anterior, a la luz de los postulados de Kermode, explicaría porqué los regímenes totalitarios se fortalecieron a través del pensamiento mítico ya que, en contextos considerados apocalípticos, la aparición de una propuesta, planteada en términos míticos encarnaría la promesa de una renovación orientada hacia el perfeccionamiento de cierta sociedad. No obstante, Kermode sostiene que esta búsqueda convierte a sus protagonistas en incompletos, carentes de una definición propia; están incómodos con su presente pero aún no alcanzan la época de oro que los ilusiona. En definitiva, viven en un período de transición. El autor sostiene que las creencias generales sobre la crisis y la transición son mitos que trabajan en la modernidad y que «su expresión ideológica es el fascismo; su consecuencia práctica, la Solución Final» (103). Los totalitarismos políticos lograrían así su cometido mediante promesas a futuro, a la vez que consolidarían una propuesta más definitiva concerniente al presente. Según el autor, el peligro de los regímenes totalitarios es que se percataron de que las ficciones se justifican o verifican por sus efectos prácticos y, en consecuencia, volver realidad una ficción requiere, tan sólo, generar en el mundo las evidencias que la verifiquen. Lo que resulta de lo anterior, sentencia Kermode, es una deformación de la realidad y los procesos artísticos tienen un fuerte papel en ello. Como ejemplo, señala que T. S. Eliot, enmarcado en el Modernismo tradicional de la Primera Guerra Mundial, «estaba dispuesto a volver a escribir la historia de todo lo que le interesaba con el objeto de lograr la conformación entre pasado y presente» (111).
Parecería que el mito, en el marco de lo que venimos comentando, podría interpretarse como una filtración en la realidad; los sujetos que utilizan el mito en sus discursos se mueven en un escenario sin tiempo ni historia, y es precisamente en esa brecha donde logran controlar y manipular el pasado y la sociedad. Tal como agrega Kermode, resulta «difícil restablecer la condición de ficticio en algo que se ha convertido en un mito» (112). En consecuencia, es responsabilidad de los pensadores, escritores y artistas hacer uso de sus conocimientos sobre los procesos de ficcionalización para desenmascarar posibles alteraciones con intereses políticos. La caracterización de la construcción de poder en los gobiernos totalitarios refleja, particularmente, la fuerza que la función mítica tuvo en el siglo XX. Evidencia, también, el carácter de construcción de la realidad tal como la experimentamos y la potencia que alcanzan los mecanismos de ficcionalización, incluso fuera del ámbito artístico. En definitiva, el mito, principalmente como fenómeno de arte, atraviesa la identidad de una sociedad por completo. En síntesis, el autor señala que la visión apocalíptica que los regímenes totalitarios promovieron a inicios del siglo XX generó una falsificación de la historia y extendió la creencia sobre que la salvación sólo podía encontrarse en un futuro absolutamente divorciado del pasado. Kermode sostiene que el siglo XX utilizó el mito como una herramienta de control, ya que —desde su punto de vista— una población desesperada es capaz de soportar cualquier atrocidad a condición de sobrevivir.
Por el contrario, constatamos que el mito es clave en la narrativa de Erice para cuestionar el silencio impuesto por la censura. En El espíritu de la colmena, el primer encuentro de Ana con el mito, particularmente el de Frankenstein, le otorga a la niña un conocimiento nuevo que le permite comprender el secreto oculto en su entorno y la conecta con —a la vez que la mantiene a prudente distancia de— la sociedad, puesto que se lanza a recorrer el camino que esa misma sociedad vedó: el que conduce a la reflexión y el conocimiento. Para Erice, el mito no es adoctrinador, tal como lo plantea Kermode, sino un estímulo para la búsqueda intelectual. Puede parecer que ambas perspectivas son incompatibles pero, tal como lo pusieron en evidencia algunos artistas del realismo, la alta densidad y profusión de lecturas que son parte de la realidad hacen posible tal convivencia sin aspirar a alcanzar una verdad definitiva que, por cierto, siempre se nos escurrirá de entre las manos.
Al comienzo de estas páginas señalamos la posible identificación de la narrativa de Erice con el mundo de los sueños. A continuación, relacionaremos ese aspecto con lo que —tal como adelantamos— puede reconocerse como cierta atmósfera suspendida, prevaleciente en ambas películas. En El espíritu de la colmena, Erice despliega «su inclinación hacia las atmósferas intimistas, los espacios cerrados y los tiempos muertos» (Pena 17), todo lo cual reaparecerá posteriormente en La Morte rouge. Estos elementos constitutivos de la narrativa del director se manifiestan en escenarios melancólicos que se corresponden con la memoria de toda una sociedad. El ambiente de los films está caracterizado por espacios, personas y relaciones ausentes que se preservan entre sí mediante un pacto de silencio. Ana y Erice descubren la muerte reflejada en la pantalla cinematográfica y comprenden que la ausencia acontece en el lugar de lo que desaparece.
Buena parte de la configuración del sentido del guión del largometraje de 1973 se basa en la elección de elementos visuales que, además, fortalecen la vocación intertextual de la obra. Los interiores donde se desplazan los personajes nos recuerdan a aquellos retratados por el pintor holandés Johannes Vermeer y el español Francisco de Zurbarán, principalmente en lo que concierne a los aspectos lumínicos y compositivos de los encuadres. Entre estos últimos podemos resaltar los ventanales como fondo en los ambientes interiores y la preponderante luz ambarina, dos aspectos muy alusivos al título del film. Isabel Arquero Blanco (2012) señala que, durante el rodaje de la película, Erice mostraba a su equipo pinturas de Vermeer y de Rembrandt para transmitir cómo estaba pensando los escenarios de la película. Francisco J. Arnaldo Alcubilla (2000, 68) también identifica la inspiración del director en los fondos vastos y brumosos de los paisajes de Caspar David Friedrich. Referencias pictóricas del estilo convergen en la película para crear ambientes de luces tenues y difusas atravesadas por personajes que parecen fantasmas. Carmen Arocena (1996, 157) agrega que Erice, al igual que Claude Monet, realiza experimentos con la luz: mantiene un mismo encuadre, en cuyo interior plasma variaciones lumínicas que aspiran a transformar el espacio a través del tiempo. Ambos —el pintor y el cineasta— se proponen representar las transformaciones de lo invariable en apariencia, pero el lenguaje filmográfico de Erice, a diferencia del pictórico de Monet, se compone, indefectiblemente, con el avance del tiempo y deja de ser un ejercicio técnico para devenir un elemento narrativo. A lo largo de las escenas de El espíritu de la colmena, el ambiente resulta no sólo a base de recursos lumínicos y de sus variaciones, también intervienen elementos de distorsión de los mismos –el avance del tiempo, vidrieras y brumas—, que imprimen al film un dinamismo pausado, casi imperceptible, que enlaza al espectador con un mundo onírico subordinado, como el recuerdo censurado, a una lógica elíptica y plagada de vacíos y ausencias.
Según indicamos, la narrativa de Erice cuestiona el silencio de la censura y genera una reflexión superadora. En este sentido consideramos una serie de recursos que el director despliega para atraer la atención del espectador al punto que le interesa: los testimonios individuales, sus detalles y particularidades —relacionados con un tipo de realismo que llamamos de estilo—; la utilización del mito y los procesos de mitificación; la construcción de una atmósfera suspendida. Además, como ya señalamos, Erice coloca al cine y a la proyección cinematográfica en el centro de sus historias. El paralelismo entre la historia de Ana y aquella otra narrada en La Morte rouge evidencia lo pertinente de esta orientación. Ambas producciones cinematográficas ocultan su referencialidad autobiográfica aunque se basan en memorias personales para retratar el poder de la representación cinematográfica como medio de reflexión. Los dos films aquí estudiados son historias iniciáticas y representan momentos de revelación luego de los cuales los protagonistas no volverán a ser los mismos.
La evidente centralidad del cine en el cine de Erice impregna a su obra con un lenguaje autorreferencial que suscita una reflexión sobre el poder de la expectación cinematográfica en el público. Por esta razón, es posible advertir que dicha centralidad se complementa con un inusitado interés en retratar ojos y miradas, que funcionan como metáforas de la cámara filmográfica.[5] Si bien, para Erice, el momento de revelación es el más importante de toda experiencia mítica: «luego, a medida que uno crece, lee libros, ve más películas, se convierte en un espectador más o menos consciente, y la experiencia iniciática queda trascendida, completada por la experiencia cultural» (citado en Pena 451). Así, esta experiencia se nutre de otras y se origina una red entrelazada con los diversos aspectos de la cultura, lo cual sitúa a la persona en perspectiva respecto de su comunidad de pertenencia. Para apreciar este fenómeno, es imprescindible volver a considerar el lugar que El espíritu de la colmena y La Morte rouge otorgan al momento de una proyección cinematográfica porque, durante el mismo, la sala de cine deviene el espacio de un ritual que establece condiciones inmejorables para construir un sujeto cultural (Fig. 3). Recordemos que, en un ensayo de 1975, Roland Barthes señala que al asistir a la proyección de una película «todo ocurre como si, incluso antes de entrar a la sala, ya estuvieran reunidas las condiciones clásicas de la hipnosis: vacío, desocupación, desuso, no se sueña ante la película y a causa de ella; sin saberlo, se está soñando antes de ser espectador» (350). Así es que, en la sala aislada de los ruidos y de la luz de la calle, el sonido y los reflejos del proyector, e incluso el terciopelo de las butacas dispuestas frente a la pantalla, generan un efecto de suspensión de la realidad que Barthes asimila a la hipnosis, en tanto sustraen al sujeto del espacio y el tiempo cotidianos. El impacto es tan efectivo que, señala el autor, los espectadores se predisponen a experimentarlo desde antes de asistir a la proyección, orientando su conciencia a un ritual que incidirá de manera singular en la capacidad de atención de cada uno de ellos.
Más allá de ese ritual que nos conecta con los sueños, la imagen proyectada, dice Barthes, guarda una relación directa con lo ideológico. El autor señala que «lo real, por su parte, no conoce más que las distancias, lo simbólico, no conoce más que máscaras; tan sólo la imagen (lo imaginario) está próxima, sólo la imagen es "real"» (353). La proyección cinematográfica, cabe insistir, es en definitiva un ritual que implica el aislamiento del individuo respecto de todo estímulo de la vida cotidiana, asegurando su exposición a una construcción ambiental tal, que el mismo queda solo, frente a la obra, procurándose una impresión audiovisual —o, directamente, sinestésica— maximizada.
La Morte rouge, mediante fotografías de archivo, fragmentos de películas y otros registrados por el propio Erice, otorga un lugar esencial al ritual de la proyección cinematográfica y cuenta extensamente la historia del lugar donde Erice contempló su primera película. Escuchamos entonces que esa sala de cine a la que el director asistió de niño en la ciudad San Sebastián, el Gran Kursaal, supo ser en sus inicios un casino que vivía el esplendor de una vida social de lujo pero —expresa el guión—, al llegar su declive, fue el cine quien le dio una vida de sueños. La decadencia material, relacionada con lo efímero de la historia, es decir, las fuerzas erosivas que afectan a la par al espacio y al tiempo, dieron lugar a una sala de proyección que introdujo a los espectadores en un ritual similar al sueño, aislado de ese tiempo y ese espacio destinados a diluirse, para instalar en el edificio del ex casino algo semejante a lo eterno. No es necesario seguir insistiendo en la relevancia que también adquiere la proyección cinematográfica en El espíritu de la colmena del mismo Erice. Allí, por obra de la poética autorreferencial del realizador, el fenómeno de la proyección se duplica: somos espectadores de la proyección de una película donde tiene lugar la proyección de otra película. Nuestra mirada se desplaza de la pantalla donde vemos el film de Erice a las miradas del público cautivado por la pantalla que aparece en dicho film. Arquero Blanco destaca que «las caras absortas de los espectadores reflejan, como en un espejo, la narración inquietante y sugerente del maestro de ceremonias de una película llegada de muy lejos, como si estuvieran sumergidos en un estado de encantamiento» (83). En la escena aludida, los rostros de los espectadores no sólo evidencian el ritual de proyección y sus efectos, sino que, además, nos permiten recuperar un aspecto fundamental del mismo para comprenderlo en su complejidad.
En estas páginas hemos emprendido un viaje que nos enfrentó con certezas e interrogantes. En efecto, las historias que narran El espíritu de la colmena y La Morte rouge se caracterizan por poseer referencias históricas concretas, identificables, y por acompañarlas con evidencias fotográficas y testimoniales.[6] En este sentido, las intenciones narrativas de ambas realizaciones se enfrentan a ciertos hechos reales apelando a un mundo interno estrechamente conectado con una serie de secretos y una revelación, en El espíritu de la colmena, así como con la memoria, en La Morte rouge. Según indicamos, este mundo interior está muy directamente vinculado con un fenómeno recurrente en la historia: la censura que, ejercida desde el poder, interviene transformando los recuerdos del pasado y su interpretación. Las películas de Erice a las que nos hemos referido retratan el momento en el que sus protagonistas, que no podemos evitar percibir como emblemas máximos de la inocencia, se encuentran con uno de los vacíos que la censura ha dejado en la realidad en la que ellos también viven. El poder de la proyección cinematográfica les permite apropiarse de esa experiencia de manera personal, en lugar de olvidar esa suerte de agujero negro que encontraron. Al incorporarlo en su mundo interior, dicho vacío los enfrenta con la experiencia de vida más devastadora que pudieran haber conocido: la conciencia de la muerte hace mella en la cotidianidad y se convierte en una amenaza aterradora. Pero sobre el final ambos niños encuentran una salida: Erice llega a la adultez y convierte sus miedos infantiles en guiones de películas, mientras que el médico familiar informa a la madre de la niña, luego de que ésta hubiera sido encontrada perdida y enferma en el bosque donde se había propuesto hallar a la criatura de Frankenstein: «Ana (…) está bajo los efectos de una impresión muy fuerte pero se le pasará (…) poco a poco irá olvidando». En definitiva, nos encontramos en un lugar extraño en el que los opuestos se entrelazan: la ficción y la realidad; la memoria y el olvido; el conocimiento particular y el legado cultural de la comunidad, la peculiaridad de estas uniones no hace más que aumentar el valor del fenómeno que hemos observado.
Notas
[1] En relación justamente con la memoria como tema, pueden citarse dos estudios de interés: Paul Ricoeur. Historia y verdad. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2015 y Pierre Nora. Los lugares de la memoria. Montevideo: Trilce, 2008. En el primer libro se realiza una defensa de la construcción de una verdad filosófica y de la dimensión enunciativa, en oposición a la pretendida verdad objetiva del método historiográfico; por otro lado, en el segundo libro se contemplan los efectos que la revolución industrial y la globalización, así como el desarrollo de la historia como disciplina, tuvieron sobre la memoria del individuo y su comunidad. Ambos libros están dedicados a la relación entre historia y memoria y son fundamentales para comprender los alcances de la memoria colectiva.
[2] Font (2002) sostiene, en relación con dicho cine moderno, que abarca desde las producciones de André Bazin y Siegfried Kracauer hasta las de Pier Paolo Pasolini (180). En cuanto a los vínculos con el realismo, cabe recordar que las primeras incursiones de Erice en la crítica se dieron en el marco de la revista Nuestro cine, donde se puede rescatar una parte importante de sus escritos.
[3] Para profundizar acerca del neorrealismo italiano se puede consultar: Gian Luigi Rondi (1983); David Bordwell y Kristin Thompson (1995); Daniela Aronica (2004). Por su parte, Jacques Rivette, en un ensayo sobre Viaggio in Italia (1954) de Rossellini, titulado «Lettre sur Rossellini», se refiere al contexto histórico del film asemejándolo a un bosquejo y al realismo de Rossellini a «la única pintura real de nuestro tiempo» (60).
[4] Para profundizar en la censura franquista, véase Román Gubern y Domènec Font. Un cine para el cadalso: 40 años de censura cinematográfica en España. Barcelona: Eunos, 1975; Qué cosas vimos con Franco: cine, prensa y televisión de 1939 a 1975. Eds. Fátima Gil Gascón y Javier Mateos-Pérez. Madrid: Rialp, 2012; y Marta Miguel González. «Cine de Hollywood y la censura franquista en la España de los 40: un cine bajo palio». Ed. Rosa Rabadán. Traducción y censura, inglés-español 1939-1985: estudio preliminar. León: Universidad, 2000. 61-118.
[5] Véase: Isabelle Jordan. «La couleur du rêve (L'Esprit de la ruche)» Posifit 190. 02 (1977): 59-61 y el ya citado estudio de Pena (2004).
[6] Si bien El espíritu de la colmena es una historia ficcional es importante que en este punto recordemos lo que hemos señalado anteriormente sobre los procesos de ficcionalización y su relación con el realismo que inspiró a Erice.
Bibliografía
- Arnaldo Alcubilla, Francisco J. «El movimiento romántico». Historia de las ideas estéticas y de las teorías artísticas contemporáneas (2000): 195-205.
- Arocena, Carmen. Víctor Erice. Madrid: Cátedra, 1996.
- Arquero Blanco, Isabel. Estudio descriptivo de «El espíritu de la colmena» (Víctor Erice, 1973). Madrid: Universidad complutense de Madrid, 2012.
- Barthes, Roland. Lo obvio y lo obtuso, Imágenes, gestos, voces, Barcelona: Paidós Comunicación, 1992.
- Erice, Víctor. Víctor Erice por Víctor Erice sobre El espíritu de la colmena (1973). Cine clubs Anabel. http://www.cineclubsabadell.org/recursos/recursos/doc27.pdf (13/11/17).
- Font, Domènec. Paisajes de modernidad: cine europeo 1960-1980. España: Paidós, 2002.
- Kermode, Frank. El sentido de un final. Londres: Taylor and Francis e-library, 2002.
- Le Goff, Jacques. El orden de la memoria, el tiempo como imaginario. Buenos Aires: Paidós, 1991.
- Maeterlinck, Maurice. La vida de las abejas. Madrid: Planeta, 2008.
- Pena, Jaime. Víctor Erice. El espíritu de la colmena. Barcelona: Paidós, 2004.
- Pérez Perucha, Julio. (Ed.) «El espíritu de la colmena»… 31 años después. Valencia: Ediciones de la Filmoteca, 2005.
- Picart, Caroline. «Remaking The Frankenstein Myth on Film. Between Laughter and Horror». Nueva York: State University of New York Press, 2003.
Filmografía
- El espíritu de la colmena, Dir. Vírtor Erice, Elías Querejeta C., 1973, 35 mm.
- La Morte rouge, Dir. Vírtor Erice, Nautilus Films, 2006, 35 mm.
- Frankenstein, Dir. James Whale, Universal Pictures Studios, 1931, 35 mm.
Referencia electrónica
Zori, Paula, «Historia y ausencias. Cruces entre la tradición cinematográfica realista y los procesos de ficcionalización en dos films de Víctor Erice». Hyperborea. Revista de ensayo y creación. 1 (2018): 55-70. http://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/historia-y-ausencias-un-abordaje-de-los-cruces-entre-la-tradicion-cinematografica-realista-86