Visiones melancólicas: Sebald y las imágenes histórico-naturales de la destrucción

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Agustín Villavicencio Arrillaga

Resumen

El interés de W. G. Sebald por las tragedias del siglo XX es conocido por cualquiera de los lectores de sus libros, sin embargo detrás de su novedoso estilo yace una fundamentación filosófica de la historia que se codifica literariamente por la visión de un melancólico. Este trabajo estudia el modo en que se articulan esas imágenes de la poética de Sebald con una visión histórica accesible por una disposición melancólica.

Palabras clave

Sebald — melancolía — historia natural.

Title

Melancholic Visions: Sebald and the Natural-Historical Images of Destruction

Abstract

W. G. Sebald's interest in the tragedies of the twentieth century is known to any of the readers of his books, however behind his original style lies a philosophical foundation of history which is literarily encoded by the vision of a melancholic. This work studies how these images of Sebald's poetics are articulated with a historical vision accessible to a melancholic disposition.

Keywords

Sebald — melancholy — Natural History.

 


 

La novela Los anillos de Saturno (1995) de W. G. Sebald empieza enmarcando una visión: una ventana de un hospital en la cual un enfermo doblegado, desde la cama, contempla el paso del tiempo y sus marcas de destrucción. La segunda página del libro materializa esa imagen en una fotografía: la misma ventana desde un ángulo bajo y diagonal muestra un cielo del todo insustancial (11s). La inmersión en esta imagen repara el movimiento mismo de la poética de Sebald, aquél que va al encuentro con objetos donde la mente melancólica lee el correr de la historia en su dimensión irrefrenable. Lo que puede parecer el apremio del pesimista, es en realidad la cuidada percepción que se disputa un sentido sobre la transición del tiempo en los derruidos registros que deja la materia. La materia de las imágenes, la visión consagrada a una lectura, la recolección de evidencias: todo intercala un autor que indaga una arqueología de lo inaprensible. ¿Qué versión de la historia y del mundo ofrece Sebald? Es aquí donde hay que detener la atención para no apresurar una teoría, sino apuntar a la formación de un mirar que hace del gesto melancólico de la reflexión un registro de la historia natural. Y si bien esta última noción está asentada sobre los presupuestos de Walter Benjamin y Theodor Adorno, en la disposición ficcional de Sebald se juega un corrimiento hacia un horizonte tan personal que el caos se sueña simétrico, como el marco de una ventana. En las visiones que nos dejan libros como Anillos de Saturno o la inicial Del Natural (1988), la melancolía es una intensidad del pensamiento: previo a la racionalidad teórica las mismas imágenes son la forma de la reflexión.[1] Cuadros, libros antiguos, viejos poemas, arquitecturas desvencijadas, recuerdos de guerra, todo sobre el trasfondo de una naturaleza que persiste como el paisaje cifrado de una lógica que se aleja. ¿Cuál es la materia que agrupa a todos estos objetos? De eso se tratan estas visiones que acercan una conciencia trágica a los velos del tiempo.

El sujeto que mira y la conquista de la imagen

Junto a la mirada está el sujeto en actividad, las imágenes son tanto historias de encuentros como incursiones a nuevos escenarios: la visión es consecuencia de una búsqueda, en ocasiones arbitraria o a veces sutilmente determinada. La escritura de Sebald detona sobre estas historias de viajes donde la inquietud incita una reflexión sobre lo visto. El mundo que envuelve al sujeto abre un espacio personal opresivo que obliga a la fragmentación y a la resecuenciación. Esta relación desde el exterior a la imagen interior es parte integral del relato ficcional, una elaboración conjunta que disgrega la visión hacia una formulación por la naturaleza de la realidad: mirar el punto de verdad que subyace en nuestros movimientos. En la filmografía de Werner Herzog, también alemán y contemporáneo de Sebald, se puede encontrar la afinidad electiva por la consecución de viajes que concentran la imagen de lo abrasivo, normalmente una naturaleza cuya crudeza penetra en los mínimos rasgos de la existencia. La visión se transforma, por lo tanto, en la expresión de una condición de contacto donde lo salvaje y opresivo conjuga la pequeñez del sujeto, del personaje o lo voz narrativa. Un encuentro en el que Sebald medita sobre el hábitat temporal que enfrenta el ser humano frente a la continuidad del universo.

Cuando Herzog filmó Fitzcarraldo (1982) escribió una especie de diario donde consignó los sucesos y pensamientos que fraguó en su estadía en la intemperie selvática de Perú: «paisajes interiores, nacidos del delirio de la jungla» (9). Al publicar estas anotaciones las tituló, en referencia a un diálogo de la película, Conquista de lo inútil (2004). El resultado es un libro que incluye las descripciones de la supervivencia agónica de la naturaleza en el estado más primario y las imágenes de la devastación más prosaica de la vida. En un vuelo hacia Iquitos observa el Amazonas y escribe: «Vista desde el avión, la sola dimensión de la selva es aterradora, nadie que no haya estado ahí en persona podría imaginársela. No necesitamos artistas de la sintaxis» (92). La película a su vez es el resultado de una toma directa del entorno, la captación apenas mediada de la opresión natural que enfrenta la mente de un personaje obcecado en los resultados de la cultura. Sin artistas de la sintaxis, Herzog presenta en Fitzcarraldo la transposición inmediata de esta realidad mediante la escenificación de la mirada embebida en las imágenes de la naturaleza. De la misma manera que Herzog mira la selva, su protagonista lo hace. Fitzgerald, con el rostro de Klaus Kinski, se interna en la selva con el sueño de dominar una producción de caucho para construir una ópera en Iquitos con las ganancias; los desafíos que interponen el medio hostil son asimilados bajo el prisma de esta empresa, es decir bajo la visión de una conquista imposible sobre un ambiente salvaje e indómito. La película trueca la aspiración cultural en la imagen de un enfrentamiento bajo la articulación de la observación con el silencio calculado del protagonista: Fitzgerald mira a la naturaleza, elabora un sueño, avanza con cuidado; la hostilidad se imbrica en el desarrollo de una esperanza. En los fotogramas mostrados el protagonista mira a su alrededor, la película capta esta contemplación como un registro de las proporciones donde el individuo se empequeñece por su visión; ante estas desigualdades viene el adagio de la renuncia sintáctica de Herzog. La imagen reemplaza a la sintaxis como una imposición de la visión, es el requisito que marca la veracidad de la obra. El foco de la película suple al credo del diario. Frente a la selva ningún sujeto puede mirar con ingenuidad.

Si bien es imposible especular con la ausencia absoluta de la sintaxis, esto entendido como la estructura basal de un relato, lo que se intuye es una primera función connotativa al señalar una realidad más amplia que la de la simple descripción. La imagen es, en parte, este recorte que la mirada del artista toma en relación con una naturaleza mayor cuyos misterios viene a corresponder su obra. Una imagen de la verdad que en Sebald es también la configuración de un pasado, como lo cuenta en Del natural:[2] «For it is hard to discover/ the winged vertebrates of prehistory/ embedded in tablets of slate./ But if I see before me/ the nervature of past life/ in one image, I always think/ that this has something to do with truth» (81). Este libro es en sí mismo una composición sobre tres horizontes para la vista: el primero sobre las figuras gestuales de los cuadros de un pintor, el segundo sobre la la ensoñación científica de un botánico al internarse en la naturaleza, y el tercero sobre los pasos personales y familiares que un Sebald autor reconstruye al concentrar su vida. La realidad desemboca en más de una cifra para intentar establecer un orden; Sebald se pasea por las conjunciones de distintas disciplinas explorando los giros de una misma duda, su oficio está dado por esta migración entre los elementos. Parece que hay un sentido hermenéutico que se diluye en la procesión de la mirada, cada imagen es un requisito de desentrañamiento que es sobrepasada por una carga de significación, aparece siempre un nuevo estímulo que aleja aún más al pensamiento de una estática de la sintaxis. Es así que la lectura de Sebald puede ser entendida como una crítica de la verdad, «algo que ver con la verdad», cuya comprobación se aleja conforme la oscuridad reflexiva se desahoga en un nuevo movimiento de la visión.[3]

¿Qué es la imagen para un escritor como Sebald? En un primer plano es una poética para la evocación, en otro nivel, con la inserción de fotografías, directamente es posible pensar una retórica ilustrativa del mundo, como lo dice al pasar Susan Sontag.[4] Sin embargo, antes de todo, la relación que tiene la imagen con la palabra debe ser respondida bajo la dinámica de la representación, en la conjunción donde la mirada se implanta en el trabajo textual. Este proceso de figuración es la correspondencia de un pensamiento donde la melancolía adquiere su dimensión mediante la reflexión histórica. Sebald piensa con imágenes, éstas aparecen ya como descripción ecfrástica [5] o como materialidad fotográfica, pero tanto una como otra giran sobre la reflexión que busca la precisión representativa de la naturaleza del tiempo y el espacio humano. Y como forma de pensamiento las imágenes de Sebald no confortan a ninguna teoría ni a la inquietud melancólica, algo elíptico yace en su comunicación figurativa, y terminan perpetuando una serie de digresiones biográficas donde el orden solo es esbozado por los rasgos de la muerte y la destrucción.

La complejidad de esta lectura radica en señalar una unidad representativa en su obra, sabemos de la heterogeneidad de los recursos, pero el punto de unión se dispersa con la misma facilidad que los pasos del caminante sebaldiano. Plantear el problema como una imagen/texto, según lo entiende W. J. T. Mitchell, ayuda a integrar un campo de estudio bajo los efectos de las relaciones. Es decir, que lo que aparece en primer lugar como meramente verbal ejerce sobre un código representacional un vínculo que incluye una tradición visual. En Teoría sobre la imagen Mitchell explaya esta metodología alejándose de la simple comparación o analogía entre «artes hermanas», para pasar a la importancia de la mixtura que se fueron dando dentro de las instituciones y las tradiciones. Esta comunicación entre la cultura verbal y visual sirve para abrir paradigmas de representaciones y pensar no solo una descripción formal, sino también «la función de formas específicas de heterogeneidad» (92). Esta formación metodológica invierte la dirección deductiva y su resultado parte de lograr darle una imagen a la teoría. En esta visualización se juega la densidad semántica con el que el crítico despliega los contenidos descriptivos e históricos por medio de las fisuras discursivas: «La imagen/texto no es ni un método ni una garantía de descubrimientos históricos; se parece más a una apertura en la representación, un lugar donde la historia podría colarse por las grietas» (96). La imagen/texto es el deslizamiento conceptual que propone Mitchell al entablar una dialéctica de las representaciones que interrogue por la condición ontológica de la figura artística, condición que no está dada por algún mecanismo unilateral de significación referencial, sino por la vasta interposición de capas de significantes que no se agotan en un único código ya sea visual o verbal. Algo de lo que Sebald comprende cuando ante cada detenimiento, su perspectiva deviene en reflexión sobre el sentido de la transición temporal en el esfuerzo por descifrar alguna persistencia semántica: es una abertura que rasga un abismo en la mirada.

Lo que se rompe en la historia todo el tiempo es la imagen que trata de conquistar Sebald para una teoría de la destrucción. Una imagen sobre lo inoportuno de lo universal, sobre las contingencias de lo presente, sobre lo ignorado del pasado y sobre la palidez incomprendida del futuro. Contra estas seguridades lucha Sebald al exponer las vulnerabilidades de la representación; como cuando en Los anillos de Saturno visita el memorial de Waterloo en Bélgica y al ver la pintura que recrea la batalla reflexiona: «Así que esto, pienso caminando lentamente en círculo, es el arte de la representación de la historia. Se basa en una falsificación de la perspectiva. Nosotros los supervivientes lo vemos todo desde arriba, vemos todo al mismo tiempo y, sin embargo, no sabemos cómo fue» (142). La pintura vista es una capa de representación que el observador toma como tal y reajusta la perspectiva para comprender que detrás de eso hay otros niveles para descubrir y alcanzar; esa es la tarea asumida por Sebald aunque la melancolía que dispara esa sospecha lo lleve por caminos mustios y trágicos, como el recuento que tras todo monumento belga yacen las monstruosidades de un imperio. Toda imagen asume el papel de la representación de una tragedia.[6]

El trazo del tiempo: la transformación como imagen de la historia natural

¿Qué mira cuando mira el melancólico Sebald? ¿Qué relato se hilvana cuando encuentra la figura que plasma el destino de toda vida? Ya desde el primer poema de su primer libro Sebald distingue una pintura que alegoriza la vulnerabilidad de la carne y los tormentos de la enfermedad y del cuerpo. En el poema hay una mirada sobre una mirada: la del narrador sobre el artista. Se toma una vida que connota las formas de muchas otras y expone una angustia generalizada. Es la estrategia biográfica que adopta una exégesis psicologista para ilustrar una tendencia teórica y estética.[7] En este caso describe los infortunios del pintor renacentista Grünewald que lo determinaron a plasmar en el Retablo de Isenheim una visión dolorosa de la existencia. Dice en Del natural:

Grünewald, who in any case must have tended/ towards an extremist view of the world,/ will have come to see the redemption of the/ living as one from life itself./ Now life as such, as it unfolds, dreadfully,/ everywhere and at all times,/ is not to be seen on the altar panels,/ whose figures have passed beyond/ the miseries of existence, unless it be/ in that unreal and demented thronging/ that Grünewald has developed around/ St Anthony of the Temptation:/ dragged by his hair over the ground/ by a gruesome monster. (25)

Desde las experiencias de Grünewald en un hogar para tullidos al triste matrimonio en una vida retirada, Sebald reconstruye un marco vital para adentrarse a la materia misma de su observación. Cada una de las figuras endemoniadas alrededor de San Antonio son descritas por sus sufrimientos, en consonancia con una igual desposesión que sumerge toda la superficie de la vista en el mismo pensamiento: «In this fashion Grünewald,/ silently wielding his paintbrush,/ rendered the scream, the wailing, the gurgling/ and the shrieking of a pathological spectacle/ to which he and his art, as he must have known,/ themselves belong» (26s). Sebald recurre a una écfrasis narrativa que encuentra dentro de sí misma, como Grünewald, una identidad destructiva, una forma de composición que entrelaza al objeto y al sujeto por la obra.

Al recurrir a una narración Sebald establece un orden secuencial de los eventos; esa visión que parte de los elementos más cercanos (en los cuadros, en los paisajes, en las ciudades, en la naturaleza) y la proyecta en el desgaste físico, busca desvelar una condición histórica intrínseca del mundo. Es un acercamiento tal por cada expresión de la vida, que toda especulación empieza a partir de una voluntad materialista: examinar el carácter de los medios y el contexto que van esculpiendo el desarrollo de un mismo desgaste en todas las formas del mundo. Retratar ese proceso de transición, hacer que ese proceso sea el núcleo de todas las narraciones es algo que ya habían expuesto Benjamin y Adorno en la primera mitad del siglo XX. La noción de «historia natural» fue acuñada por la Teoría Crítica de Frankfurt en su programa de despegarse de las visiones idealistas y fenomenológicas de la historia. La sospecha que generaba este concepto por los usos de los Estados modernos y por el ocultamiento de la perspectiva de los vencedores, los llevaron a reponer una base materialista que pregonaba «peinar la historia a contrapelo» (Benjamin, La obra de arte...: 76). Para lo cual depusieron de la idea de progreso y del avance positivo del tiempo y, por el contrario, le dieron a la historia un carácter fragmentado y conflictivo; como lo explica Buck-Morss: «La historia no formaba “un todo estructural”. En cambio, era “discontinua”, desplegándose a través de un ininterrumpido proceso dialéctico en una multiplicidad de expresiones de la praxis humana» (128). Una segmentación que aísla cada cambio para ponerlo en relación con sus condiciones materiales, sin precipitarse a valoraciones externas que hacen a las ideologías del poder.

Esta nueva perspectiva contiene matices que hacen una reformación de la ontología de la historia en tanto su carácter de naturaleza y transición histórica. Estos son lo dos puntos de oposición comunicantes que promueven una dialéctica de mutua determinación, al menos así lo plantea Adorno en su conferencia de 1932 «La idea de historia natural»: «Captar al Ser histórico como Ser natural en su determinación histórica extrema, en donde es máximamente histórico, o cuando consigna la naturaleza como ser histórico donde en apariencia persiste en sí mismo hasta lo más hondo como naturaleza» (117). Así, tanto la naturaleza tiene un carácter histórico, como la historia posee una naturaleza en su transición. Sin embargo, el mismo Adorno señala que ya varios años antes Benjamin en su trabajo sobre el Trauerspiel alemán propuso este acercamiento de la historia al interior de los fenómenos individuales como una constelación que emana la verdad material de un desarrollo (un destino trágico) en las expresiones alegóricas del drama barroco. Sin fijar todavía una dialéctica, Benjamin va al mismo encuentro donde la historia se constata por su paso natural dentro de la materia, los cuerpos y las vidas. La transitoriedad como drama de toda vida es la marca filosófica que abre esta visión sobre la historia, lo dice Adorno respecto a Benjamin: «La misma naturaleza es transitoria. Pero, así, lleva en sí misma el elemento historia. Cuando hace su aparición lo histórico, lo histórico remite a lo natural que en ello pasa y se esfuma» (125). Una naturaleza que siempre pasa y se esfuma, una historia que desde adentro determina su desaparición, el escenario de una destrucción inherente de cada elemento: ésta es la visión que hereda Sebald y que filtra las imágenes que inclinan la melancolía del autor.

En la conferencia titulada «Guerra aérea y literatura» (1999) Sebald recurre al uso textual de la noción frankfurtiana de historia natural para presentar su propio trabajo acerca de la representación existente de los bombardeos en ciudades alemanas durante la Segunda Guerra Mundial.[8]Sin embargo, Adorno es mencionado y a Benjamin solo se lo nombra una vez en relación a su figura de Ángel de la historia. En estas omisiones hay una reasunción de la perspectiva crítica que encuentra otra fuente en el proyecto nunca escrito de Solly Zuckerman (uno de los consejeros ingleses del bombardeo) de dar cuenta de las condiciones de la destrucción en Alemania. Sebald se dispone a completar esta carencia que no es solo de una persona, sino de una nación; falta hacer visible el «proceso de degradación» (42). En ese esfuerzo el autor explora todos los registros tangenciales que refieren la destrucción de las ciudades e incluye las fotografías que llenan el silencio de la desolación. El texto se llena de tantas precisiones que surgen dudas sobre la mirada histórica en su función de memoria: ¿Hasta qué punto se denota esta transición inherente de la naturaleza histórica? ¿Hay una historia natural como lo enuncia la escuela frankfurtiana? Sebald organiza, como en ninguno de sus otros libros, una sistematización de la falta, toma los testimonios de otros autores como aristas del silencio y rescata imágenes como ruinas del olvido. En esta faceta Sebald es extrañamente funcional a una lógica museística, aunque nos permite entender en un grado más expreso la dinámica con la que mira al pasado. En este trabajo Sebald recrea imágenes tan alevosamente dañinas que la mirada se detiene en la recursión de los retratos de los efectos.

En el ejercicio de la memoria es posible reconocer otras dimensiones del pensamiento, entre las cuales la moral tiene un peso importante. El filósofo español Carlos Thiebaut escribió un trabajo titulado «El relato del daño como historia natural: a propósito de W. G. Sebald» (2014) donde revisa tanto las nociones filosóficas como, sobre todo, la aplicación social de sus textos. Así repasa el influjo benjaminiano en la mirada renaturalizada y objetual de la historia pero lo inscribe en una nueva deontología kantiana al conectarla a un circuito comunicativo con lectores que deben trabajar sobre esta herencia de la destrucción. De esta manera Thiebaut marca un límite entre lo que mira Sebald y lo que provocan sus textos, una brecha especulativa que deriva el análisis en un acto discursivo de la memoria. Este regreso de lo natural a una ley moral plantea una salida de la obra de Sebald y de sus registros pesimistas, en tanto ésta encierra, para el español, una disyuntiva entre la entrega melancólica o una resistencia a ella: «La melancolía narrativa de Sebald ha sido, incluso, vista como un mito de destrucción que todo lo abarca y que permite, entonces, ser ubicada en la benjaminiana melancolía de izquierdas que inunda la cultura alemana de post-guerra, un síntoma de su impotencia» (35). La memoria de Sebald no mira al futuro según Thiebaut, pero obliga a sus lectores a hacerlo, a preguntarse qué hacer frente a las imágenes que evidencia el daño. En esta lectura de Thiebaut el marco temporal de la comunidad del público se aleja de las disposiciones de la historia natural y construye una historia colectiva, sin embargo todavía restaría analizar qué tiempo y qué acción se gestan dentro mismo de estas imágenes, sin la necesidad de esgrimir un deber moral o una memoria para las audiencias. ¿La melancolía de Sebald es un acto de impotencia o una adecuación descriptiva? A la literatura posiblemente no le importe esa pregunta.

En Pútrida patria (2010) se recopilan varios ensayos de Sebald sobre literatura en los que es posible leer esa mirada histórica personal que se gesta en el interior de la ficción. Uno de los textos más representativos es «Un “kaddisch” para Austria. Sobre Joseph Roth», donde la metáfora de la oración fúnebre implica el tono de lamento iluminador que capta a un pueblo y una nación en su proceso de extinción. Para Sebald la narrativa de Roth se encarga de quitar todas las ilusiones de continuidad frente la ostentación del peligro de la historia. En cambio, sus ficciones son testimonios del acecho que avanza inexpugnable a la desaparición de una patria:

Lo que se tematiza bajo esos auspicios no es la Historia sino el curso del mundo, que, como señala también Benjamin, se encuentra fuera de todas las categorías realmente históricas. El otro tiempo del mundo, que es el que importa al cronista que ve pasar los años, uno tras otro, ese tiempo es el de la literatura ingenua; a ella es fiel el narrador Roth, y por ello «su mirada no se aparta… de la esfera ante la que pasa la procesión de las criaturas, en la que la Muerte ocupa su lugar como guía o como el último e insignificante rezagado» (171)

La recurrencia a Benjamin en este texto es significativa de un modo que no lo es en la Historia natural de la destrucción: aquí la memoria no tiene un sentido de rescate de los hechos fácticos, sino que la ficción obtiene valor en cuanto aparece, siguiendo a la idea de narrador de Benjamin, ese «tono fundamental que lo recorre todo» (169). Historia y literatura es menos una conjunción que una imbricación, mientras la muerte marcha en una punta el narrador la retrata al paso de su estela.

¿Qué hay en la literatura para observar si todo progresa hacia la muerte? Mientras la melancolía es impotente para Thiebaut, la visión que encarna Benjamin acerca un horizonte de redención, una salvación que es ciega por imposible y que, por lo tanto, escapa de las determinaciones materiales. Este es el llamado mesianismo de Benjamin, la trascendencia que llega por intensificación de la mirada hacia el interior. Una visión posible únicamente al contemplar de cerca la descomposición del mundo, el hecho de toda transitoriedad: «la transitoriedad de la naturaleza era la fuente del sufrimiento, pero al mismo tiempo, porque su esencia era el cambio, era la fuente de la esperanza» (Buck-Morss: 144). Benjamin encuentra este potencial al analizar las alegorías del teatro barroco alemán, que desvelan, luego de las expresiones totalizadoras del renacimiento, imágenes históricas fragmentadas y pesimistas: «Frente a la apariencia de totalidad soñada por el clasicismo, la alegoría hace descansar la vista en la multiplicidad de las cosas, que no son más que fragmentos del mundo. Como en un harén la rodean. Frente a la permanente necesidad pretendida de símbolo, la alegoría entra en sí misma en procesos naturales, de muerte y putrefacción» (Dimópulos: 126). La alegoría es la aparición de la imagen contra el símbolo, la escritura que practica su carácter figurativo para presentarse ante la mirada y dar cuenta del carácter histórico del teatro del mundo. Sebald no es un alegorista, el último siglo prescindió de esta figura, sin embargo repite el gesto de levantar la vista y representar aquella imagen que expulsa con la muerte los más ligeros optimismos. Antes que la imposición del deber moral, Benjamin nos indica una dirección ética de la melancolía donde el no esquivar estas imágenes implica un proceso de enfrentamiento con las huellas del dolor. La literatura de Sebald quedaría así más allá de la constatación referencial de la tragedia, aquí mirar no es asentir ni negar el desarrollo de las catástrofes; lo que nos ofrece, en cambio, es la articulación de una consciencia, que ante la disgregación natural, recoge los elementos de un relato propio de la destrucción.

La disección del tiempo en la historia: anatomía para la melancolía moderna

¿Qué sucede al interior de la narrativa de Sebald? ¿Qué busca esa mirada, mencionada al inicio de estas páginas, que se dirige hacia la ventana? En Los anillos de Saturno el narrador, que se encuentra postrado, reconoce la ligazón de una marca entre el interior personal y las evidencias de un mundo mutable y efímero: «cuando la primera luz de la mañana iluminaba el firmamento, vi cómo, al parecer por su propia fuerza, la estela de un avión cruzaba el trozo de cielo enmarcado en mi ventana. En aquel momento tuve estas huellas por una señal favorable, pero ahora, al mirar atrás, me temo que fue el comienzo de una grieta que desde entonces ha surcado mi vida» (27). Son las marcas del infortunio de Saturno que se diseminan en cada superficie de la naturaleza, en cada vida de cada hombre y sobre las que las desdichadas mentes melancólicas reflexionan de cerca. Antes de la visión alegórica de la vida y, por lo tanto, la evocación directa de la muerte, la melancolía sebaldiana se centra alrededor de una mirada anatomista de la disección: cada imagen es un fragmento que abre al pasado, en él está el flujo de la destrucción y de las capas invisibles que el tiempo han derribado. La referencia inicial en el libro a Thomas Browne y a la pintura de los anatomistas de Rembrandt ilustra la inspección de quienes se avizoran en el estudio de la carne: lo que está en el cuerpo y lo que queda después del cuerpo, de la apertura quirúrgica al osario de los ancestros. Browne es la excusa y el disparador para encapsular una imagen de la muerte. Nuevamente Sebald se pone de cara a una mirada y se sirve de ella, no ve su propia tumba ni el sentido de su muerte, sino a un hombre, a Browne, frente otras tumbas recién descubiertas: la concentración que contiene el flujo de lo finito. La conjugación de la mirada es más que lo personal o universal, el trayecto invita a reponer los moldes que dejan los vestigios de la materia.

 

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Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp. Rembrandt. 1632. Óleo sobre tela. Museo Mauritshuis, La Haya

 

 

Thomas Browne, un médico del siglo XVII, escribió en Urnas sepulcrales [9] una suerte de estudio antropológico sobre las costumbres que distintos pueblos en distintos momentos tuvieron al enterrar a sus muertos; el texto oscila entre la esperanza y la aceptación, entre la ilusión de la supervivencia de las almas y la irreductibilidad de descomposición material. En esos ritos funerarios Browne lee un acto de fe, que de alguna manera también es el suyo propio, y que junto a su mirada médica expone una curiosidad que no descansa en el fatalismo. Por fuera del borde de la fe, en el otro costado, la expresión de las urnas es únicamente la de la extinción y, por lo tanto, nadie es capaz conocer el destino de sus huesos. «Son solo tristes y sepulcrales cántaros que no contienen ninguna voz alegre, y que expresan en silencio la vieja mortalidad y las ruinas de tiempos olvidados» (28). Browne encabalga el Renacimiento con una sensibilidad dual, religiosa y científica, que busca equilibrar una conciencia inquieta por los descubrimientos empíricos. En una época en que el ser humano se corre al centro de la existencia, la muerte se plasma como uno de los primeros límites que incomodan, moverse a lo largo de este margen trae fuertes angustias para las mentes que están desprotegidas de la otrora eternidad divina. Browne incursiona en esta representación desahogando los temores mediante una aceptación profunda de lo desconocido tras la finitud, es un margen que según el médico agrega un campo más de estudio sin que por ello se anule un aún más desconocido destino para el alma humana:

No hay nada estrictamente inmortal, salvo la inmortalidad; lo que no tiene principio puede confiar en no tener fin. Todo lo demás tiene un ser dependiente, dentro del alcance de la destrucción, que es lo propio de esa esencia necesario que no puede destruirse a sí misma, y cuyo más alto rasgo de omnipotencia está tan poderosamente constituido que no sufre siquiera los efectos de su poder. (86)

Esa gran porción que se somete a la destrucción es el eje del pensamiento moderno que vive Browne, una entrada a las calamidades que enfrenta la incipiente soledad espiritual del Renacimiento. Y si existe la vía inversa del refugio enceguecido de la fe, Browne también encarna la otra actitud prudente de seguir las huellas de aquello que, aún muerto, deja sus restos. Este golpe de consciencia por la mortalidad humana es lo que Browne llama la «piedra más pesada de la melancolía» (77). Sebald es un heredero de esta piedra y de la actitud de moverse por los márgenes de la destrucción en la búsqueda de las ruinas de la memoria; en Los anillos de Saturno cita esta idea de Browne: «Y como la más pesada losa de la melancolía es el miedo al final desesperanzado de nuestra naturaleza, Browne busca bajo aquello que se escapaba de la destrucción, busca las huellas de la misteriosa capacidad de la transmigración que tan a menudo estudió en las orugas y en las mariposas» (35). Tras las huellas de este flujo imparable, la melancolía de Sebald restituye una nueva visión en la secuencia de los cambios: las urnas, los cuadros, las ciudades, los paisajes, la naturaleza. La nueva consciencia de la modernidad se alimenta de su propio caos, la melancolía es la inmersión de su confusión.

Al final de Del natural la voz poética se mira a sí misma y expresa el peso del fin: «Is this the promis’d end? Oh,/ you are men of stones./ What’s dead is gone/ forever. What did’st/ thou say? What,/ how, where, when?» (108). El ensimismamiento del perturbado es la figura ubicua de la que parte Sebald. En sus libros, la mirada es gestada por la pose del melancólico. Culturalmente la melancolía es más amplia que su definición médica; de hecho, en el campo científico, la melancolía es un término que pertenece a la historia para englobar una suma de patologías mentales. Sin embargo, Jean Starobinski cuenta que el médico de Van Gogh, Paul Ferdinand Gachet, al analizarlo determina que su malestar es la melancolía; esto prueba que el término conservaba validez en el discurso médico incluso hasta inicios del siglo XX. Los síntomas que describe el médico son los mismo que se repiten desde que Hipócrates revisó a Demócrito: aletargamiento, inhibición, desaliento, el pensamiento que tropieza continuamente. «Este constante estado de incubación, concéntrico, permanentemente, indefinido, es el punto culminante, la piedra de toque de todo delirio melancólico» (La tinta de la melancolía, 198).[10] Lo sorprendente para Starobinski es que de este encuentro entre el pintor y el médico resulta una imagen que refleja la pose introspectiva de la melancolía. Cuando Van Gogh descubre que su médico estaba también tomado por este estado, lo retrata como una ilustración de sí mismo: el cuerpo encorvado, el brazo sosteniendo su cabeza, los dedos crispados, la mirada intensificada en un punto. Starobinski explica que esta postura se la atribuye al homus melancholicus y que tiene un sentido iconológico desde el famoso grabado de Durero: Melancolía I. El retrato de Van Gogh carece de los elementos alegóricos de Durero, en su lugar el individuo está, según Starobinski, en el centro a modo de una melancolía esencial. El paso de la pintura alegórica a la esencial renueva una significación en la posición solitaria de la persona; a ésta, sin la carga simbólica a su alrededor, solo le queda sostener sus pensamientos en búsqueda de un sentido.

 

 

Durer_Melancholia
Melencolia I. Durero. 1514. Grabado. Metropolitan Museum of Art, New York.

 

 

Van Gogh_Dr. G.
Retrato del doctor Gachet. Vicent van Gogh. 1890. Óleo sobre tela. Museo de Orsay. Google Cultural Institute.

 

 

Roger Bartra en Melancolía moderna (2017) explica la fuerza que toma la visualización de este estado a partir del Renacimiento cuando surge en la cultura «el derrumbe de los valores tradicionales y se pierde el sentido de la historia» (21). La melancolía se glorifica en el contraste con las condiciones del mundo y se extiende incluso hasta los románticos que perciben las nuevas formas de caos de la modernidad. Bartra retoma el grabado de Durero y su ángel para mostrar la disposición que se tipifica en esa imagen: «El aura melancólica hace que los sujetos aparezcan y desaparezcan, se pierdan y se encuentren, hasta nuestros días. El ángel de la melancolía no ha perdido su objeto amado: por el contrario, con su mirada lo construye» (22). Sebald es sensible a esta acción donde la mirada suple las carencias del desorden. Su poética discurre en los paisajes de esta aura de tristeza para desembozar una visión que alcance un sentido a los objetos que evocan la sensación de fugacidad. Sebald mira como las figuras de Van Gogh y de Durero. Tal es así que el mismo grabado aparece en Los anillos de Saturno cuando el narrador refleja a una de sus amigas (como lo hace Van Gogh con su médico) la pose del ángel: «En una ocasión, cuando le dije que entre sus papeles se parecía al ángel de la Melancolía, de Durero, resistiendo inmóvil entre los instrumentos de destrucción, me contestó que el aparente caos de sus cosas representaba en realidad algo así como un orden perfecto o que aspiraba a la perfección» (17). La melancolía y el caos amalgaman la visión narrativa con la que cada imagen de confusión se describe en su trazo histórico interior. Sin el brazo sosteniendo la cabeza, pero con la inquietud por las mutaciones del mundo, la voz de Sebald se encamina hacia las ruinas de la destrucción. La pose es otra, en Sebald se impone el movimiento, pero la presencia del ángel melancólico persiste en la construcción de la mirada contemplativa.[11]

La singular potencia de la visión de Sebald yace en el repliegue constituido por el movimiento migratorio del temperamento melancólico. El sujeto de la visión no está aprisionado en su condición, sino que surge un margen de desplazamiento para acercarse un poco más a los motivos de la desesperanza. Sus personajes son seres desterritorializados que a la vez consiguen, paradójicamente, un mínimo dominio hogareño en el que se refugian con escepticismo. Ya sea con la narración de grandes aventureros como Conrad o Casement, las dimensiones del hábitat están signadas por las fuerzas del exilio. Gracias a esta visión migrante se alcanza aquellos objetos corrosivos que hacen a una modernidad más global o generalizada. Las grietas se han ramificado por todos los continentes desgarrando con el paso de la historia la ilusión de un futuro. Esta consciencia de que no hay lugar donde ir resignifica a la clásica nostalgia por la patria y permite leer un nuevo marco en la contemporaneidad cuya contracción no depende de los sueños utópicos, sino de la adaptación a la magnitud del dolor. En un mundo posterior a las guerras mundiales, a la implosión de los imperios, al trazado de las rutas comerciales internacionales, ¿qué refugio es posible para la conservación de una identidad? La melancolía moderna es también una reflexión sobre la escala de la destrucción.

El libro Los emigrados (1992) del mismo Sebald es una reiteración mediante personajes que se han desplazado desde las tragedias de sus orígenes sin haber sido consumidos por sus efectos; permanece cierta elocución propia de la trasposición de los duelos personales con una estrategia de intensificación, no se llega a una salida, sino a la consciencia de un horizonte de entropía. En el último capítulo del libro se presenta a Max Ferber, un pintor que tuvo que dejar su país y se radicó en Manchester. Llegó a estar tan encastrado en la nueva ciudad, que emprendió desde allí un único viaje hacia la ciudad de Colmar para ver las pinturas de Grünewald. En ellas, Ferber asimila la misma visión que determinó su propia experiencia, aunque varios siglos más tarde que la del pintor, esta afinidad demuestra una continuidad de la melancolía en otras condiciones:

La radical cosmovisión de este hombre tan extraño, que impregnaba todos los detalles, contorsionaba todos los miembros y se propagaba por los colores como una enfermedad, resultó —como siempre había sabido y ahora pude corroborar con mis propios ojos— radicalmente de mi agrado. La monstruosidad del dolor, que partiendo de las figuras plasmadas se adueñaba de toda la naturaleza para refluir de los paisajes sin vida a las cadavéricas estampas humanas, esa monstruosidad subía y bajaba entonces en mí como lo hace la marea. Así comprendí poco a poco, mirando los cuerpos horadados y las figuras —encorvadas de pena como los juncos del río— de los testigos de la ejecución, que a partir de cierto grado el dolor anula su propia condición, la conciencia, y por ende a sí mismo, tal vez… sabemos muy poco de todo eso (292).

Salir al encuentro de esta imagen de la destrucción y muchas otras es la ética en la que el ángel de la melancolía constituye sus objetos perdidos: avanzar a través del límite donde se reconoce que no sabemos lo suficiente y se sostiene la vista en el esfuerzo interpretativo por perseguir la corriente de sangre que emana de las heridas de la historia. Al poner en paralelo el fragmento sobre Grünewald de Del natural y Los emigrados reconocemos que tras la misma descripción de las figuras contorsionadas de dolor la mirada se dirige a un vacío teórico en el que, por lo pronto solo ingresan las imágenes precisas del deterioro.

La filiación de Sebald con Benjamin teje puntos de encuentros no solo en las concepciones históricas y el pesimismo a futuro, sino también en la visión melancólica que los constituyó. Sin llegar a equiparar sus preocupaciones o inquietudes, la modernidad que atendió Benjamin ofrece más de una pista para entender el recorrido de Sebald. El destino trágico dentro de las alegorías del drama barroco le permitió leer a Benjamin los nuevos signos de su tiempo, la modernidad que describe a partir de Baudelaire y de la mercantilización de la cultura colocan al tedio y a la novedad como nuevas coordenadas del individuo. El spleen de vivir una permanente circulación de lo nuevo apareja un sentimiento de proximidad con la catástrofe. La gran figura de la modernidad industrializada y mercantil es el flâneur, el paseante que se mueve obcecado por la seducción del fetichismo y busca explorar la nouveauté en un acto de resistencia al tedio. Los paseantes de Sebald están librados del fetiche, pero no de otros símbolos de nuestros tiempos. Según explica Bartra en El duelo de los ángeles (2004), para los pensadores de la modernidad el irracionalismo del mundo impuso una dimensión de oscuridad y caos que frecuentemente se hacía signo en la melancolía: es el malestar del hombre ilustrado que busca darle orden a las cosas, un padecimiento, pero también una virtud. El caos que vivió Benjamin lo llevó al proyecto inconcluso de recopilar en el Libro de los pasajes las manifestaciones que relacionan la modernidad industrial con la melancolía. Para Bartra este proyecto fracasó, pero sirve como muestra de la apelación intelectual de Benjamin a un extracto redentor de la teología que le ayudó a sumergirse en la más profunda incoherencia simbólica (126). Que la melancolía exista en el seno de una sociedad ilustrada, dice Bartra, es un indicio de lo importante que es para el desarrollo del pensamiento esta asimilación de lo irracional. Existe, por lo tanto, un carácter heroico en la melancolía donde funciona como motor de la inteligencia: «Habría una melancolía heroica que pudiera ser descrita con la bella imagen de Adorno: las lágrimas amargas en los ojos de un lector que trata arduamente de resolver un acertijo le proporcionan la óptica necesaria para descifrar en el texto del mundo las señales de la redención» (109). Contrario a como lo explica Thiebaut, la melancolía no es una actitud estática. El filósofo español desea una última articulación en Sebald donde la interjección de una promesa (un «¡nunca más!») edifique una memoria para la sociedad, lo cierto es que Sebald, como Benjamin, estaba ocupado explorando aguas más profundas donde las afluencias del caos no pueden ser domesticadas por la inmediatez de la consigna política.

Nomadismo e historia: tras las huellas de lo olvidado

La conquista de la imagen conlleva un recorrido largo. La consciencia arrastra a los personajes a nuevos territorios, es el destino de mentes como la del botánico Steller que Sebald poetiza en Del natural. La naturaleza contiene un único camino, de la vida a la muerte, y en ese horizonte cada quien decide hacia dónde apuntar sus pasos. Los encuentros de este viaje son de tal magnitud que, como dice Herzog, se plasman sin el oportunismo de los artistas de la sintaxis, y por lo tanto enseguida adviene la imagen. Tras esta consecución el oficio de explorador se fusiona con el del historiador: ningún estado es estático en su interior y cada nuevo paisaje, cada objeto del camino, cada imagen, incluye más de una narración. La afinidad electiva entre Sebald y Herzog de este procedimiento y esta creencia es comprobable en la valoración que ambos muestran sobre Bruce Chatwin. Nomad (2019) es el documental que Herzog dedicó a seguir los pasos de Chatwin; allí retrata el espíritu de un hombre cuya curiosidad lo movilizó por el mundo para hilvanar la historia de las ensoñaciones de la humanidad; en un momento va a hasta la Patagonia y lee extractos de su libro mientras muestra planos del paisaje: «Bernal Díaz relates how, on seeing the jewelled hues of Mexico, the Conquistadores wondered if they had not stepped into the Book of Amadis or the fabric of a dream. His lines are sometimes quoted to support the assertion that history aspires to the symmetry of myth». Entre los bordes del mito y los desbordes de la historia, Herzog encuentra a Chatwin relatando la intrusión de la modernidad en los últimos rincones del mundo. Son los colores de los últimos ocasos donde todavía se puede observar las formas arcaicas de las creencias, detrás de esa impresión están los grises de los objetos que Herzog capta en las imágenes de su película.[12]

Sebald, por su parte, publicó un ensayo titulado «El misterio de la piel caoba. Aproximación a Bruce Chatwin» (2000)[13] en el que destaca la extrañeza de esos escritos donde se mezcla relatos de viajes, sueños infantiles, recolección de datos, ejemplos de exotismo y visiones barrocas. Los relatos de Chatwin, para Sebald, alcanzan su universalidad por un proceso de satisfacción prosaica de las figuras que resuenan desde la infancia, en estas narraciones el deseo primario por el objeto de curiosidad adquiere un manto mítico en la narración de un encuentro con los rastros de un mundo primitivo. Chatwin hace que los lugares de nuestra imaginación regresen una y otra vez con actualizaciones originadas en los relatos del viaje, poniendo ante los ojos una ventana hacia las formas en que sucesivas generaciones de la humanidad fueron representando su realidad. Es un nomadismo virtuoso en el que la mirada deseante impulsa la escritura tras las transformaciones del mundo para obtener una versión maravillada de los misterios ocultos; eso le importa a Sebald de sus libros:

Lo mejor sería entender la promiscuidad que rompe en ellos el concepto de modernidad como una tardía manifestación de los antiguos relatos de viajes, que se remontan a Marco Polo, en los que la realidad se condensa continuamente en lo metafísico y milagroso, y el camino a través del mundo se recorre desde el principio con la vista puesta en los fines propios. (2010: 193)

La modernidad como parte de viejas ensoñaciones le permite a Chatwin sortear los peligros de aquellos encuentros en lo recóndito, donde los recuerdos se desintegran por nuevos cambios. En aquellos encuentros si bien está el espíritu del curioso también está la comprobación de lo ignoto porque, mientras las gratificaciones se cumplen, Sebald señala que empieza a surgir un instinto de muerte. La última comprobación que proveen las imágenes del nómada son las capas de historias que se cuelan entre los objetos, donde «el alma se espantará ante los miles de millones de años y los millones de pueblos que ha olvidado la débil memoria de la humanidad» (198). Sebald lee el trayecto en el que se conforma el instinto de la destrucción, los pasos del nómada que llegan a los confines donde las imágenes evocan el orden del mito. La verdad no se pierde entre estos límites, sino que adquiere su rasgo más esencial en la desilusión de los efectos del paso del tiempo; Chatwin, cree Sebald, ofrece un camino para que los sueños vayan en el camino inverso, en una prueba hacia el origen.

Dicho en otros términos, las imágenes que representa Sebald están más alteradas por las evidencias de su propia descomposición. La historia natural levanta murallas más opresivas y no hay ninguna rendición posible contra el movimiento que se traza en su interior. Sus libros, que viajan siempre por la geografía europea, evocan en cada visión la paulatina destrucción de lo existente. En el último poema de Del natural la voz poética sueña que viaje hacia el paisaje de una contienda y aparece la descripción del cuadro La batalla de Alejandro, de Altdorfer: abajo las hordas de guerreros en el encuentro con la muerte, arriba la cordillera de un nuevo continente por explorar. El viaje continúa como continúan todos los signos del tiempo. En Sebald toda profusión de la imagen alcanza una etapa ulterior, donde se desconoce el fin, pero no se desconoce que haya un fin: «But all things, Theophan says,/ all things, my son, transmute/ into old age, life diminishes,/ everything declines,/ the proliferation/ of kinds is a mere/ illusion, and no one/ knows to what end» (50). La visión melancólica no se nubla ante la tragedia, sino que toma el temor como el motor del movimiento; su fuerza proviene de la precipitación hacia lo peor:

Cuando miraba hacia atrás, veía cómo la historia no se compone más que de desgracias y tribulaciones que se precipitan sobre nosotros como una ola tras otra se precipitan sobre la orilla del mar, de forma que, a lo largo de todos los días de nuestra vida en la tierra, decía, no experimentamos un solo instante que verdaderamente esté libre de temor (Los anillos de Saturno 172)

Sebald, como Chatwin, es un nómada que se desplaza también a las capas del pasado. En esta acción de ir y mirar hacia atrás la consciencia ilustra más que un pesimismo, expande un mapa donde cada esfuerzo humano es un pequeño punto heroico sobre el trasfondo de un mundo en destrucción.

Ante la conclusión y la catástrofe: la naturaleza

Entre la narración y la descripción, Sebald teje en su escritura lazos tan estrechos que ver equivale a contar. El narrador es un viajero que se encuentra con imágenes evocativas de una inmersión histórica en su carácter temporal. La reflexión melancólica subyace tras el registro interpretativo, ésta es capaz de hilvanar trayectos narrativos oblicuos que subyugan cualquier teoría histórica a la visión final de la destrucción. La historia natural de Benjamin y Adorno se mantiene en su atención materialista, pero el orden dialéctico es reemplazado por una ensoñación progresiva de la descomposición. Una atención minuciosa que fragmenta los objetos en muchas narraciones perdidas para el tacto del presente. Una imagen tras otra es lo que queda de esta pérdida: el testimonio de un cuadro, los registros de una bitácora, las ruinas de una playa, la foto de una infancia perdida, una ciudad con fábricas, una urna funeraria... Deslizándose entre estas visiones, Sebald es capaz de articular una verdad que envuelve toda la materia del mundo: la catástrofe siempre llega a nosotros. «Es natural que el verdadero transcurso de la historia haya sido completamente distinto, porque siempre que uno se imagina el futuro más hermoso está ya encaminado a la siguiente catástrofe» (Los anillos de Saturno 250). No se puede negar que la destrucción es una forma para el caos, una historia natural inherente a las partículas que conforman hasta a los más vanguardistas productos de una modernidad promiscua. ¿Qué historia elige narrar Sebald? La única que ve, la que se disgrega cada vez más por todos las regiones del planeta, la que la avanzada industrial acelera entre nuevos conflictos y las mutaciones interminables de los paisajes y la naturaleza. La sorpresa es la serenidad con la que discurre siempre hacia un nuevo espacio de observación. En el futuro está la catástrofe, pero no hay desesperación al momento de mirar. El pasado ya estuvo lleno de devastaciones, únicamente, parece decirnos Sebald, hay que saber observar.

Notas

[1] La bibliografía y las definiciones sobre la melancolía son profusas. En este trabajo se rescata una vertiente a través de la historiografía de Jean Starobinski y la modalización en la modernidad que señala Roger Bartra. Algunos estudios clásicos sobre el tema son: La anatomía de la melancolía, de Robert Burton; Saturno y la melancolía, de Raymond Klibansky, Erwin Panofsky y Fritz Saxl; «Duelo y melancolía», de Sigmund Freud, y Sol negro. Depresión y melancolía, de Julia Kristeva.

[2] Para el trabajo se usan traducciones de Sebald del alemán. Solamente en el caso de After Nature recurrimos a la versión en inglés, mientras que para el resto de los libros usamos las traducciones al español publicadas por Anagrama.

[3] El posicionamiento del observador parece importar en Sebald de una manera similar a la teorización que hace John Berger en Ways of seeing (1972): «We only see what we look at. To look is an act of choice. As a result of this act, what we see is brought within our reach. To touch something is to situate oneself in relation to it. (...) We never look just one thing; we are always looking at the relation between things and ourselves» (8). La mirada como vínculo entre un afuera y la representación de la consciencia implica atender este proceso la estipulación de un discurso sobre la verdad. Así la historia y la naturaleza son los escenarios invocados por el sujeto para recortar una imagen que hable tanto de sí mismo como del mundo que lo rodea.

[4] Sontag en su ensayo sobre Sebald, «Una mente de luto», menciona el uso de fotografías como una parte que ejecuta el «efecto de realidad», aunque más adelante señala funciones específicas en cada libro (Cuestión de énfasis: 58).

[5] Hay muchas disputas alrededor del concepto écfrasis. Acá suscribimos a la perspectiva general que ofrece James Heffernan como una representación verbal de una representación visual (299).

[6] Es interesante pensar la derivación trágica del mirar de Sebald en contraste con la estipulación de una representación de la tragedia. Si bien más adelante hablamos de un episodio histórico de la Segunda Guerra Mundial al que Sebald denuncia la carencia de representación, por lo pronto estamos entendiendo que hay un mirar trágico que permite encontrar las fisuras de la historia por la dificultad misma de su representación. Hay otros estudios en este aspecto como el de Georges Didi-Huberman, Imágenes pese a todo, o el de José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski, Cómo sucedieron estas cosas. En este último libro los autores toman el impulso de Didi-Huberman sobre las formas indirectas y fragmentadas que permiten representar la tragedia y llegan a poner como ejemplo de discurso sobre la Shoah a la novela de Austerlitz de Sebald (21).

[7] Marcelo Burello en «Las contradicciones de la crítica. W. G. Sebald Sobre (contra) Alfred Andersch» (2019) analiza esta metodología en el caso de los trabajos ensayísticos de Sebald. Habría que señalar también que hay una inscripción parecida para contener la visión de sus personajes a partir de su biografía. En su ficción hay una carga ensayística que apela a la exégesis biografista (145).

[8] La conferencia en formato libro fue publicado en 1999, sin embargo los traductores al inglés le cambiaron al título al más sugerente Historia natural de la destrucción. Ya antes, en 1982, había sacado a la luz un ensayo en el que esbozaba las mismas ideas y que se titula «Entre historia e historia natural. Sobre la descripción literaria de la destrucción total», recopilado póstumamente en Campo Santo. Este ensayo se atañe más a las comparaciones literarias que a la clara denuncia por la falta de memoria alemana.

Burello en el trabajo citado antes examina la diferencia entre la escritura denunciativa más libre del autor ya consagrado en los noventas con el del profesor universitario de décadas previas.

[9] Thomas Browne ha tenido grandes entusiastas en la lengua española, tal es así que algunas ediciones de sus traducciones han sido supervisadas por escritores y estudiosos como Javier Marías, Alberto Manguel y Pablo Maurette. Para el presente trabajo tomamos la modesta pero muy buena edición de Urnas Sepulcrales: Hydriotaphia publicada por Prometeo en el 2012.

[10] Starobinski en La tinta de la melancolía (2012) aúna sus dos profesiones, de literato y médico, para diseccionar una enfermedad y una semántica. Para el autor, los escritos eruditos sobre la melancolía empiezan con los tratados de Hipócrates, pero uno de los hitos más importantes es el libro de Robert Burton: Anatomía de la melancolía (1621). De este Starobinski dice: «La Anatomy es una síntesis genial que reúne virtualmente todo lo significativo que se había dicho de la melancolía, a lo que se aúna la memoria de un sinnúmero de historias —legendarias, poéticas o “clínicas”— que cada enfermedad del alma marcó con su propia sombra» (146). Del mismo modo Starobinski añade en su libro las nuevas historias que le han dado continuidad a un carácter de la historia de la humanidad.

[11] Saturno y la melancolía (1964), de Raymond Klibansky, Erwin Panofsky y Fritz Saxl, es un reconocido trabajo donde se estudia la supervivencia de la figura de la melancolía en la cultura occidental. Allí el grabado de Durero tiene un peso especial por la condensación e innovación que hace de los símbolos tradicionales; como por ejemplo lo dicho de la gestualidad del rostro:

Los ojos de Melancolía miran al reino de lo invisible con la misma vana intensidad con que su mano ase lo impalpable. Su mirada debe su extraña expresividad no sólo a la inclinación ascendente, a los ojos desenfocados típicos del pensamiento absorto, sino también, sobre todo, al hecho de que el blanco de los ojos, particularmente destacado en una mirada así, relampaguee en un rostro oscuro, ese «rostro oscuro» que, como sabemos, era también una nota constante en la imagen tradicional de la melancolía, pero que en la efigie dureriana denota algo totalmente nuevo (308).

La fuerza alegórica innovadora que destacan estos críticos en la composición de la figura del grabado posee cierta sintonía con la evocación que hace Sebald en su novela, como si el escritor inscribiera una nueva capa de supervivencia donde la mirada melancólica es marca de la novedad.

[12] Mitchell no solo señala la relación entre imagen y texto en la representación verbal, sino que explica la manifestación inversa en la relación que algunas imágenes establecen con un código escrito. A diferencia de las instituciones literarias, las del arte visual suelen tener un mayor recelo hacia la incorporación del texto, sin embargo, la relación de interdependencia de la imagen/texto demanda un análisis al interior de su contacto. Requeriría un trabajo aparte comentar el vínculo del metatexto literario que invoca la obra de Herzog así como la impresión de fotografías en los libros de Sebald. En ellos la sutura de la imagen/texto apunta a una dirección de inmersión donde las imágenes no ilustran y las palabras no describen, sino que son refracciones de las distancias de los referentes.

[13]  Reeditado póstumamente en la compilación de Campo Santo (2003).

Bibliografía

  • Adorno, Theodor. Actualidad de la filosofía. Trad. José Luis Arántegui. Barcelona: Atlaya, 1994.
  • Bartra, Roger. El duelo de los ángeles. México: Fondo de Cultura Económica, 2018.
  • ___. La melancolía moderna. México: Fondo de Cultura Económica, 2017.
  • Benjamin, Walter. La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica y otros textos. Trad. Micaela Ortelli. Buenos Aires: Godoy, 2015.
  • Berger, John. Ways of seeing. Londres: Penguin Books, 2008.
  • Burucúa, José Emilio y Kwiatkowski, Nicolás. Cómo sucedieron estas cosas. Buenos Aires: Katz Editores, 2014.
  • Browne, Thomas. Urnas sepulcrales: Hydriotaphia. Buenos Aires: Prometeo Libros, 2012.
  • Buck-Morss, Susan. Origen de la dialéctica negativa. Trad. Nora Rabotnikof Maskivker. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2011.
  • Burello, Marcelo. (2019). «Las contradicciones de la crítica. Ponencia Mendoza.» https://bdigital.uncu.edu.ar/objetos_digitales/13649/burellocriticasebald.pdf
  • Dimópulos, Mariana. Carrusel Benjamin. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2017.
  • Heffernan, James. «Ekphrasis and Representation». New Literary History  22 (2). Probings: Art, Criticism, Genre (Spring, 1991): pp. 297-316.
  • Herzog, Werner. Conquista de lo inútil. Trad. Buenos Aires: Entropía, 2016.
  • Mitchell, W. J. T. Teoría de la imagen. Trad. Yaiza Hernández Velázquez. Madrid: Akal, 2009.
  • Panofsky, Erwin, Raymond Klibansky y Fritz Saxl. Saturno y la melancolía. Trad. María Luisa Balseiro. Madrid: Alianza Forma, 2004.
  • Sebald, W. G. After Nature. Trad. Michael Hamburger. Londres: Penguin Books, 2003.
  • ___. Campo Santo. Trad. Miguel Sáenz. Barcelona: Anagrama, 2010.
  • ___. Historia natural de la destrucción. Trad. Miguel Sáenz. Buenos Aires: Anagrama, 2010b.
  • ___. Los anillos de Saturno. Trad. Carmen Gómez García. Barcelona: Anagrama, 2015.
  • ___. Los emigrados. Trad. Teresa Ruiz Rosas. Barcelona: Anagrama, 2006.
  • ___. Pútrida patria. Trad. Miguel Sáenz. Barcelona: Anagrama, 2010.
  • Sontag, Susan. Cuestión de énfasis. Trad. Aurelio Major. Bogotá: Alfaguara: 2007.
  • Starobinski, Jean. La tinta de la melancolía. Trad. Alejandro Merlín. México: Fondo de Cultura Económica, 2017.
  • Thiebaut, Carlos. «El relato del daño como historia natural. A propósito de W. G. Sebald». Boletín de estética XI. 29 (primavera 2014): pp. 5-91.

Filmografía

  • Herzog, Werner. Fitzcarraldo. 2h 38min. 1982.
  • ___. Nomad: In the Footsteps of Bruce Chatwin. 1h 25min. 2019.

Obras

  • Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp. Rembrandt. 1632. Óleo sobre tela. Museo Mauritshuis, La Haya.
  • Melencolia I. Durero. 1514. Grabado. Metropolitan Museum of Art, New York.
  • Retrato del doctor Gachet. Vicent van Gogh. 1890. Óleo sobre tela. Museo de Orsay. Google Cultural Institute.

Referencia electrónica

Villavicencio Arrillaga, Agustín. «Visiones melancólicas: Sebald y las imágenes históricos-naturales de la destrucción». Hyperborea. Revista de ensayo y creación 3 (2020): 29-52. https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/visiones-melancolicas-sebald-y-las-imagenes-historico-naturales-de-la-destruccion-192

Fecha de recepción
Fecha de evaluación
Fecha de publicación
Publicación Hyperborea
Número 03