Cécile Wajsbrot
-. Interludio
Por la noche, en la High Line, el espíritu de los lugares acude como un espectro a los cafés y las tiendas de moda del Chelsea Market para hacer presente un pasado de prostitución. Acude a abrazar el paso del tiempo. Los depósitos refrigerados terminaron siendo obsoletos y, después, abandonados. Después, transformados en oficinas que eran modernas para la época pero obsoletas para la generación siguiente. Así funciona el gran ciclo de la ecología arquitectónica, de reciclaje en reciclaje, a veces con los fosos de las demoliciones a la espera. De pronto, aparecen grúas y excavadoras, se inicia un proceso, cascos de seguridad, obreros, ruido de motores, el trabajo continuo durante la noche bajo proyectores de luz blanca y, un día, la metamorfosis llega a su término. Nadie recuerda lo que había allí antes, el olvido acontece rápido, en los lugares, la memoria no se instala más que en el vacío provisorio, en la ausencia, pero en tanto que una nueva presencia reemplaza a la anterior, el espíritu se aboca a los requerimientos en uso, aparecen los consumidores, aquellos cuyos pasos nunca los habrían conducido a través de los pasajes cubiertos junto a la antigua vía de suministro de los productos lácteos y, de allí más, no cesan de regresar — la High Line ha creado su clientela.
Cada año, en la primavera, llegan voluntarios para cortar la hierba que preservó el hábitat de los pájaros en su refugio pasajero durante el invierno. La gran limpieza primaveral dura un mes. Incansables, con lluvia o con viento, con buen tiempo, los voluntarios cortan y desmalezan, amontonan —la vegetación acumulada será transportada por agua a Staten Island, donde se reciclará y convertirá en un compost que retornará al centro de la ciudad o a otro sitio como abono de otros suelos. A medida que se juntan las plantas arrancadas, se descubre la vía del tren, recordatorio de la pretérita existencia de la High Line, ¿o, mejor dicho, de su pretérita identidad? Pero los árboles permanecen. En el arce de tres flores, tan extraño en Europa como en América dado que proviene de China, la delicada corteza se desprende del tronco y dispone a sus pies mientras que, en el otoño, las tonalidades rojas se dispersan hasta apoderarse y cubrir por entero el verde. La mayoría de la gente pasa de largo sin ser del todo consciente de tal peculiaridad, cargando sin embargo y pese a ellos mismos un poco de su presencia; así pues, experimentarán un giro en sus pensamientos que los sorprenderá: un interés hacia la filosofía china, el deseo de ver las grullas de Manchuria. Y ese edificio, ese sólido paralelepípedo con sus nueve departamentos en dúplex diseñado por un arquitecto japonés, Shigeru Ban, conocido por sus construcciones temporarias hechas con materiales efímeros para servir de refugio a las víctimas de catástrofes naturales. Iglesias de papel, catedrales de cartón, viviendas de emergencia tras el terremoto en Kōbe, y la llegada a Kenia de los refugiados de Somalia o de Sudán. Pero también construye con materiales sólidos, el Seine Musicale en Boulogne Billancourt, y ese otro edificio que se ve desde la High Line, el Metal Shutter House. De las construcciones provisorias ha conservado el aspecto cambiante. Tiene persianas metálicas que pueden cubrir por completo, en parte, o dejar por entero al descubierto enormes ventanales. Así, el edificio no presenta nunca la misma apariencia, con una segunda fachada que se eleva, desciende, modificando la fisonomía del conjunto mientras que la caída del sol concede al muro lateral sus reflejos dorados.
-. Capítulo IV
Las orillas de un lago, me decía, sentada en ese café con enormes ventanales a la plaza donde se estaba armando el mercado de Navidad, uno de los más antiguos de Alemania, si había comprendido bien, estábamos en noviembre y la luz mermaba pero siempre quedaba algo de claridad, en el Kulturpalast, y el paso de los tranvías, el ajetreo de la ciudad —como si todos, siempre, quisieran estar yendo hacia algún lado— me gustaba. Las orillas de un lago tienen algo tranquilizador y triste, un sentimiento de nostalgia nacido de la calma de las aguas, acaso, de la ligera ondulación que las atraviesa, una suerte de movimiento estanco que lleva a preguntarse qué esconde. En la compleja geografía de los antiguos Infiernos, ¿no era un lago lo que con frecuencia disimulaba la entrada? Entre los lagos, el Averno gozaba de cierta preferencia, un lago volcánico, más profundo, aún más misterioso. Turner había pintado una representación del mismo en una escena protagonizada por Eneas y la Sibila de Cumas. Con una diferencia de unos veinte años, había realizado dos versiones, diferentes esencialmente en los colores, en tonos mayormente pasteles amarillos y anaranjados una de ellas, en tonos azules la otra. Había una tercera versión, menos explícita, titulada Le Rameau d'or, veinte años posterior, de hecho, allí el lago se veía en el fondo mientras que los árboles, el acantilado y las siluetas humanas adquieren mayor importancia, a la vez que los contornos se difuminan. Recordaba vagamente que el descenso de Eneas a los Infiernos se encontraba en el canto VI de la Eneida. El Virgilio que Mr. Carmichael leía —al fin de cuentas, podría haber sido la Eneida—hizo que Eneas se acercara por mar a la cueva de la Sibila. El resto, me costaba recordarlo. Pero en ese café lejos del mar y de los lagos, me encontraba ligada al mundo acuático por la gracia del wi-fi y busqué sin tardar mucho tiempo hasta encontrar un sitio donde el texto estuviera frente a mis ojos, la cueva de la Sibila, sus mandatos para ganar los Infiernos, y esta evocación. «Había una profunda caverna, monstruosamente tallada su inmensa boca en la roca, defendida por un negro lago y por las tinieblas de los bosques. Ave alguna podía elevarse impunemente en vuelo sobre ella, de tan fétidas las exhalaciones de sus oscuros desfiladeros, elevándose hacia la bóveda celeste.» Por qué, de repente, pensaba en ese lago que me había sorprendido, después de lo que me había resultado un largo trayecto desde la estación de una pequeña ciudad a través del bosque, en ese lago en las afueras del campo de Ravensbrück. Había caminado por ese campo convertido en un lugar de la memoria y no fue el extenso muro, ni las estatuas monumentales, ni los monumentos y sus columnas, ni las fotografías documentando lo que había ocurrido, ni los testimonios, ni el rostro de los supervivientes lo que había originado esa angustia de la que no pude librarme durante toda la visita —visita, ¿era la expresión apropiada?—, fue el lago, tan próximo, su aspecto apacible, la monstruosidad de esa paz, tan cercana a las fétidas exhalaciones de sus oscuros desfiladeros. Entonces, me dije que también había sido en la orilla de un lago donde tuvo lugar la reunión que decidió la solución final. De regreso a la estación, había distinguido el edificio abandonado —un cubo vacío— de ese supermercado, lindante con el bosque, en las inmediaciones del campo si bien a algunos cientos de metros de distancia, cuya cercanía había provocado un escándalo, sin haber finalmente abierto. Curiosamente, el escándalo se había originado después y no antes de la construcción, por lo que permanecía allí, abandonado como los edificios altos de Prípiat, testigo de una vida y de un comercio que nunca habían tenido lugar, así como la noria de Prípiat era testigo de festejos que nunca tendrían lugar —nunca más.
El Elba estaba tan presente en Dresde, que no existía una necesidad imperiosa de lagos aunque había muchos en los alrededores; incluso descubrí un sitio en la internet que enumeraba los lagos de Sajonia, Land del que Dresde era la capital, y que ofrecía una clasificación a partir de una encuesta donde resultaron ganadores los de las afueras de Leipzig, una ciudad que rivaliza con Dresde; era la página de un sitio más general enumerando los lagos de Alemania —en cuyo top ten, un lago de Sajonia ocupaba el cuarto lugar, y se encontraba asimismo en las afueras de Leipzig. Por mi parte, iba a la deriva, en torno a los lagos, lejos de los lagos, en ese verano, la filósofa Ágnes Heller, mientras pasaba sus vacaciones a orillas del lago Balaton, un día salió a nadar y no regresó. La noticia se había publicado en esos términos. En los diferentes idiomas que yo conocía se decía igual. Fue a nadar y no regresó. No regresó. Podríamos imaginar que alcanzó la otra orilla para desaparecer y llevar otra vida —pero el lago se extendía por doce kilómetros y ella acababa de festejar su nonagésimo aniversario. Más tarde, se halló un cuerpo que identificaron como el suyo. Por lo tanto, las opciones posibles son la fatiga, la enfermedad —aun cuando el examen médico no haya revelado ningún signo al respecto—, y la elección deliberada. Desde ya que las circunstancias de su muerte no constituían lo esencial en consideración de los textos que había escrito, los discursos pronunciados, la lucha en contra de la dictadura, pero completaban la imagen de una vida dedicada a la libertad y era inevitable pensar que ella había ejercido dicha libertad hasta el último momento.
— Antes de The Edge of the World, Michael Powell había filmado algunas películas –obras de juventud, como suele decirse. En particular, The Phantom Light en 1935.
— La película comienza con la imagen de un tren. Solo, en su compartimento, un hombre observa un trozo de papel donde está escrito: Chief lightkeeper, Guardián en jefe del faro. El tren llega al país de Gales.
—The Edge of the World, una película que también comienza con un arribo, por mar.
— Aquí se trata de tierras. No es sino después de un viaje un poco extenso que se llega al mar.
— El faro, dicen, está embrujado, ha sido escenario de muertes misteriosas. Al caer la noche, la luz del faro se apaga. Y una luz fantasmagórica aparece en las rocas donde se estrellan los barcos.
— Un faro en alta mar, vistas extraordinarias de aguas arremolinadas —agitadas— a través de la lente — un ojo vidriado que vigila —, la luz parpadea en la noche, el barco se balancea por efecto del oleaje del mar.
— La película se filmó en un faro de la costa galesa, aprovechando todos los recursos del lugar, como la vertiginosa altura el empinado muro visto desde la agitada superficie del mar, las imponentes máquinas, las escaleras interiores, las barandillas exteriores, los desniveles, las cuerdas, los muros y las superficies lisas.
— La noche, el mar — y la luz del faro...
Lo que yo hacía en Dresde podría haberlo hecho en París, a decir verdad, ¿necesitaba acaso estar en otro sitio si pasaba las horas delante de mi computadora y las bellezas de Time Passes?, pero lo que me había empujado a partir todavía estaba en mí y me incentivaba a retrasar, independientemente de los términos de la beca, un regreso que sabía que sería inevitable. Cargaba con los sueños y los espectros, las revelaciones, las visiones. En el café que se había convertido en mi favorito, había clientes que comenzaba a conocer o, mejor dicho, a reconocer, y ellos también me reconocían a mí. Uno de ellos, no hace mucho tiempo atrás, se acercó y me preguntó si yo escribía. No, le dije, hago traducciones.
That dream, then, of sharing, completing, finding in solitude on the beach an answer, was but a reflection in a mirror, and the mirror itself was but the surface glassiness which forms in quiescence when the nobler powers sleep beneath?
Ese sueño, pues, de compartir, concluir, descubrir en soledad una respuesta en la playa ¿no era sino un reflejo en un espejo y, el espejo mismo, sino la superficie de vidrio que se forma en completa quietud mientras las nobles potencias duermen debajo? Las palabras, aquí, son relativamente simples pero la frase no lo es. ¿Entonces, ese sueño de compartir, concluir, de dar en soledad con una respuesta en una playa sería más que un reflejo en un espejo y, el propio espejo, más que la superficie vidriada que se forma apacible mientras las potencias más nobles permanecen adormecidas debajo? ¿Y, el propio espejo, la superficie vidriada que se forma apaciblemente cuando nobles potencias, debajo, cuando las nobles potencias, debajo, permanecen adormecidas? Lo intento pero, en cada intento algo suspende, impide la fluidez del conjunto. Y esa palabra imponente, quiescence, es extraña al mismo tiempo que intransmisible mediante la banalidad de lo apacible. Apaciblemente es un poco mejor por ser más larga. Si bien, ella también es imperfecta. Habrá que resignarse a continuar sin, en verdad, haber hallado.
Impatient, despairing yet loth to go (for beauty offers her lures, has her consolations), to pace the beach was impossible; contemplation was unendurable; the mirror was broken.
Impaciente, desesperado, pero renuente a irse (ya que la belleza ofrece sus señuelos, en posesión de sus consolaciones), andar por la playa era imposible; la contemplación era insoportable; el espejo estaba roto. ¿Acaso la belleza presenta sus señuelos? Lo que el texto, la novela, el autor, parecían decir era que la respuesta ya no podía hallarse como antes en la calma de la naturaleza. Ya no había calma. ¿Alguna vez la había habido? ¿No era ilusorio creer que andando por la playa se hallarían respuestas? Y, en mi caso, ¿podía creer que no encontraría en Dresde lo que rehuía en París? De hecho, ¿no había creído ver, no había visto en verdad una silueta en la noche? Desde entonces, tomaba desvíos para no volver a pasar por esa calle, fingiendo creer o creyendo que esa silueta pertenecía a la calle y no a mi vida.
[Mr. Carmichael brought out a volume of poems that spring, which had an unexpected success. The war, people said, has revived their interest in poetry.]
[Mr. Carmichael, esa primavera, sacó un volumen de poemas que alcanzó un éxito inesperado. La guerra, decían, había reavivado el interés en la poesía.] ¿Una ironía? Por cierto, toda una generación de poetas había nacido durante la Primera Guerra mundial. Los llamaban war poets, los poetas de la guerra, pero además porque muchos de ellos, como Sassoon o Rupert Brooke, Wilfred Owen, habían perecido en esa misma guerra. Woolf había conocido a Rupert Brooke cuando aún era Virginia Stephen, y habían jugado juntos cuando niños, en St Ives — en Cornualles —, sin dejar de verse desde entonces. A él no le gustaba Bloomsbury y a Bloomsbury no le gustaba él, escribe Virginia Woolf en una carta fechada el 8 de abril de 1925. No pensé que sería poeta, agrega, advertí que era ambicioso e imaginé una carrera política en la cual quizá se dedicaría en su tiempo libre a editar los clásicos. Sus poemas, en la época, eran all adjectives and contorsions. No eran sino adjetivos y contorsiones. Debería releerlos, concluye. ¿Acaso lo hizo? Nos queda la duda. Como sobre la noche que no menciona en sus cartas ni en su diario cuando, al parecer, Rubert Brooke le propuso ir a nadar desnudos en un estanque.
Entonces, yo salía poco por las tardes y no se debía al frío, a la humedad o a que se hiciera de noche. A veces cruzaba el Elba pensando, sin saber bien por qué, que del otro lado nada me perseguiría, quizá porque la ciudad, pese a la majestuosidad de los edificios sobre ese río, parecía vivir sobre todo en el presente, con sus calles bulliciosas, sus cafés, su juventud, sus lugares alternativos, y así me zambullía en los deleites del descubrimiento y el olvido. Sin embargo, al regresar, por el puente, al ver las torres y las cúpulas recortándose en la oscuridad, las formas que habían hecho y aún hacían a la reputación de Dresde, me sentía presa de una especie de angustia hasta que llegaba a mi habitación, cuya sobriedad parecía alejar los fantasmas.
Fue allí cuando, una noche, encontré en YouTube la película de Michael Powell, The Phantom Light, repleta de escaleras y puertas, ventanas, rostros difíciles de reconocer en la oscuridad, linternas cambiantes, bruma, campanas y movimientos desordenados. Un faro, ocho años después del de Virginia Woolf. La secuencia más espectacular transcurre hacia la hora y nueve minutos, algo menos que cuatro minutos antes del final, cuando el faro se ilumina y la película no es más que tomas de la lente del faro, de rostros, del barco que va en camino a estrellarse contra las rocas, para volver a la lente, la luz que se enciende, las olas, el encuadre que deja ver el brutal cambio de dirección del barco, las olas, la estela en el mar, la lente, la maquinaria, la oscuridad absoluta, la lente, y tras esos cambios incesantes que no duran más que unos treinta segundos, la calma reestablecida — el barco ha retomado su curso. Por cierto, ese faro era más novelesco, aventurero, y mucho menos existencial, metafísico, que el de Woolf pero advertí una señal en él, al haber encontrado esa película por azar, en medio de búsquedas aleatorias en las que no había introducido la palabra faro ni la palabra lighthouse —la señal de que traducir ese texto en ese momento de mi vida encerraba un sentido.
El dibujo que representa una especie de H, dos espacios verticales unidos por un espacio horizontal, se encuentra en las notas previas de Virginia Woolf a To the Lighthouse. En marzo de 1925, Mrs. Dalloway acababa de salir. Two blocks joined by a corridor. Time Passes es ese corredor. El tiempo pasa por un simple corredor. Como esos paréntesis agregados en segunda instancia y que contienen los sucesos que habríamos creído esenciales, esos que constituyen la acción en las novelas tradicionales — el matrimonio, la guerra, la muerte. Ese corredor, inevitablemente más vasto que los dos bloques que une, ¿no es acaso el núcleo de la novela, de lo que Woolf prefería llamar una elegía? El paréntesis aísla lo que ésta contiene. Pero, ¿para convertirlo en el elemento de una zona secundaria o de algo que advertimos porque se encuentra aislado del resto, revestido con un estatuto particular? Virginia Woolf escribe en alguna parte, he olvidado dónde, que el paréntesis permite llamar la atención hacia dos acontecimientos que transcurren al mismo tiempo.
Desde el puente que cruzaba una noche, más tarde que de costumbre, siguiendo un itinerario que entonces conocía, miré las oscuras aguas del río cuyo lento movimiento tenía algo de tranquilizador. Entonces, creí sentir un roce, una presencia, un cambio de atmósfera imperceptible y, luego, nada. Quizás el viento había soplado con más fuerza junto a mí, pero no había nadie. Volvió a repetirse la misma sensación, un poco más adelante, así que aceleré el paso. Y algo como una voz susurrando palabras indistintas. La voz era clara o, mejor dicho, estaba segura de escucharla, y de que no provenía de un pensamiento interior.
¿Esa forma, delante de mí, acaso era ella? ¿Había una forma? No había nadie caminando, ningún automóvil, como si todo se hubiese detenido —la ciudad de Dresde en suspenso, entre el pasado y el presente. ¿Y el Elba? No distinguía nada en la noche, ni siquiera la corriente que me había calmado, el flujo incensante de la fuente hacia el mar. Miré a un lado de la fuente, pero el agua estaba tan misteriosamente inmóvil como del otro lado. Ni siquiera las nubes se movían, el cielo estaba uniformemente cubierto, sin estrellas y, la luna, ¿dónde estaba? Imposible escapar al encuentro. Si alguien hubiera pasado, no importaba quién, no habría dudado en pedirle que me acompañase hasta mi hospedaje. Hospedar, nunca antes había comprendido tan claramente el sentido de esa palabra, una protección contra las contingencias externas. Pero no había nadie, debía llegar sola a lo que me parecía un refugio inaccesible; todavía quedaba la mitad del puente por atravesar y, aun cuando el edificio con la gran puerta estaba próximo al río, debía sin embargo avanzar algunos metros, pasar por una calle poco transitada incluso de día, y rodear un grupo de edificios antes de encontrar la calle donde vivía —donde me alojaba temporalmente.
¿Qué haces aquí? ¿Eres tú en verdad?
Imposible saber si estaba hablando en voz alta, ya no podía distinguir entre la palabra y el pensamiento. Un contacto extraño se instaló más allá de las palabras o, mejor dicho, más allá de su sonido. Bastaba con pensarlas para que pudieran escapar en dirección a su destino — pero esto aún era demasiado preciso para describir un proceso imperceptible, inasible.
¿Yo? dijo ella. Ya no sé lo que es.
¿Pero te encuentras aquí por mí?
No entiendo. Somos indistintas.
¿Nosotras? ¿Quiénes?
Nosotras, no conozco nada más.
¿Vives allí?
Vivir no tiene sentido. Flotamos, andamos.
¿Errar? dije.
No lo sé, dice ella. Estoy buscando el mar. ¿Sabes dónde queda?
Señalé el otro lado, que se alejaba de Dresde y sus alrededores para dirigirse hacia el norte y Hamburgo, ensanchándose aún más hasta llegar al Mar del Norte. Desapareció. Miré hacia el mar distante, ansiando distinguir otra vez una forma, incluso apenas esbozada, pero no había nada y su desaparición me dejó una mezcla de alivio y de pesar.
— Es un largo viaje, una especie de círculo trazado en Europa más allá de los mares. Bruselas, luego Guernesey, después, otra vez Bruselas — antes de retornar a París.
— Como Les Misérables, como Les Travailleurs de la mer, una novela escrita en el exilio –la última en tales circunstancias — L'Homme qui rit. Casi la última novela. Después, no habría otra más que Quatre-vingt-treize.
— «Este libro, dice Hugo, escrito mayormente en Gernesey, se comenzó en Bruselas el 21 de julio de 1866 y se terminó en Bruselas el 23 de agosto de 1868.» L'Homme qui rit apareció al año siguiente y no tuvo mucho éxito. «¿Soy yo quien está equivocado? ¿Es mi época la equivocada?», escribe Hugo. La duda se disipa rápido. En la siguiente oración responde. «Si creyera que estoy equivocado, guardaría silencio.»
— El capítulo once del segundo libro —titulado Les Casquets— contiene la descripción de un faro semejante al de Eddystone, en Cornualles, aunque más cerca de Devon que de St Ives. Un faro que Hugo dibujó, además de haberlo descrito.
— «Un faro del siglo diecinueve es un cilindro conoidal de cemento y gran altura, rematado por un mecanismo científico de iluminación.» «En el siglo diecisiete, un faro era una especie de penacho de la tierra al borde del mar.» «La arquitectura de la torre de un faro era magnífica y extravagante.»
— Al citar la divisa del faro de Eddystone, Pax in bello, Hugo agrega: «Esta declaración de paz no siempre conllevó el desarme del océano», antes de evocar la primera construcción de un faro sobre esas rocas, que Winstanley financió él mismo, frente a Plymouth. «Una vez finalizada la torre del faro, se introdujo en su interior y la puso a prueba en medio de una tormenta. La tormenta llegó y se llevó el faro y a Winstanley.»
— Existieron dos versiones del faro antes del que podemos ver hoy en día, concebida por James Douglass e inaugurada en 1882 —el año del nacimiento de Virginia Woolf.
Night after night, summer and winter, the torment of storms, the arrow-like stillness of fine weather, held their court without interference.
Noche tras noche, en verano y en invierno, el tormento de las tormentas, la quietud como una flecha del buen tiempo, ofrecían su espectáculo sin interferencias. Se ofrecían como un espectáculo sin interferencias. Noche tras noche, en verano como en invierno, el tormento de las tormentas, la flecha inmóvil del buen tiempo, desplegaban su espectáculo sin interferencias. Noche tras noche, en verano o en invierno, el tormento de las tormentas, la inmóvil flecha del buen tiempo, ofrecían su espectáculo sin interferencias. Tantas vacilaciones, tantas estimaciones. La aproximación transcurre gradualmente, en etapas sucesivas, como un aterrizaje, descenso lento, a veces se remonta vuelo — una versión retocada peor que la precedente —, luego se retoma la altitud anterior y se continúa descendiendo, hasta alcanzar el alivio del momento en que las ruedas al fin tocan el suelo. Desde ya que la imagen no es exacta. Al fin y al cabo, todo depende de cómo se la interprete. La traducción evidemente no se encuentra por encima del texto original, sino que planea, flota libre en una primera instancia y, poco a poco, se aproxima a la base, la restitución del texto está a la vista, gana consistencia, las formas se distinguen con mayor precisión, y llega el momento en que descansa en una base sólida, en suelo firme. Sin interferencias significaba que ninguna presencia humana llegaría a perturbar la sucesión de las noches —ninguna luz artificial— ni a diferenciar el verano del invierno. ¿Había existido antes, en la literatura, semejante evocación de un paisaje, de un clima, de una casa sin habitantes? Innecesarias las explicaciones —y, de allí, que las pocas frases entre paréntesis extendían un delgado hilo de tiempo humano, Time passes evocaba la primera zona de exclusión, la primera devastación y poco importaba desconocer la causa, en ese universo sin habitantes todo era coherente, todo era consistente, la lógica era inquebrantable, no era que nada hubiese cambiando sino que no existían las interferencias —como, varias décadas más tarde, en alguna parte en Ucrania, no habría más interferencias. Dejando al descubierto lo eufemístico de los slogans actuales que aspiran a despertar conciencias, ahora dicen que, en el planeta en peligro, no era el planeta sino la especie humana lo que estaba en peligro.
Estaba en Dresde. De repente, al fin percibí la lógica como una forma de lógica. ¿Me encontraba en una ciudad alguna vez destruida por bombardeos aéreos, traduciendo un texto que, a su modo, hablaba sobre la destrucción del tiempo y de la destrucción del tiempo por los hombres, de la desaparición de los habitantes de una casa que representaba una desaparición más vasta, una ausencia más absoluta? Por cierto, yo lo había mencionado en la solicitud de la beca pero en aquel entonces era un pensamiento abstracto. Ahora, lo vivía, observaba las casas, los edificios que, hasta ese momento, me habían parecido un mero telón de fondo de mis errancias —dejando de lado ciertos lugares precisos, como el café del Kulturpalast—, como seres por derecho propio, como recién llegados o supervivientes, según aparentaran pertenecer a antes o después de la noche de febrero de 1945, cuyo recuerdo, conmemorado cada año, sobrevolaba como un espectro la ciudad. Ciudad de espectros. Espectros del pasado, del futuro —con esos grupos que se reunían, semana tras semana, en un sitio transformado en un campo atrincherado, donde se refugiaban quienes querían que el tiempo permaneciera inmóvil como una flecha... Paradójica esa arrow-like stillness, mas creí entender que se trataba de una alusión a la paradoja de Zenón, aquélla sobre Aquiles y la tortuga; si se dividía la duración del tiempo en instantes, en cada instante la flecha permanecía inmóvil, aunque de hecho se desplazara, como Aquiles, que nunca alcanzaría a la tortuga que se adelantó a partir— incluso si, en efecto, la alcanzara.
Desde entonces, atenta a la ciudad, compartía mi tiempo entre la inmovilidad (en mi habitación o en el café del Kulturpalast) y las errancias durante las cuales iba trazando un círculo cada vez más amplio —en busca de algún sentido, una explicación, en busca de una presencia. A la espera en cada momento, de día y de noche por las calles, a ver, a volver a ver, esa forma que me había seguido o rozado, a quien le había hablado, y que parecía haber desaparecido por completo. Alguien que no se parecía a esa amiga pero que la evocaba. Una coincidencia entre mis recuerdos y mis pensamientos. La materialización de dicha coincidencia, de esa superposición mental. ¿Cómo si no existiera? ¿No sería más que una emanación originada en mi recuerdo, en la necesidad de reencontrar alguna cosa que no hubiese desaparecido por completo? ¿Un resto del cuerpo, un resto de la mente? Pero, ¿por qué después de varios días, a partir de que yo no pensaba ni más ni menos en ella que cuando apareció por primera vez, nadie se aparecía? ¿Era necesario regresar al puente? ¿No podía percibirla y hablarle más que en los lugares intermedios, entre dos ríos, dos mundos, entre el presente y el pasado?
Y luego de haber evocado la batalla de los vientos, el universo furioso por la noche, las olas monstruosas batiéndose en las tinieblas, todos los sonidos que podían oírse en las habitaciones vacías de la casa, llegó el jardín de la primavera, semejante a sí mismo.
Violets came and daffodils.
Las violetas aparecieron, y los narcisos. Había violetas y narcisos. Las violetas crecieron, y los narcisos. Las violetas llegaron, y los narcisos. Sí, así está mejor.
But the stillness and the brightness of the day were as strange as the chaos and tumult of the night,
Pero la quietud y la luminosidad, no, es necesario preservar la rima, pero la tranquilidad y la luminosidad del día eran tan extrañas como el caos y el tumulto de la noche,
with the trees standing there, and the flowers standing there, looking before them, looking up, yet beholding nothing, eyeless, and so thus terrible.
eran tan extrañas como el caos y el tumulto de la noche, con los árboles allí presentes, y las flores allí presentes, mirando delante de sí, mirando hacia lo alto, aunque sin ver nada, sin ojos y, así, terribles.
¿Quién miraba? ¿Los árboles? ¿Las flores? ¿La tranquilidad y la luminosidad del día? El participio presente no expresa número. Singular o plural, permanece igual. ¿Qué hacer entonces? Releer la frase.
But the stillness and the brightness of the day were as strange as the chaos and tumult of the night, with the trees standing there, and the flowers standing there, looking before them, looking up, yet beholding nothing, eyeless, and so thus terrible.
El sonido ing repetido. Una escansión implacable. Pero la tranquilidad y la luminosidad del día eran tan extrañas como el caos y el tumulto de la noche, con los árboles presentes allí, las flores presentes allí, mirando delante de sí, mirando hacia lo alto, aunque sin ver nada, en tanto sin ojos, tan terribles. No estaba tan mal pero ese en tanto, allí, agregando algo, una explicación ausente en el texto de Woolf, eyeless, la palabra se presentaba sola, concisa, autosuficiente, en posesión de su propia explicación pero ¿en castellano? ¿Podría decirse: aunque sin ver nada, sin ojos y terribles? sin ojos y tan terribles. Aunque si ver nada, sin ojos, y terribles. Me parecía que en tanto era preferible.
Este orden aparente, más terrible que el desorden, acaso no es igual al de la zona de exclusión alrededor de Chernóbil, la naturaleza recobrada, las especies en abundancia, una exuberancia tranquila, con los árboles presentes allí, las flores presentes allí, y mirando sin ver... La naturaleza recobrada pero de otro modo, extrañamente inquietante, demasiado presente. Esos árboles que los hombres habrían derribado porque estaban enfermos permanecían allí desde entonces y su presencia tenía ciertas consecuencias para el bosque, mientras que su ausencia habría tenido otras. En los alrededores de Chernóbil había una presencia plena de la naturaleza, desprovista de ausencia o, mejor dicho, había un mundo en el que nada desaparecía. Todo permanecía o se transformaba en la lentitud temporal de la descomposión. Los fantasmas permanecían.
Traducción: Ana Lía Gabrieloni
Las dos secciones precedentes integran la novela Nevermore. Le Bruit du temps, 2021, pp. 107-124.
Agradecemos la muy generosa cesión de los derechos para hacer posible esta traducción y su publicación a Cécile Wajsbrot y a su editor, Antoine Jaccottet, de Le Bruit du temps.
Referencia electrónica
Wajsbrot, Cécile. «Nevermore. [Interludio y capítulo IV].» Hyperborea. Revista de ensayo y creación, no. 6, 2023, pp. 162-172. https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/nevermore-311
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.8401046
Imagen superior: Édouard Manet, L'Évasion de Rochefort, 1880-1881 (detalle).