Alejandro Manfred
Universidad Nacional de Rosario
Facultad de Psicología
Los ensayos que componen Interrelaciones entre literatura y artes[1] se destacan por la originalidad de los temas escogidos, por las obras que son objeto de su reflexión, por las referencias a las que acuden para su análisis (que como señala la introducción, son de difícil acceso para el público no especializado) y, ante todo, por el efecto de conjunto logrado por el libro como tal. Cada uno de los textos establece un cuidadoso montaje en el que se presenta uno o más objetos estéticos donde confluyen las artes de la palabra y las de la imagen, acompañados de una argumentación acerca de esta particular condición. Este punto de vista, centrado en las relaciones entre la obra literaria y la obra artística desplaza, siquiera momentáneamente, el acento de una y de otra en tanto objetos singulares, estableciendo un tercer ámbito que las excede. Los innumerables problemas de definición y delimitación propios de cada una de ellas tienen en estos ensayos, ciertamente, un lugar destacado. Pero el hecho de que estos objetos y sus respectivos campos sean abordados bajo la condición de sus relaciones recíprocas mueve la interrogación de un punto de vista, por así decirlo, esencialista, hacia otro que se ocupa de acontecimientos, modos de contacto, de conexión o de articulación que son definidos según distintas formulaciones provisionales: préstamos, trasposiciones, intercambios.
La conjunción de la imagen y la palabra es, en este sentido, más que su fenomenología. Este desplazamiento, paradójicamente, hace que el relieve de los objetos que desfilan en su recorrido sea realzado, y que sus límites, dificultades y tensiones internas queden expuestos en primer plano. Bajo esta luz se revelan aspectos opacos a las miradas disciplinares y sus modos de administrar los regímenes de visibilidad y exposición. Los objetos que habitan la transición entre la imagen y la palabra resultan, en mayor o menor medida, objetos anómalos, híbridos. Las dificultades de clasificación y ordenamiento desbordan los dispositivos taxonómicos haciendo que el orden minucioso del museo y la biblioteca entre en continuidad con los museos y bibliotecas paradójicos de la imaginación y que, desandando su filiación, deje traslucir sus orígenes oscuros y aún monstruosos: los gabinetes de curiosidades, las bibliotecas herméticas, las atracciones de feria, las escrituras plagadas de símbolos y emblemas del alquimista y el taumaturgo.
Por ello resulta significativo que la mayor parte de los objetos y obras que desfilan a lo largo de estos ensayos tiendan a acumularse en ambos extremos de la modernidad. En los comienzos en que sus formas no han cristalizado aún según las reglas de la técnica y los preceptos de la crítica, y en el momento en que la declinación de lo moderno se dispersa en la disolución de las formas académicas entre los fines del siglo XIX y los comienzos del XX. Ambos márgenes proyectan espacios crepusculares, ambiguos, en los que la densidad imaginaria y mítica predomina sobre el orden y la norma. Cuando el ordenamiento establecido vacila, en esos momentos proverbiales en que los viejos dioses ya no están y los nuevos no han llegado aún, la invención de órdenes provisorios tiene efectos poéticos, que engendran recorridos y sentidos imprevistos. Proliferan las formas fragmentarias o excesivas, pletóricas de detalles y reverberaciones que pululan y transmiten lo que los conceptos no logran atrapar; como el humilde cartapacio viajero que acompañó a Walter Benjamin en el exilio y la desmesurada colección de Aby Warburg, figuras que se encuentran en el corazón de la fundación mítica de este género de estudios.
Así, una manera posible de leer este libro es recorrer los objetos evocados a lo largo de sus páginas como una suerte de galería imaginaria. Una sucesión que vale tanto por la particularidad inquietante de cada uno de sus elementos como por su poder de revelar las complejidades y las contradicciones de los espacios clasificatorios en los que se los pretende inscribir y de sus intentos de conceptualización.
El ensayo de Ana Lía Gabrieloni se ocupa, precisamente, de un tema que pone esta cuestión de manifiesto. La fórmula del museo imaginario de Malraux se utiliza como inspiración de un artificio que podría considerarse, en sí mismo, un programa de lectura de los problemas tratados en el libro: los museos simbólicos, imaginarios e ideales establecidos por la figura retórica de la écfrasis. Si la definición tradicional y más restringida de ésta refiere a la descripción literaria de una obra de arte visual, el uso que insiste como un leit motiv a lo largo del libro procede de la de James Heffernan, autoridad indiscutida en la materia y autor del texto que cierra el libro: «la descripción verbal de una representación visual». Bajo esta definición, más extensa y sugestiva que la clásica, el dispositivo retórico y poético de la écfrasis podría, en última instancia, asimilarse a una metáfora de la potencia del lenguaje para plasmar imágenes del mundo. El texto de Gabrieloni, que postula poéticamente el vasto territorio de esta figura como un inabarcable museo imaginario, enfatiza versiones y usos de la écfrasis que trascienden la mera descripción. Experimentos formales y distorsiones de la figuración que, tensionando sus límites, hacen vacilar el imperio de la mímesis. Esto eleva a los museos imaginarios, simbólicos e ideales a la dignidad de una rebelión en lenguaje poético. Una apoteosis de la forma que –paradójicamente— hace que la materialidad del lenguaje entre en resonancia con la contundencia de la materia evocada y evidencie la inquietante ambigüedad de la intermediación por la imagen.
En este sentido, el ensayo de Gabrieloni opera como una suerte de intérprete del propio libro, que podría considerarse, entre otras cosas, un museo de la imaginación donde los capítulos del libro son otras tantas galerías o salas que exponen variaciones del universo de la écfrasis. Un caso ejemplar es el del texto de Tadeo Stein, que releva las crónicas, descripciones e interpretaciones que en el siglo XVII se ocupan de la manta en la que aparece plasmada la imagen de la Virgen Nuestra Señora de Guadalupe, reputada tradicionalmente por su origen milagroso. La imagen, según este relato, es producto directo de la acción de Dios, que se concibe así como un pintor —o tal vez, más precisamente, el arquetipo del pintor. Dos elementos de este ensayo señalan que la potencia del discurso de la écfrasis está en su fundamento. Por una parte, la estrategia del texto hace omisión de toda reproducción de la imagen, destacando el poder del discurso ecfrásico para prescindir de la presencia del objeto aludido. La obra comentada adquiere relevancia antes bien por las texturas de las capas poéticas y retóricas que la envuelven que por la imagen y la materia que la componen. Por otra parte, un detalle de gran delicadeza se destaca entre los discursos en torno a la tela milagrosa, y por su artificio recupera vívidamente esta materialidad elidida. La cabeza ligeramente inclinada de la figura se atribuye, en uno de los comentarios citados, a que la imagen de la Virgen evita una irregularidad de la tela producida por una costura que la atraviesa. El pintor Divino habría evitado que la imperfección de la tela mancille la integridad del rostro y el cuello, en consonancia con su condición inmaculada. De esta manera, la estrategia poética acentúa la distancia irónica entre la humilde tela y su procedencia milagrosa, resultando en una encarnación ingenua y literal de la divisa warburgiana: Dios está, de manera precisa y concreta, en los detalles.
El texto de Daniela Chazarreta, por su parte, se ocupa de otras formas de presentación de la retórica ecfrásica. El género tradicional del diario de viajes se visita según dos versiones que parecen compendiar la fascinación del modernismo americano de fines del siglo XIX por lo que la autora llama el imaginario arqueológico de esa época: los paisajes poéticos de Rubén Darío compilados en la sección de Azul titulada «En Chile» y la crónica periodística y abrumada de José Martí que encuentra en la masiva presencia del puente de Brooklyn la evidencia del advenimiento de un mundo sin altares. La mirada que la autora denomina —con resonancias benjaminianas— una retórica del paseo está acompañada por un tercer exponente, la relación epistolar de Julián del Casal con el pintor simbolista Gustave Moreau, en la que la distancia entre la poesía y la pintura se reduplica por la lejanía geográfica y simbólica entre la Cuba periférica del poeta y el París entronizado como capital del siglo XIX.
Otras formas más sutiles de la écfrasis se reseñan en el ensayo de Lucrecia Radyk, dedicado a la presencia de esta figura como estrategia poética en la ficción modernista en lengua inglesa, que visita los delicados paisajes espirituales esbozados por Virginia Woolf en algunos de sus relatos breves y en los textos que surgen de la colaboración con su hermana, la artista Vanessa Bell. Delicadeza que contrasta con los textos y obras plásticas del vorticismo frenético de Wyndham Lewis, en el que la abstracción corroe el relato dando una imagen sensible al peso traumático de la ciudad moderna.
El comentario de estos autores se introduce mediante un relato que puede considerarse como una suerte de escena originaria de la rebelión modernista: la crónica del juicio por el que Whistler hace comparecer a Ruskin ante la corte, acusándolo de injurias por la crítica despiadada que el crítico hiciera de su cuadro Nocturne in Black and Gold. En el juicio, el querellante se ve, a su vez, instado a justificar ante el tribunal la vulneración de los principios de la figuración pictórica perpetrada por su obra. Esta pretensión leguleya de intimar al artista a dar cuenta de la naturaleza anómala de su obra pone de manifiesto cómo la experimentación artística de fines del siglo XIX devela los procedimientos por los que las instituciones de la modernidad establecen los órdenes y los regímenes a los que las palabras y las imágenes deben sujetarse. Esto se pone de manifiesto, especialmente, en los casos en que es la propia materialidad de la obra la que compagina imágenes y textos.
En este sentido, puede encontrarse una notable resonancia entre el tratamiento en el texto de Radyk de algunas de las obras de Djuna Barnes y otro de los ensayos del libro que, a primera vista, parece ocuparse de un tema por completo diverso. Laura Catelli presenta el conmovedor intento del cronista y traductor amerindio Felipe Guamán Poma de Ayala. A comienzos del siglo XVII, éste se propuso crear una obra que oficie como la fundación de una épica de raíces incaicas mediante una laboriosa compaginación de imágenes y textos que por momentos evoca los libros de emblemas del Barroco o los laboriosos tratados medievales. La escritura y el dibujo de Djuna Barnes, por su parte, se rastrean en el texto de Radyk a lo largo de diferentes ediciones de Interviews, New York y The Book of Repulsive Women como un material mudable donde las ilustraciones y los textos se mezclan y se desmezclan según un ritmo secreto. En ambos casos, parece evidenciarse la discordia y la incomodidad de una materia que no se aviene dócilmente a la conjunción. El libro, como institución moderna establecida por la imprenta bajo la marca de la producción industrial, tiende a borrar de la obra los aspectos materiales, perceptibles tanto en sus orígenes artesanales como en su declinación bajo la rebelión contra las formas del modernismo.
Un efecto que resulta de la estrategia adoptada por estos ensayos de privilegiar el examen de las relaciones y las interferencias entre las letras y las artes por sobre los campos disciplinares en sí mismos, es que los objetos acumulados allí son, en buena parte de los casos, objetos inclasificables, únicos en su clase. Tal es el caso del escrito de Heffernan, que traza una cuidadosa genealogía del autorretrato en la literatura y la pintura de forma tal que trasciende la categoría de género literario o artístico para erigirse en una pieza estructural del concepto de representación. Heffernan eleva la afirmación de Alberti de que de la pintura fue inventada por Narciso a la dignidad de mito fundacional de la práctica del autorretrato como grado cero de la representación. De este punto de partida corroído por el desconocimiento puede colegirse que todo arte representativo encuentra su fundamento, en última instancia, en la relación del artista con su propia imagen que, según Heffernan, está aquejada de una íntima discordia entre el acto de creación y la temporalidad de la percepción de la propia imagen. Nadie puede, con propiedad, pintarse o escribirse, más que como un artificio que encubre una imposibilidad radical. Este punto de partida parece atravesar y contaminar todo el campo de la representación, fundamental para el hilo argumentativo del libro. Si las zonas de contacto entre las letras y las artes son espacios de conflicto e incertidumbre, esto puede pensarse como efecto del traslado a otro nivel de complejidad de problemas internos de las propias representaciones visuales o literarias. Toda obra que se postule como reflejo de lo real se ve así asimilada a la eficaz metáfora que en el título describe al autorretrato: un espejo agrietado.
Si Heffernan hace del autorretrato una clave interpretativa para el campo de la representación según un análisis que discierne los resquicios en sus fundamentos estructurales, el ensayo de Silvia Tomas se ocupa de lo que podría definirse como una encarnación sensible de su sustrato material: el tratamiento del color en la pintura del siglo XIX que se emancipa de la línea y de la figura y se impone sobre los otros elementos de la obra, reclamando el reconocimiento de una ontología de pleno derecho. El color, así redimido, adopta la inquietante indeterminación que es la marca de las pasiones y los paisajes decimonónicos. Tomas lee los ecos de esta epopeya en los desarrollos de la crítica Argentina de comienzos del siglo XX, cautivada por el imaginario europeo del color cuyo ideal se expresa en la ambición de Charles Baudelaire: una crítica de arte que pueda considerarse un dialecto de la poesía. Una crítica que pueda dar cuenta de este protagonismo, a la vez evanescente y masivo, que se insinúa en las neblinas marinas de J. M. W. Turner, las reverberaciones de la luz en el impresionismo o el turbio esplendor cromático de Eugène Delacroix. Ese matiz indefinible que se pierde en la noche o se funde en un gris que no es el gris plebeyo que procede del blanco y el negro, sino aquel en que la mezcla de los colores en conflicto se funde en una bruma viva.
Pero también, junto a este catálogo de objetos literarios y plásticos, el libro suscita con su disposición coral otros, más discretos y sutiles, que son efecto de resonancias y combinatorias no previstas por el marco de la argumentación propiamente ensayística. Uno de los más bellos es el objeto creado por la interpolación fugaz de una viñeta equiparable en sus efectos de verdad poética a los artefactos surrealistas o el montaje cinematográfico. En el texto —citado más arriba— de Lucrecia Radyk, la descripción en una página de Katherine Mansfield de las gotas de tinta que un personaje vierte sobre una mosca moribunda sugiere a la autora del ensayo la figura del dripping de Jackson Pollock. El procedimiento, elegantemente, asocia la imagen del texto, antes que con las pinturas de éste, con el procedimiento que las produce. La introducción del libro agrega una nueva capa asociativa: cuando destaca esta comparación, nombra a la autora del texto comentado —con una adjetivación que es en sí misma un mínimo poema— como «la trémula Katherine Mansfield». Las tres escenas resuenan juntas como las notas de un acorde: el temblor de la carne que escribe, el gotear fatal de la tinta evocado por la escritura, el agónico acto con el que Pollock derrama su pulso tembloroso sobre la tela.
Es posible, sin embargo, que el más extraño de los bellos objetos que este libro nos invita a recorrer sea un poema ausente. En su Introducción, Gabrieloni hace una elíptica alusión acerca de que el texto de Heffernan sobre el autorretrato podría iluminarse por la lectura de su obra poética, y en particular del poema Dejeuner sur l’herbe, cuyo texto no se cita ni se reseña. Esta insinuación pasajera se limita a evocar una escena que se impone como un espacio en blanco. Como una suerte de écfrasis de segundo grado, se limita a señalar al lector contemporáneo e hiperconectado que los márgenes del libro se esfuman –una vez más ronda por aquí el museo imaginario de Malraux— ante la posibilidad concreta de acceder a todos los textos y a todas las imágenes.
Esta variedad de estrategias expositivas y objetos multiformes consiguen lo que tal vez sea el propósito último de la reflexión estética: que las herramientas conceptuales desplegadas no eclipsen sino que realcen el interés de los objetos expuestos. El conjunto del libro adquiere así una naturaleza que recuerda las cajas de Joseph Cornell, en las que la disposición de elementos heterogéneos adquiere por su yuxtaposición y vecindad una unidad efímera e imprevista en la que prevalecen la materialidad y la diferencia. Esto confiere al libro una dimensión lúdica y gozosa que pone de manifiesto el valor de los objetos artísticos en su sentido más propio, el de la intensidad de la experiencia.
Notas
[1] Ana Lía Gabrieloni (comp.). Interrelaciones entre literatura y artes. América y Europa en las épocas Moderna y Contemporánea. Viedma: UNRN, 2018. Con trabajos de la misma compiladora, Laura Catelli, Daniela Chazarreta, Lucrecia Radyk, Tadeo Stein, Silvia Tomas y un epílogo de James A. W. Heffernan.
Alejandro Manfred expuso una versión abreviada de este ensayo en la presentación del libro citado, que tuvo lugar en el Centro Cultural Parque España (Rosario, Argentina) el 20 de noviembre de 2018.
Referencia electrónica
Manfred, Alejandro. «La otredad iluminada». Hyperborea. Revista de ensayo y creación 2 (2019): 272-279. http://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/la-otredad-iluminada-157