Ma. Florencia Llarrull
Universidad Nacional de Río Negro / Sede Andina
CONICET
Resumen
El trabajo profundiza en la interacción entre las representaciones visuales y verbales en el cine ensayo, término acuñado por Hans Richter hacia 1940, con el fin a aportar a una historia crítica del cine ensayo orientada a los estudios de cultura visual. Con el propósito de distinguir y señalar la migración de imágenes y de temas, se introduce una reflexión que recrea ciertos momentos de la historia de la pintura y de la fotografía para relacionarlos con la paulatina constitución de una modalidad ensayística en el cine. Más allá de las claras vinculaciones del cine ensayo con el cine documental, al cual interroga para proponer nuevas reflexiones sobre el discurso histórico y el lenguaje cinematográfico, se reconoce que este reúne aspectos tanto documentales como experimentales y del cine de ficción. El vasto panorama que circunscribió la visualidad a la imaginación modernista de la abstracción pictórica y al apremio de la palabra sincronizada en la imitación cinematográfica de los modos literarios sugiere profundizar en el proceso de subjetivación del discurso de la voz en off. Se entrevé que la imagen y el texto se hallan intrínsecamente ligados por lazos ajenos a cualquier concepto de ilustración; se transforman mutuamente sin que pueda establecerse primacía alguna. Aun así, se considera necesario no desatender la pregunta sobre si es posible un cine ensayístico sin voz.
Palabras Clave
Cine ensayo — mise-en-scène — voz en off — pintura — fotografía.
Title
Mise-en-scène and authentic writing
Abstract
This article delves into the interaction between visual and verbal representations in the essay film, a term coined by Hans Richter around 1940, in order to contribute to a critical history of the essay film oriented to visual culture studies. In order to distinguish and to point out the migration of images and themes, this article introduces a reflection that recreates certain moments in the history of painting and photography. It has the purpose of connecting them to the gradual constitution of an essayistic mode in filmmaking. Beyond the clear links between the essay film and the documentary film, which the former questions in its eagerness to propose new reflections on the historical discourse and the cinematographic language, it is recognized that the essay film brings together both documentary and experimental aspects, as well as features of fiction films. The vast panorama that circumscribed visuality to the modernist imagination of pictorial abstraction and to the pressure of the synchronized word in the cinematographic imitation of literary modes suggests that it is necessary to delve into the process of subjectivation of the discourse of the voice-over. It can be seen that the intrinsic links between the image and the text are unrelated to any concept of enlightenment; they transform each other but neither of them prevails. Even so, it is considered necessary not to neglect the question on whether an essay film without voice can be conceived.
Keywords
Essay film — mise-en-scène — voice-over — painting — photography.
La idea de puesta en escena resulta ambigua (...) ella deriva directamente del teatro, de su sumisión al punto obligado, de su impregnación por el lenguaje; sin embargo, también testimonia acerca de los esfuerzos del cine por darse un lenguaje propio, un lenguaje que escape al lenguaje.
Jacques Aumont (2013)
I.-
El presente trabajo profundiza en la interacción entre las representaciones visuales y verbales en el cine ensayo, término inicialmente acuñado por Hans Richter hacia 1940, [1] con el fin a aportar a una historia crítica del mismo orientada a los estudios de cultura visual. En este sentido, todo estudio abocado a rastrear una modalidad ensayística al interior del desarrollo del cine de no-ficción debe necesariamente indagar en las fuentes improbables del mismo, al reunir éste aspectos experimentales, documentales y del cine de ficción, al mismo tiempo que sacude toda restricción formal, conceptual y social:
En este esfuerzo por hacer visible el mundo invisible de los conceptos, los pensamientos y las ideas, el cine-ensayo puede echar mano de una reserva de medios expresivos mucho más grande que la del puro cine documental. Dado que en el ensayo fílmico no se está sujeto a la reproducción de las apariencias externas o a una serie cronológica sino que al contrario se ha de integrar material visual de variadas procedencias, se puede saltar libremente en el espacio y el tiempo: (…) de la reproducción objetiva a la alegoría fantástica, de ésta a una escena interpretada; se pueden representar cosas tanto muertas como vivas, tanto artificiales como naturales, se puede utilizar todo, lo que hay y lo que se invente, si sirve como argumento para hacer visible el pensamiento de base (Richter, El ensayo fílmico 188).
Diferentes esferas de saber requieren ser exploradas, dada la proximidad que mantienen con la práctica cinematográfica, con el propósito de distinguir y señalar la migración de imágenes y de temas. La articulación de narrativas verbales y visuales por fuera de cánones estrictos se desplaza preferentemente hacia el terreno ensayístico. En este artículo aproximamos una reflexión que recrea ciertos momentos de la historia de la pintura y de la fotografía, con el fin de articular la paulatina constitución de una forma cinematográfica. El vasto panorama que circunscribió la visualidad entre la imaginación modernista de la abstracción pictórica y el apremio de la palabra sincronizada en la imitación cinematográfica de los modos literarios, sugiere profundizar en el proceso de subjetivación del discurso de la voz en off y la noción de montaje lateral de la imagen sonora según André Bazin (ctd. en Weinrichter, Montaje Marker 1). Los términos se interrogan entre ellos, se asiste a una renegociación de los límites que los separan, lo que conlleva una dificultad para toda nominación directa (Comolli, Elogio 4). Un nuevo tono, en su camino de ida y vuelta hacia el documental tradicional, abandona la característica voz incorpórea de suprema autoridad. El carácter autónomo señalado habilita nuevas relaciones no perceptibles en los elementos aislados. Se considera, incluso, primordial no desatender la pregunta sobre si es posible un cine ensayístico sin voz. La cualidad lírica, que eventualmente concentra una imagen, entabla afinidades con la definición en permanente formación del género, y con la complejidad de los tiempos de la historia. El paralelismo de las mutaciones que sufrieron casi al unísono el cine y la novela hacia mitad de siglo XX, señaló la desintegración de un narrador como identidad, en tanto experiencia vivida de forma continua y articulada. La lectura sobre el tiempo manifiesta las modificaciones de velocidad y de ritmo, siendo un sujeto de múltiples voces el que concentra la narración. La memoria actualizada en el discurso habilita el tránsito del pasado al orden de los signos, desprovisto de linealidades cronológicas. En cuanto al cine ensayo, introducirse en el lenguaje cinematográfico en el marco de una revisión de la construcción subjetiva, dirige la atención hacia los tipos de relación que el primero mantuvo y mantiene con la literatura, la cual le proporcionó y le proporciona modelos narrativos con sus crisis incluidas. Así lo recuerda Jacques Rancière cuando señala:
El problema no consiste en inventar, con las imágenes móviles y los sonidos grabados, procedimientos capaces de producir efectos analógicos a los de los procedimientos literarios. Ese es el problema clásico de correspondencia de las artes (. . .) la literatura no es simplemente el arte del lenguaje que haya que poner en imágenes plásticas y en movimiento cinematográfico. Es una práctica del lenguaje que comporta también cierta idea de la imaginidad y la movilidad. Ha inventado por sí misma cierto cinematografismo (. . .) Doy este nombre al tratamiento que constituye la narración mediante bloques desiguales y discontinuos de espacios tiempos, en contraste con el modelo representativo, el de la cadena temporal homogénea de causas y efectos, voluntades que se traducen en acontecimientos y acontecimientos que ocasionan más acontecimientos. El tiempo instituido por la revolución literaria es un tiempo secuenciado (Las distancias 14).
La articulación de narrativas verbales y visuales por fuera de cánones estrictos se desplaza preferentemente hacia el terreno ensayístico donde se entrecruzan varias disciplinas, trazando zonas fronterizas que plantean nuevos interrogantes en el ámbito cinematográfico: «¿Es concebible una historia sin centro ni punto de decisión?» (Ruiz, Poética 28). Así, la memoria actualizada en el discurso conlleva el tránsito del pasado al orden de los signos, desprovisto de linealidades cronológicas. La complejidad inherente a la construcción del tiempo que requiere la palabra sugiere acordar a la imagen la misma atención, lo que conlleva la tarea de recomponer el contexto de resonancia donde la legibilidad de las imágenes dinamice lo múltiple en movimiento. La clasificación de los tipos de imágenes que se incorporan forma parte del interrogatorio a la naturaleza de los recuerdos. A estos efectos, el cine ensayo aboga por un tipo de pensamiento con imágenes que señala como tarea obligada ponerlas en relación, a la par que también las imágenes y las palabras entran en relación. Sin embargo, por un lado, el ritmo cinematográfico, tal como lo señaló Andréi Tarkovski (Esculpir 142), parece estar determinado no tanto por la duración de los planos montados, sino por la tensión del tiempo que transcurre en ellos, por el otro lado, Harun Farocki (Desconfiar 97) recuerda que aquello que se hace presente «entre» las imágenes debe necesariamente visibilizar algo nuevo. La elaboración de una reinterpretación a base de difusas intuiciones procura reunir, en este sentido, la discontinuidad misma del pensamiento. En este sentido, recordamos que, hacia 1948, Alexandre Astruc anticipaba el tiempo en que la rigurosidad del pensamiento se inscribiría directamente sobre la película y expresaba: «La puesta en escena ya no es un medio de ilustrar o presentar una escena, sino una auténtica escritura» (El nacimiento § 12).
II.-
En una reflexión sobre el cine ensayo, Christa Blümlinger (Leer 58) recupera lo expuesto por Gilles Deleuze sobre el cine de Marguerite Duras, nacido éste a partir de su trabajo literario: «Deleuze habla por eso de una "visión de ciego" cuando Marguerite Duras invoca "la voz que mira" y conforma el lenguaje como algo visible: "Lo que la palabra anuncia es igualmente lo invisible que la mirada sólo ve a través de la clarividencia y lo que la mirada ve es lo que la palabra anuncia como indecible"”. La imagen se presenta como categoría transversal a la literatura y al arte. Interesa aquí recuperar, entonces, una escena que se desarrolla en Calcuta. Es el año 1937. Más allá de cualquier contexto histórico, una mujer y un hombre bailan en un salón. Los sonidos ingresan al plano provenientes de otro espacio; hay un desfasaje entre las voces y la imagen. Ellos conversan y, aun así, sus labios permanecen cerrados. A continuación, ella sugiere reconocer en él la figura de un escritor dada la singular manera con que tiende a guardar silencio. Dimensión necesaria tanto para que la imagen sonora como la visual adquieran espesor. Si la palabra sincronizada motivó al cine a volverse verosímil, el espectador del filme India Song (1975) se encuentra asediado por una multiplicidad de sonidos que lo obligan incesantemente a releer los planos. El territorio explorado parecería no ser otro que el de la memoria. Inmanente tanto al argumento como a la puesta en escena, Duras señala entre las premisas del guión que toda «suavidad es perniciosa» (India Song 23). La disyunción de lo visual y lo sonoro sustenta un espacio y una temporalidad como trazo imaginario en torno al cual la autora no reúne un significado original, tan sólo amplía el campo de significaciones (Weinrichter, Un concepto 30). El gesto que actualiza y señala las relaciones temporales más complejas se acerca a las impresiones de Robert Bresson cuando expresa en relación con su cine: «La pintura me enseñó que las cosas no existen en sí mismas (...) son sus relaciones las que las crean» (Bresson por Bresson 12).
Si bien, bajo la noción de mise-en-scène se tiende a reconocer cierta unidad estilística entre una escenografía tridimensional naturalista, un acuerdo funcional entre música y palabra como síntesis eficaz entre escenografía, actor y luces (Bettetini, Producción 86), las ideas de Bertolt Brecht acuden para llevarnos a desestimar un realismo ingenuo. ¿De qué manera pensar, entonces, un filme como Deux ou trois choses que je sais d’elle (1967) de Jean-Luc Godard? En una reflexión debida al ensayo fílmico, Arlindo Machado señala: «No es una ficción, no hay conflicto, ni forma dramática (...) Tampoco es un documental sobre París, porque hay escenas con actores y decorado, hay mise-en-scène» ( El filme-ensayo 6). Retomamos en este punto el estudio de Aumont (El cine 43) sobre la clásica premisa según la cual una puesta en escena tiende a atenerse obstinadamente a relatos lógicos –fija sin ambigüedades las situaciones y sus desarrollos−, a partir de la cual el espectador recibe la explicación de lo que ve y oye. Aumont precisa, sin embargo, que no se distingue una única técnica que ajuste impecablemente la imagen y el guión, sino modalidades infinitamente variadas de puestas en escenas. En este sentido, la obra de Godard reúne, según el autor, un complejo panorama en relación con el tema, al defender a la vez el découpage [2] clásico, la puesta en escena como ejercicio cada vez más manifiesto de una mirada y de una subjetividad, y el montaje como instrumento emocional (107). Como se advierte, la puesta en escena perduró más allá de las revoluciones técnicas, ideológicas y estilísticas como corolario del complejo panorama que caracterizó la posguerra y el último medio siglo. Aún así Aumont resalta: «(Lo hizo) al precio de un reajuste permanente a un objetivo cambiante, yendo de la voluntad de dominio (...) al borramiento absoluto frente a la opacidad de un mundo incomprensible» (El cine 119). Entre los recursos puestos en juego en el filme Deux ou trois choses que je sais d’elle, cabe destacar una singular escena donde una serie de imágenes abstractas –como la progresiva disolución de la espuma en una taza de café– acompañan la voz subjetiva del autor al expresar: «Un paisaje es como un rostro. Me gustaría decir que simplemente vi un rostro con una expresión particular. No significa que sea una expresión fuera de lo común, ni que tenga que describirla». Con posterioridad, Godard (1988) retoma y ahonda en estas apreciaciones en el reconocido ensayo cinematográfico Histoire(s) du cinema. En términos del autor, la pintura del pensamiento dirime, entre la línea y la mancha, un tipo de imaginación prospectiva que evita todo contorno definitivo. De la pintura al cine, el paisaje exterior, entre límpido y borroso, se condensa en la contemplación del rostro, del gesto humano. En la edición escrita de Histoire(s) du cinema –el autor concibió la obra como un libro y un film–, e incluido en el «Libro tercero», Godard (Historia(s) 129) expresa:
estaba solo
perdido, como dicen
en mis pensamientos
tenía un libro en la mano
Manet, de Georges Bataille
todas las mujeres de Manet
parecen decir
sé en qué piensas
sin duda porque
hasta ese pintor
y yo lo sabía por Malraux
la realidad interior
era más sutil
que el cosmos
las célebres y pálidas sonrisas
de Vinci y de Vermeer
dicen primero yo
yo
y después el mundo
e incluso la mujer
del chal rosa
de Corot
no piensa
lo que piensa
Olympia
lo que piensa Berthe Morisot
lo que piensa
la barmaid del folies-bergère
porque finalmente el mundo
el mundo interior
se reunió con el cosmos
y con Edouard Manet
comienza
la pintura moderna
es decir
el cinematógrafo
es decir
formas que se encaminan
hacia la palabra
con más precisión
una forma que piensa
que el cine haya sido hecho ante todo
para pensar
se lo olvidará enseguida
pero ésa es otra historia
la llama se extinguirá
definitivamente
en Auschwitz
y ese pensamiento bien vale
una nada [3]
Georges Bataille es el escritor que inspira, con su libro Manet (1955), la reflexión anteriormente citada de Godard. El estudio biográfico y crítico sobre el «más reticente pintor de su época», tal como Bataille lo definió, aborda su legado pictórico, heraldo de la pintura moderna (Manet 121). Tal como sugiere Bataille, la doble naturaleza del carácter de Manet, a la vez tímido y apasionado, es fácilmente distinguible a partir de los escritos debidos a ciertas de sus más singulares amistades. [4] A estos efectos, Bataille retoma el poema en prosa «La Corde» de Charles Baudelaire, escrito en 1864. El poeta francés, quien insistió en su admiración tanto por el talento artístico como por el carácter de Manet, dedicaba, entonces, el poema a su amigo pintor y expresaba que es la misma profesión del pintor la que lo lleva a contemplar atentamente los rostros que se cruzan en su camino. El goce producto de tal facultad distinguiría significativamente la vida del pintor de la de los demás hombres.
A propósito del cuadro Olympia (1863), Bataille señala la reacción sin precedentes que tal obra suscitó en el público, al que caracteriza como «una multitud que perdió todo control sobre sí misma» (Manet 17). Olympia, verdadera operación estética de Manet, señaló con su «duro realismo» que algo en la pintura había sido suprimido. Su verdadera desnudez −y no sólo la de su cuerpo− deriva, según Bataille, del silencio que emana de ella, como el silencio posterior al hundimiento de un barco. Con Olympia, cuadro definido como la vehemente negación de las convenciones pictóricas anteriores, asistimos a ese tiempo de muda de piel en el que la pintura se desprende de sus viejas trampas y surge como una nueva realidad. Bataille retoma la expresión «el triunfo de Manet» (Manet 118), debida a Paul Valéry, para señalar una nueva sensibilidad en relación con la forma y el color. La reflexión a la que nos arroja aquella analogía entre el rostro y el paisaje exterior a la que alude Godard –aquel magistral equilibrio por medio del cual la contemplación del rostro, en el trazo de una pintura, afirma que la potencia del paisaje exterior del universo está en el interior de sí−, es la que lleva a que Bataille se pregunte por la pérdida de grandilocuencia en las poses [5] y en los temas trabajados por Manet. Lo que Bataille describe en términos de «el fin de la retórica en la pintura» (Manet 37) señala el camino abierto hacia la autonomía formal. Toda la elocuencia reducida al silencio da lugar a un inusual e inesperado efecto. Manet, quien que recomendara a los pintores de su época abandonar las convenciones pictóricas, los valores ajenos a la pintura y representar las figuras contemporáneas con atuendos contemporáneos, obtuvo de tal declinación una compensación en su pintura. El tema, tratado con indiferencia, se convirtió, a partir de la pintura de Manet, en un mero pretexto para el cuadro mismo. La ausencia de efecto dio lugar a una plenitud inestimable: una nueva sensibilidad para el juego de formas y de colores, cuya apreciación comienza a ser independiente de los objetos y de sus usos. Sin embargo, Bataille reconoce que no se trata de un descuido del tema, sino de una distancia respecto del tema: su transfiguración producto de la vibración de la luz en el particular tratamiento de los tonos. Finalmente, Bataille precisa que lo que se debía encontrar era una realidad suprema, capaz de soportar la inmensa presión de una tradición utilitaria. La interacción de la luz independiente del significado literal de las formas, hallaba, entonces, esa suprema realidad en el silencio del arte; según las palabras de Bataille, «en el silencio de una destrucción rigurosa e intachable» (Manet 82). En este sentido, decimos que Manet transformó lo que vio a la muda sencillez de lo que había frente a sus ojos y confirió a la imagen la cualidad de una naturaleza muerta.
Interesa, entonces, recordar la expresión con la que Bataille se refiere a la figura de Berthe Morisot, presente en el cuadro Le balcon (1869) de Manet. Bataille distingue el retrato de Morisot de los retratos de Antoine Guillemet y Fanny Claus, también presentes en la pintura. Un rasgo más sutil se hace presente en la sensibilidad de Manet cuando observa el rostro de Berthe Morisot: «Entonces, inesperadamente, la figura de Berthe Morisot en Le balcón se elevó como una estrella que navegaba tranquilamente entre las nubes de un cielo nocturno». [6] El escritor señala, a su vez, que ese mismo rasgo está presente en dos cuadros posteriores de Manet, y los distancia de sus anteriores retratos: Berthe Morisot au bouquet de violettes (1872) y Stéphane Mallarmé (1876). A propósito de Berthe Morisot au bouquet de violettes, Bataille cita una vez más a Valéry cuando alude al retrato en términos de una «presencia fugitiva» (Manet 121). Recordamos, entonces, que Valéry, en «Triunfo a Manet» (1999), fijó sus impresiones con motivo de unos puntos cegadores de negro intenso, de «un negro que no tiene más que Manet» (Triunfo 179) y que lo cautivó particularmente en su retrato de Berthe Morisot:
La omnipotencia de esos negros, la frialdad simple del fondo, las claridades pálidas o rosadas de la carne, la pintoresca silueta de ese sombrero que fue «la última moda» y «juvenil»; el desorden de los mechones, las cintas y el lazo que enmarcan los bordes de la cara; esa cara de ojos grandes cuya vaga fijeza es de una distracción profunda y ofrece, de alguna manera, la presencia de una ausencia –todo se concierta y me impone una sensación (...) de Poesía (Triunfo 179).
Si la pintura de Manet en general, y los ojos de Berthe Morisot en particular, nos hunden en un «silencio absorbente propio de la poesía» (Bataille, Manet 74), no podemos desestimar la cita de Godard al pintor francés cuando enlaza la pintura moderna con el cinematógrafo, en el sentido de ser «formas que se encaminan hacia la palabra», para terminar, con más precisión, en la singular expresión de «una forma que piensa» (Godard, Historia(s) 129). Sin embargo, a propósito de esta íntima relación señalada por Godard, retomamos las reflexiones de Josep M. Catalá en Estética del ensayo (2014), cuando propone que la poesía es el resultado de un proceso de revelación intelectual:
Godard no pretende hacer poesía con sus imágenes, sino reflexionar con ellas a través de un movimiento de asociación (...). Avanza mediante imágenes que son signos y también materiales estéticos −surgen, algunas de estas imágenes, del propio cine, como ocurre paradigmáticamente en Histoire(s). Estos materiales estéticos son a la vez intuiciones (...) y también «verdades», puesto que pertenecen a la historia, es decir, han sido codificados por ella y esto es una forma de verdad. Pero Godard en el proceso no busca efectuar una exposición esencial de determinada verdad a través de un lenguaje puramente estético, no pretende como digo hacer poesía, sino proponer un determinado movimiento reflexivo sobre un objeto (...). La poesía no es origen del saber, sino su consecuencia.
Hay una diferencia radical entre pretender confeccionar un lenguaje estético (...) que equivalga al objeto, que sea la verdad del objeto, e inicial un movimiento formal que vaya iluminando paulatinamente el objeto (Estética 112-113).
Dada la complejidad contenida en el fragmento seleccionado del filme de Godard, coincidimos con Nicole Brenez (El viaje 8) cuando señala que los planos de una película no provienen del mismo espacio, ni del mismo tiempo del pensamiento. Según la autora, la ruptura del pacto analógico entre la imagen y el mundo acarrea, necesariamente, que los intersticios entre planos cedan su lugar a las imágenes ausentes. Y así da potencia de lo discontinuo como trabajo sobre la cesura, la ausencia y la desintegración.
En el sentido de lo expuesto, reconocemos que aquel primer esbozo de autonomía artística en el gesto pictórico de Manet hacia mediados de siglo XIX, vinculado a un campo artístico-intelectual en reestructuración, y en paralelo a la consolidación de una nueva técnica con consecuencias vertiginosas sobre la conciencia, invita a reconsiderar los encuentros y desencuentros entre prácticas artísticas desde la crisis de una estructura de valores jerárquicos. En este sentido, retomamos, por un lado, las consideraciones que llevaron a la tesis clásica (Lemagny, La sombra 28) sobre la incidencia de la fotografía en el proceso de independencia de la pintura respecto del imperativo mimético −en aras de la construcción de un espacio específico de la imagen. Por otro, distinguimos el enfoque expuesto por Rosalind Krauss, en «Los espacios discursivos de la fotografía» (2002), sobre el punto de inflexión que implicó el nacimiento de la fotografía en el siglo XIX, cuando señala la importancia de atender a la posición de la fotografía en relación con el discurso estético.
Según Krauss, el tradicional señalamiento de que la fotografía recoge la herencia de las convenciones de representación pictórica cimentadas en el Quattrocento suele no reparar en que su especificidad no se reduce meramente a su aspecto técnico sino también a los problemas propios del debate estético. Krauss centra su reflexión en la fotografía Tufa Domes, Pyramid Lake, Nevada de Timothy O'Sullivan tomada hacia 1867. La misma responde a los códigos de la fotografía de paisaje del siglo XIX, donde se reconocen tres promontorios de roca maciza emerger de las aguas calmas y de la bruma del calor volcánico. La superficie empezaba a adquirir preponderancia frente al volumen de las formas y de la profundidad de la imagen. La pregunta por el espacio discursivo en el que parecía operar la fotografía de O'Sullivan −el del discurso estético− deja entrever que, para entonces, todo lo excluido de este espacio quedaba relegado del plano del estatuto artístico. Según las consideraciones de la autora, en el transcurso del siglo XIX el debate estético se organizó progresivamente en relación con el espacio de exposición, siendo la representación de dicho espacio lo que funda la historia del modernismo. Acordamos con la autora en que la fotografía no sólo descendía de la tradición técnica sino que también se hacía eco de los problemas implícitos en el debate estético. Las prácticas vanguardistas debidas a artistas de principios del siglo XX, fueron, en este sentido, prolongación histórica de experiencias del siglo XIX, ruptura y expansión.
Hacia 1929, en París, el círculo surrealista disidente congregado alrededor de la figura de Bataille, dio origen a una original publicación titulada Documents (1929-1930). La intención sublimadora al mostrar la violencia y la seducción en el mismo plano que otras formas de producción cultural, apartó la idealización de la naturaleza violenta del deseo promulgada por el grupo surrealista liderado por André Breton. Entre sus activos participantes, interesa mencionar al fotógrafo y médico francés Jacques-André Boiffard, por cuya «desapasionada visual médica” el mismo Breton se vio atraído, al punto de incorporar en Nadja (1928) escenas urbanas de París realizadas por el fotógrafo para la ocasión. Aquél que acompañara a Man Ray en una extraña aventura al castillo de Saint-Bernard, cuyo origen y final se encuentran signados por el lanzamiento de dados que efectúan las manos de un autómata de madera en el film Les Mystères du Château du Dé (1929), sorprende con una fotografía que, aún hoy, disuade toda hipótesis certera sobre las técnicas experimentales utilizadas que puedan justificar la factura final. Ya el prefacio a la primera publicación de La Révolution surréaliste (1924), editado por Pierre Naville, apuntaba entonces: «Todo descubrimiento que modifique la naturaleza, el destino de un objeto o de un fenómeno constituye un hecho surrealista». [7] Razón por la cual, Sin título (1929) de Boiffard −donde un almiar se ve iluminado en oposición a una profunda penumbra− devino un objeto surrealista por excelencia (Hauptman & O´Rourke 1). Vale hacer hincapié en el singular contexto que marcó la obra de Boiffard dado que asistía a Man Ray en su estudio ya desde 1924. Las interpretaciones que rodean a la fotografía recuperan tanto los debates sobre la posición de Francia como país agrario en la proximidad de la II Guerra Mundial, como la tradición pictórica referida al paisaje rural del siglo XIX. Cabe distinguir en esta última, la serie de parvas (1890-1891) de Claude Monet como análisis de juegos lumínicos, y aquél primer antecedente de paisajistas reunidos en torno al pueblo de Barbizon, entre los cuales es posible distinguir a Jean-François Millet y su cuadro Las espigadoras (1857). Si bien la fotografía de Boiffard presenta un singular almiar, estático y misteriosamente iluminado, por otro lado, la imagen niega toda aproximación a una ubicación tanto geográfica como temporal y climática, a diferencia de los conocidos estudios de Monet. El suelo y el almiar descriptos en amplios valores, lo que descubre las texturas características, sugieren estar iluminados de manera cenital logrando que el conjunto se lea simultáneamente, a la par que compromete, paradójicamente, tanto al tema como a la técnica fotográfica. Así donde debería descubrirse un espacio abierto de luz clara se observa un plano negro de superficie brillosa, que cancela toda descripción en beneficio de una indefinición: «Un paisaje es a la vez el día y la noche». [8] Si a mediados del siglo XIX, la pintura de paisaje ampliaba la práctica pictórica por fuera del estudio o el taller, la resonante oscuridad en la fotografía de Boiffard desplegaba la oscuridad propia del papel fotográfico expuesto, codificándose en la superficie fotográfica el oscuro interior en el que se había producido.
Lo que en el siglo XIX comenzó, entonces, como una crisis del tema, devino en una profunda renovación de carácter formal. Como consecuencia, la jerarquía tradicional de los géneros sucumbió al relativizarse la primacía del relato. Consolidada a lo largo de siglos en el marco del programa humanista de la pintura, las tensiones esenciales dan cuenta de la historia general de las relaciones interartísticas. En estos términos, la fotografía parecería contener consecuencias transformadoras sobre las conformaciones disciplinares, dada su capacidad autorreflexiva de remitir tanto a la particular configuración de la imagen técnica como a su poder para cuestionar qué es lo propio del arte.
III.-
Consideramos, a partir de lo expuesto, que la clásica sujeción del documental a la idea de representación se torna insuficiente e insiste en proponerse como presentación o discurso sobre lo real. La clásica bifurcación entre ficción y documental no reconoce matices ni establece contrastes. Por lo que este último a menudo ha sido confinado a una única y, por lo general, previsible configuración formal. Las ideas del propio John Grierson, difundidas en las fechas fundacionales del género bajo el título Postulados del documental (1934), demarcaban ya una concepción del género más vasta donde localizar «diferentes calidades de observación, diferentes intenciones en la observación y, desde luego, fuerzas y ambiciones muy distintas en la etapa de la organización del material» (Postulados § 2). Así, el realizador pasa de simples descripciones de un material al que denomina natural, a los arreglos, re-arreglos y demás formas creativas de ese material: «posibilidad que tiene el cine de moverse, de observar y seleccionar en la vida misma, [y que] puede ser explotada como una forma artística nueva y vital» (§ 8). El gesto espontáneo adquiere entonces un valor singular al dinamizar tanto lo que la tradición ha formado como lo que el tiempo ha desgastado. El conocimiento íntimo del material habilita, entonces, su ordenamiento: «Se fotografía la vida natural, pero asimismo, por la yuxtaposición del detalle, se crea una interpretación de ella» (§ 17). Vale mencionar la distinción que el autor realiza en torno a los films «instructivos», cuyo valor creciente se dirigía hacia el entretenimiento, la educación y la propaganda. Además, las aportaciones críticas, éticas y estéticas de Grierson, lo separan del neo-rousseaunismo propio del trabajo de R. J. Flaherty, y lo acercan a una obra como Berlin: Die Sinfonie der Grosstadt (1927) e, incluso, al filme München-Berlin Wanderung (1927). Al no distinguirse por «la novedad de lo desconocido», se distancia del paternalismo y del exotismo ligado a la visión del buen salvaje. La alusión a una sinfonía, para dar cuenta de un orden rítmico de observaciones singulares, sugiere una distancia respecto del tipo de relato tradicionalmente extendido por la literatura. Las transferencias de sentido entre imágenes articuladas permitían sugerir relaciones inmateriales, a la par de las exploraciones de los pioneros rusos, opacadas, posteriormente, con el cine sonoro (Machado, El filme-ensayo 187). De esta manera, la tradicional percepción del cine de no ficción como práctica ajena a los intereses estéticos era refutada desde las primeras décadas del siglo XX. Grierson señalaba, por entonces, que el sentido sociológico implícito en la poesía, y por extensión, la responsabilidad social que hace del cine documental un arte preocupado y difícil, desanimaban la fácil distinción de «finalidades suficientes para los propósitos del arte» (Postulados § 27).
Como señala Antonio Weinrichter (Un concepto 32), las sinfonías urbanas de los años veinte inauguraban, por entonces, la perspectiva personal de enunciación y relegaban el carácter documental de la imagen a una posición adjetiva. En este sentido, la dialéctica de materiales y la indefinición genérica permiten rastrearlas como fuentes lejanas de una modalidad ensayística del cine. Así, la perspectiva personal de la enunciación es distinguible, según Weinrichter, en À Propos de Nice (1930) de Jean Vigo. Filme a propósito del cual nos interesa recuperar un fragmento donde la dinámica de la ciudad encuentra un sugestivo contraste entre una serie de exuberantes cuerpos carnavalescos y unos ángeles marmóreos que custodian las lápidas en un cementerio. A continuación, la imagen parecería perder sus personajes para avistar, por fin, un cielo nuboso entreabierto; su contemplación abstracta. Hacia los años 30, el cine de Vigo se destaca, tanto conceptual como formalmente, dada la incorporación de escenas ralentizadas. El lirismo del ralentí insinuaba, entonces, una potencia erótica a diferencia del denominado glamour hollywoodiense (Païni, La main 17). Según Dominique Païni, las vanguardias históricas encontraron en el ralentí un medio privilegiado en dirección a la abstracción plástica. Según esta perspectiva, al incidir en la transparente verosimilitud entre las fases del movimiento, el ralentí se vuelve consciencia plástica del transcurrir fílmico al sobreexponerlo dilatándolo: «[Es] como un golpeteo sensual "en" la imagen, una pulsación óptica al servicio del personaje a la vez mágica y erótica de la aparición de una mirada (...) La mirada filmada al ralentí se dota de un resplandor y de una confusión, un estado misterioso entre la transparencia y la opacidad» (Païni, La main 20). Entrevemos acaso del fragmento de À Propos de Nice (1930), una sutil relación con las apreciaciones que Elie Faure desarrolla, en La función del cine (1956), sobre el lienzo Il Paradiso (c. 1588) de Tintoretto (Jacopo Comin), pintor manierista de la escuela veneciana:
No se piensa en lo que hacen los ochocientos personajes (ésa es, según creo, la cifra que dan las guías) del Paraíso, que existen sin embargo, en carne, en huesos, en músculos, en rostros, ligados a la función viviente por el dibujo nervioso y convulsivo. No se percibe sino un vasto conjunto, la sinfonía global de volúmenes coloreados rizándose como nubes (...) una ondulación eterna, captada pero no detenida por un espíritu en el momento en que pasa ante él (...) Ese drama espacial me hace pensar en el cinematógrafo, y no tanto en lo que es actualmente, como en lo que deberá ser. Sin cesar los fondos participan activamente en el movimiento de las formas; sin cesar, el movimiento de las formas penetra en la tragedia de los fondos (La función 25).
Godard, siendo una de las voces más autorizadas para hablar sobre la modalidad ensayística en el cine, según señala Laura Rascaroli (The Personal 22), cita en sus Histoire(s) la singular expresión de Bresson por medio de la cual insta a agotar todo lo comunicable por medio de la inmovilidad y el silencio. Posiblemente, algo de eso vislumbró Vigo en su ensayo sobre la ciudad de Niza.
Bajo la estela de aquellas sinfonías urbanas de las décadas del 20 y del 30, destacamos, por un lado, a Terence Davies y su filme Of Time and the City (2008). Gracias al uso de metraje histórico referido a distintas épocas –y recordando que, según Weinrichter (El documentalismo 10), el cine de metraje encontrado nos sitúa en el ámbito del cine de vanguardia– la ciudad de Liverpool adquiere una atmósfera de viaje en el tiempo que transmite una variedad de emociones y de elocuentes reflexiones intelectuales. Por otro, en el filme Lost Book Found (1996) de Jem Cohen, el ritmo signado por los recuerdos de extrañas inscripciones en un libro encontrado y posteriormente perdido, parece atar una disparidad de espacios y de tiempos relativos a la ciudad de Nueva York. El ámbito de lo ensayístico recuerda el interés de Alexander Kluge (El contexto 26) por esa circunstancia de espacio, modo y tiempo llamada esfera pública. Al ser aquélla condición de aptitud de toda comunidad, Kluge incita a no menospreciar la contradicción intrínseca entre los procesos sociales comandados por el valor de la mercancía y ese tiempo finito de la vida, donde la necesidad del sueño, el cuerpo, el intelecto, la sensibilidad, permanecen relativamente constantes (El contexto 13).
IV.-
Convenimos en decir que el cine ensayo comparte, generosamente, la constelación de ideas asociadas a un autor y a su tema, a diferencia de los tradicionales géneros cinematográficos. No se trata simplemente de añadir una imagen a otra, sino de contraponer modalidades de imágenes, al punto de hacerlas aparecer desde una perspectiva distinta de la que fue confeccionada. Este aspecto resulta de particular interés dado que es necesario comprender, tal como expone Català (Estética 178), la verdadera naturaleza de las imágenes, y del material audiovisual en general, para así desestimar las consideraciones que insisten en que el componente oral es el que predomina. Por el contrario, la voz en off adquiere la complejidad de constituirse tanto como un comentario insertado en la imagen, como una forma paralela a la forma visual que da apertura a un espacio de significaciones entre ambos:
«La oración no es lo decible y la imagen no es lo visible, sino que se trata de la combinación de dos funciones que han de ser definidas estéticamente –es decir, mediante la forma en que ambas descomponen la relación de carácter representativo que existe entre el texto y la imagen−». Podemos decir que la estética del film-ensayo se basa en gran parte en este proceso de descomposición que da lugar a unas nuevas coordenadas del texto y la imagen. Es un modo de exposición que surge del insólito territorio que compone el propio proceso de reordenación de esas coordenadas (Català, Estética 178).
Este es un insólito territorio que supone, a la vez, la materialización de una subjetividad pensante a través de la «conjunción voz-imagen» (Català, Estética 179).
Así lo recuerda la voz de una mujer al componer un relato desde los recuerdos de un amigo cineasta en Sans Soleil (1982) de Chris Marker. El espectador es sorprendido en el prefacio del ensayo cuando la descripción de una apacible imagen de tres niños caminando en algún paraje islandés hacia 1965, demarca la afección del autor por la misma –Marker la define como la imagen de la felicidad– al mismo tiempo que revela su dificultad para asociarla a otras imágenes. Seguidamente, con la previa anteposición de un plano negro íntegro, se le descubre al espectador la imagen de un avión descendiendo por ascensor en el interior de un portaaviones de la marina estadounidense para, finalmente, recobrar el negro absoluto. La voz en off en el fragmento citado expresa el riesgo intrínseco que acarrea la unión entre las imágenes propuestas por Marker. Sin embargo, parece descansar en que si no recupera el significado señalado, por contraste, en el «entre» imágenes, el plano negro se le presentará como aquel determinante de las relaciones no conmensurables de lo real (Deleuze, La imagen 283). El pasaje a una completa opacidad despliega una suerte de evidencia o de limpidez, a la vez que plantea un problema de expresión. La contingencia de «convertir el acto de ver en cosa visible», recuerda que es nuevamente Valéry (Triunfo 178) quién, a propósito de la extraña armonía de los colores en la pintura de Manet, sugirió: «es razonable que sólo los ciegos discutan de ello como discutimos todos de metafísica; pero los videntes saben que la palabra es inconmensurable con lo que ven».
El asalto indirecto de la voz en off en el prefacio de Sans Soleil invita a un diálogo privado a partir de lo cual el espectador gana dimensión de esa multitud silenciosa e invisible de la que forma parte (Montero, Points X). Es en el corte, en la diferencia, en la creación de un espacio vacío con su impensado cuestionamiento, donde se revela esa forma perteneciente al inventario de la modernidad que es el montaje, y donde entrever que los planos de cine también recogen lo no pensado de una época; lenta construcción de sentido que se elabora en el tiempo y se modifica en función de los horizontes de lectura. Aumont insiste, en este sentido, en la capacidad del cine para producir, a la par, el punto de vista y la revelación, el sentido y la negación del sentido:
Desde siempre, o sea desde el tiempo mítico de su invención (donde los Lumière realizaron la profecía), el cine es un avatar del ojo móvil e indefinidamente variable; la puesta en escena –teatro o no, pintura o no− ha sido el dominio privilegiado de efectuación de esa mirada. Pero el cine es también, más oscuramente, el sitio y la herramienta de un surgimiento imprevisto y en parte indomado, de algo diferente de la vista encuadrada, de algo que proviene de lo real, que lo manifiesta (evidentemente sin poder «encuadrarlo») (El cine 120).
Tal como expresa el autor, si hacer un filme se basa en idear una «trampa» en las redes de la cual algo de real puede advenir, interesa en especial atender a cómo el gesto del realizador, si continúa siendo una puesta en escena, ya no lo es sobre el modo del cálculo sino de lo que adviene (Aumont, El cine 120). En este sentido, el plano negro de Marker en Sans Soleil no deja de hacer advenir ese «negro absoluto» presente en el retrato de Berthe Morisot, ese negro que, en términos de Valéry, «no tiene más que Manet» (Triunfo 178). Resonancia todavía audible a propósito de su retrato de Berthe Morisot, que insiste en recordarnos cuánto ignoramos las consecuencias de una mirada que rozó furtivamente.[9] Acaso, quizás, un perfil del verdadero rostro del tiempo.
Hacia el final de estas reflexiones, nos interesa señalar que los breves extractos de filmes trabajados −aún distantes en el tiempo−, sostienen al día de hoy una singularidad poética que permite pensar el cine. Acordamos con Aumont, en A quoi pensent les films? (1997), cuando expresa que los filmes sobre los que se reflexiona no son seleccionados en virtud de su ejemplaridad sino que, por el contrario, permiten una aproximación a sus cualidades individuales en torno a lo cual dar dimensión al enigma y a la atracción que suscitan aún hoy.
Notas
[1] Si bien el término fue acuñado por Richter, es en ocasión del filme Lettre de Siberie (1957) de Chris Marker que André Bazin adapta la fórmula de «un punto de vista documentado» de Jean Vigo –expresión con que designa a su filme À propos de Nice (1930)− para definir la originalidad de la película de Marker en términos de «un ensayo documentado por el filme».
[2] Según expone Aumont, el découpage cinematográfico es la herramienta de regulación, que hace corresponder la puesta en escena con el guión, y que el cine inventó para sustituir el punto de vista obligado propio del ámbito estético y formal del teatro (El cine 46).
[3] [Nota en texto original] Un fifrelin: del alemán pfifferling; en francés girolle, moneda de poco valor. En español rioplatense equivale a una chirola. En sentido figurado significaría algo de poco valor (una nada). También remite al cuadro Le fifre de Manet (Godard, Historia(s) 129).
[4] Amistades producto de los estrechos vínculos entre pintores y poetas, y de la apasionada intensidad detrás de ellos propia de la Francia del siglo XIX. Bataille hace hincapié en que allí el escepticismo fue más profundo y la evidencia del colapso de las tradiciones pasadas fue más tangible (Manet 59).
[5] En este sentido, pueden resultar de interés las ideas de Bresson en relación con los «modelos expresivos involuntarios» (Bresson, Bresson 277). Consideraciones que lo llevaron a apartarse de un trabajo en torno a la pose para una mejor apreciación de la esencia contenida en las palabras y en los gestos (Bresson, Notas 65).
[6] « Quite unexpectedly, the figure of Berthe Morisot in The Balcony rose like a star calmly sailing amidst the clouds of night sky» (Bataille, Manet 121).
[7] « Every discovery that changes the nature, the destination of an object or of a phenomenon constitutes a surrealist fact» (ctd. en Hauptman & O'Rourke 1).
[8] « A landscape is both day and night» (Hauptman & O'Rourke 7)
[9] En su estudio sobre la estética del cine ensayo, Catalá finalmente señala que no se trata de inducir ideas en la mente del espectador y sugiere: «El espectador se pone en contacto con el imaginario a través de una reorganización de los tiempos: presente y pasado se reactivan mutuamente para producir un escenario en el que actúan ideas que nunca dejan de estar impulsadas por emociones» (Estética 543).
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Referencia electrónica
Llarrull, María Florencia. «Mise-en-scène y escritura auténtica». Hyperborea. Revista de ensayo y creación. 1 (2018): 80-96. https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/mise-en-scene-y-escritura-autentica-64