El jardín de San Lorenzo y el jardín de Prospect Cottage. Amplificaciones, miradas múltiples y reformulaciones de la noción «naturaleza»

Nicolás Pascale
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad de Buenos Aires


 

When the light faded, I went in search of myself
Derek Jarman (1990)

 

El presente escrito está dividido en dos apartados. El primero, de carácter más autobiográfico, intenta ser una recopilación de recuerdos de la infancia con el jardín de la casa de mis abuelos paternos como eje. Recuperar aquellas imágenes me lleva a recordar que nombrar las especies a primera vista parecía entonces una tarea ordinaria y completamente accesible. Ahora sé que catalogar cada mínima porción de jardín es una empresa que exige abrevar en disposición de una cantidad de disciplinas y recursos variables y amplísimos. El no disponer de materiales audiovisuales sobre aquel pasado espacio familiar me obliga —en algunos casos— a resignarme aquí a la simple mención de tal o cual especie. Pero, lo más importante, ha sido reconocer algunas resonancias entre tales imágenes y las de críticos, artistas, escritores y jardineros a medida que con el tiempo fui recorriendo sus obras y testimonios. Es decir, advirtiendo recurrencias en lo que puede llamarse el universo de los jardines. Recurrencias, debo decirlo, no sólo de imágenes sino también de sensaciones, sentimientos. Con el prólogo en mente del mediometraje The Garden, del realizador de cine experimental, pintor y jardinero Derek Jarman, me animo a decir que intento aquí reconstruir una cierta genealogía de lo anterior, a base de mi propia y temprana experiencia de jardines. Digo «jardines» porque también revisito algunas imágenes de la colección de plantas bonsái de mi abuelo japonés. Entiendo en parte pues este intento genealógico como una búsqueda de la propia identidad; pero también como el renovado tránsito por caminos de direcciones múltiples y, quizás, aporéticas tal como lo sugiere Derek Jarman en el mencionado prólogo audiovisual.

El segundo apartado aborda una porción de la infinitud de problemas y relaciones que se pueden establecer entre las nociones derivadas del universo de jardines y la noción naturaleza. Al finalizar este escrito, advertí que —sin que me lo propusiera— la figura de Jarman va concentrando preeminencia a medida que avanzan los párrafos. Al fin de cuentas, no es algo que me sorprenda; la obra de Jarman, de manera integral, aborda todos los aspectos que he tomado aquí en consideración como motivos de la escritura: lo autobiográfico, la jardinosofía, lo identitario proyectado en el saber sobre las plantas, los insectos y las piedras. Las preocupaciones medioambientales y, a través de su aguda militancia gay, el proyecto artístico de Jarman que aúna textos, imágenes, artes diversas, lo estético y lo ético en sucesivos e imparables acoples de lucidez.

1.- Jardín autobiográfico

A lo largo de los años de manera recurrente la imagen del jardín me ha revisitado. Cierto jardín histórico, ciertos jardines como cuadros de la vida pasada, la infancia. Hay personas en esos jardines. Intentaré solo referirme a esas personas cuando me refiera a los aspectos que hacen al jardín o los jardines donde éstas están.

A diferencia de un paisaje o una específica situación natural, un jardín no puede prescindir de unas manos que se preocupen de sus componentes, de poblar y mantener ese cosmos. No hay jardín deshumanizado. O aquello será inmediatamente un objeto distinto, estragado por las fuerzas del tiempo. La ruina o la recuperación de otro ordenamiento natural y la consiguiente armonización o no de otro conjunto de elementos. Otra clase de receptáculo para la memoria.

Para situar mi jardín querría hacer cierto experimento imaginativo. Como ser una buena casa burguesa del barrio de Núñez o de Vicente López. No una mansión de gente de clase alta, una simple, buena y tradicional casa sobre calle en pendiente hacia Avenida del Libertador por ejemplo.[1] Tiene unas breves y sobrias escalinatas que suben como tres metros en relación al nivel de la calle y un montón de plantas cuidadas, algunas exóticas, esas flores que no se ven en las plazas. Sí son comunes, por ejemplo, un jazmín chino o un jazmín del país; lo cubren todo: frentes enteros, decenas de metros cuadrados, que hacen que uno se pregunte porqué o qué clase de hormonas les son dadas para que se conviertan en tan fuertes y enérgicas, majestuosas… Aquellas plantas que desparraman su olor perfumado por la cuadra para alimentar el comentario de la vecindad. Luego de atravesar ese jardín está el frente de la casa, seguramente de dos plantas. Intento buscar familiaridades entre el jardín frontal de tales casas de la clase media-alta de los barrios del norte con peristilos y arreglos ornamentales de una domus romana. Esas entradas llenas de plantas y flores son espacios sin demasiadas posibilidades de prestarse a actividad alguna, buenos intentos de ajardinar clásicamente sumando recibimiento y contemplación, dos elementos propios de los ricos de todas las épocas.

El jardín del que quiero hablar era un tanto distinto a estos, si bien no la antítesis. Para empezar, las coordenadas me llevan al sur y al primer cordón del conurbano bonaerense. La localidad de Villa Domínico en el partido de Avellaneda. Allí traigo a la memoria esta casa que es en más de un sentido deudora y fiel representante de una casa con los signos de una burguesía de clase media alta. Pero, la distancia es un hecho que separa. Quiero hablar de los espacios. Los jardines peristilados que mencioné dan al mundo público, a la calle y son un mero ornamento. Éste es interior y tiene algo de monacal, de íntimo, secreto, difícilmente pueda llamarlo oscuro, es un solar de primera línea.

No tengo en mi cuerpo tatuajes pero en la carne me han quedado infiltradas imágenes de especies diversas y sobre todo aromas. Particularmente de las plantas con flores. Esto se liga un poco al tema monacal, si bien éste no es un jardín en cruz, ni tiene en su exacto centro una fuente o un pozo o un árbol majestuoso como un jardín benedictino del siglo XII. Esas flores, —las enumeraré desordenadamente—: margaritas, dos grandes rosas chinas, una roja y otra blanca o amarilla, un jazmín, varios rosales, al menos dos, uno rojo o anaranjado y otro blanco, conejitos o boca de dragón, copete o clavel de moro, petunias, una Santa Rita, un jazmín del país, nomeolvides dispersas por lugares de paso. Todo esto por supuesto debe ser establecido en cuanto a la simbología de las flores y porque llevado a su contexto no puedo omitir el hecho de que ésta es una casa donde se profesa el catolicismo.

Éste es un jardín propio de la modernidad, y uno de los signos fundamentales que supongo para decir esto es que sabemos que al término del medioevo se produce una demarcación, tal vez no inventada por esa época de transición, que tiene que ver con el huerto y/o vergel por un lado y el jardín puro, por el otro. Un espacio solo diseñado para el goce estético sin utilidad. Es decir, sin relación con la salubridad, la higiene o la alimentación. De ahí que antes dije que debería dar cuenta de la simbología de las flores. Y porque es simbólico todo lo que allí he oído. Que la ruda tal cosa. Que el jazmín tal otra, el cedrón y el laurel, el romero. Las pestes, las rosas, la delicadeza de las mismas. La belleza fácilmente, demasiado fácilmente apreciable de las grandes rosas chinas. El diente de león al que se le ha de pedir pan; «panadero tráeme pan». Aquí también habría que decir algunas cosas sobre los yuyos, ya que el diente de león lo es con seguridad. Si se habla de yuyos inevitablemente debo mencionar que éste es un jardín donde hay una sociedad especial; piedras y bichos. A las babosas corresponde matarlas con sal. A los caracoles quizás a veces se les perdone la vida o más bien se los destierre al baldío trasero de la calle El Salvador o al desierto de la calle San Lorenzo, es decir, la puerta de calle propiamente dicha. El colectivo que viene deslizándose por los más lisos y mojados empedrados que vi, hará el resto. Nunca he vuelto a ver babosas como ésas, realmente musculaturas grises-oscuras a la rastra por tierra negra húmeda y fresca. Si bien entendía que era necesario su exterminio a la vista de la amenaza que representaban para las especies tiernas, me parecía, pero no me atreví nunca a decirlo, un exceso su ejecución a base de cloruro de sodio. El espectáculo que daban aquellos moluscos de tierra era sufriente y baboso entre retorcijones mudos. Como dije antes, la disposición de este jardín es curiosa, no da al exterior, se accede a él por un largo pasillo umbrío con un eco profundo de oquedad y, antes de la casa que está edificada al final del lote extenso, el jardín organiza su espacio como si representara una figura clásica que debió ser constituida en otro sitio, en una inmediación anterior. Su simetría no es axial sino más bien algo impuesta por los defectos del espacio mismo. El frente de la casa en la parte posterior y medianeras en todo el resto de costados. Por qué fue hecho así este jardín también tiene su explicación histórica, en este momento dudo si es pertinente contarla. El ingreso al jardín al finalizar el pasillo antes mencionado es un camino zigzagueante de lajas gris-verdoso. En verano, el sol las calienta a punto de brasa. Parado sobre las lajas del lado izquierdo hay un cantero largo de un metro de ancho lleno de margaritas y, en la pared, una enamorada del muro que, con el tiempo, va arrancando la pintura y cuando crece mucho tiende a desbandarse sobre sí. Del otro lateral del camino de lajas está el jardín en su cuerpo total. Unos veinticinco metros cuadrados de tierra cubierta de césped prolijo; rastrero y bien afirmado. Las diferentes especies de césped se van entrecruzando y puede suceder que en diferentes zonas prevalezcan distintos tipos. El jardín tiene un pequeño anexo que rompe esta simetría costosa contra la medianera de la casa de adelante, ya que si queda claro en esta descripción, este largo lote de mitad de cuadra está subdividido. En ese sombrío espacio arrinconado hay un pino de laminillas tan azules que, en las noches de luna llena, resplandece como una postal de navidad con brillantina plateada en las esquinas. Allí, bajo el pino cedro azul, no muy alto pero muy frondoso, se halla la hierba más curiosa que vi en mi vida. Es una mata de hierba como una cosa parecida a un trébol de una sola hoja gruesa y uniforme, insuflada, verde oscura y muy tierna al tacto y a la vista. Es un formidable colchón y se podría levantar todo literalmente como una alfombra que se quita para llevarla a lavar. De hecho, lo he intentado, lo he ensayado con éxito. Me interesa destacar lo que subyace debajo de la capa verde de pequeñísimos tréboles sin resquicio. Descubro mundos biológicos diminutos, inéditos, faunas microscópicas que no veo en ningún otro sitio, antenillas tornasoladas y alas diminutas y metálicas. Me imagino que, sin saberlo, he jugado a confeccionar colecciones como si hubiese instintivamente querido asentar todo en un gabinete de curiosidades. Ahora solo mi escritura especula con esas posibilidades y las muestras, los documentos, todo son despojos perdidos para siempre.

En otro orden de cosas, los jardines no tienen una utilidad concreta como sí tiene en primer lugar el huerto, aunque se solapen muchas de las funcionalidades de ambos espacios. Pero el jardín siempre ha sido la deleitación (Beruete 58). En Occidente habrá que buscar la lógica del jardín en motivos religiosos o allí donde confluyen los grandes relatos de la cultura. Si hay un jardín primigenio como el Edén, ¿cómo no va a ser significativo para todos los que se precien de ser descendientes de Adán, el cultivo de un Jardín? (59). Debo retomar y desarrollar el tema del juego porque creo que es algo central en este escrito, y algo en combinación; la cuestión de los descubrimientos. Pero menciono otras breves bifurcaciones; el jardín como perdedero (61); el jardín como un pequeño laboratorio que proporciona conocimientos, donde se experimenta con los seres vivos. Emergencia del saber por primera vez lo que significa poder destruir cosas que están vivas. También armar colecciones de hojas y de insectos que parecen exóticos, inclasificables. Algunos han dicho que la inclinación por la colección está implantada en la psique humana. He depositado sobre las baldosas tibias unas muestras de lo que fui juntando, supongo que son como preciosidades. Y una voz me pregunta que qué estoy haciendo, me lo pregunta desde cierto lugar interior que es el interior de la casa, que qué estoy haciendo, y se asoma un poco hasta verme un poco, ah dice, loco, estás con los bichos, y se va otra vez para adentro. El microcosmos del jardín es el modelo de lo vivo, puede ser manipulado y masacrado, observado y señalado como lugar de formación. Es el sitio vivible por definición, suponiendo por supuesto que la vida se desarrolla en el marco de las grandes urbes capitalistas. Por eso las utopías urbanísticas modernas a partir del siglo XIX se han planteado ajardinar en algún sentido amplio las ciudades, pues rápidamente los planificadores urbanos fueron conscientes de que el modo de organizar las masas humanas que proponía el capitalismo degradaba el espacio habitable de los asalariados con consecuencias nefastas para las familias y las poblaciones. De todas maneras, las relaciones entre ética y espacio ajardinado vienen desde la antigüedad y, como se sabe, es un tópico que ha acompañado desde la época de los griegos a la práctica de la filosofía. A lo largo de varios años las utopías han visto en los jardines fuertes cruces entre variadas actividades. El juego podría ser una de ellas. También el mejoramiento del individuo tal vez porque ciertas propuestas del jardín consolidan valores propios de la tradición humanista. Cierto poshumanismo del siglo XXI ve todo como un jardín, allí donde por supuesto no hay tal cosa. Quizá nunca antes había sucedido que nociones provenientes del ámbito de la botánica cobraran un estatuto más totalizante. Como el concepto clementiano de «jardín planetario». La urgencia de ver el planeta como un jardín. Lo es, únicamente en el sentido de que no existe ámbito que no esté de algún modo intervenido y, por otro lado, o a consecuencia de ello, asumirlo como jardín supone que no se lo puede dejar solo. Si bien, dejar solo en este caso supondría seguir arruinando. Este presente es la genuina extensión del siglo XX y se sabe que portar esa antorcha es la certeza de que todo puede ser destruido siempre.

La reconstrucción de mi jardín recupera varios momentos de los mencionados. El tópico de la felicidad, la sustracción de las preocupaciones, si bien recuperar estos problemas desde la infancia supone otros matices (310). Pues una terapia en la infancia del tipo socrática como therapía tes psyches resultaría en cierta medida innecesaria. En esta misma línea problemática estarían el jardín como sabiduría y la noción de «simplicidad voluntaria» vinculada a los modos de vida e ideales de ascetismo, sin ser precisamente lo mismo.[2] He mencionado ese descubrimiento esencial que es la fuerza que se le impone a las cosas y que determina el curso de acontecimientos menores.

Se menciona la jardinería, en otro sentido, como arte de la crueldad (315 y 317). Un jardín auténtico puede funcionar como sustituto de perros y gatos; es decir, el jardín mismo devenir la mascota del hogar y me doy cuenta de que en esta casa el jardín es la mascota real. Sobre éste se ejerce la dominación y el control. Allí se acaricia la suavidad y se aprende que los perfumes de la naturaleza no tienen competencia. Deseo ahora incorporar mi gran bifurcación aunque sea a través de un trecho pequeño. En mi jardín de la infancia hay otro en el que, tal vez, no me veo ensimismado de modo comparable/no me veo tan ensimismado pero lo contemplo. Es una complejidad genealógica que conjuga dos mundos botánicos. Oriente y Occidente. Si de arte de la crueldad hablamos, uno que ha hecho de esa labor de amputación sofisticada una metodología basta, es el arte milenario del bonsái. ¿Crueldad narcisista llevada a su máximo esplendor? Ahora no puedo dejar de ver a ese artesano que es mi abuelo okinawense como un auténtico vigilante, siempre sumido en la rutina de disciplinar sus plantas; muy bellas por cierto. A la tarde, cuando ya las baldosas del patio grande se van entibiando me gusta ver cómo chorrea el agua por las macetas de cerámica esmaltada. Formas diversas para las macetas y los troncos. Esos árboles de no más de cuarenta centímetros de altura me superan ampliamente en edad. El jardinero tiene un catálogo perfecto de las especies y de los años. «Éste 15», «éste 30», «éste 25», dice después de quedarse un rato pensativo. Especies exóticas, muchas de ellas traídas como semillas en viajes al lejano país del sol naciente. La más clásica se llama sansó, si bien ahora sospecho que se trata de una denominación dialectal o deformación familiar, ya que no hallo información sobre el célebre arbolillo. Y la casa no es menos exótica y quiere significar en sus habitaciones y en su arquitectura de detalles interiores un desarraigo, una resistencia por supuesto a olvidar la cultura de los antepasados. Donde la configuración del espacio es una certeza de que no se volverá más al terruño. Hay en toda esta representación un efecto de mímesis muy afincado, como en un tiempo en que realmente se mira al mundo con los ojos bien abiertos, se busca al mundo con los ojos y el mundo está ahí.[3] Hay algo de locura inexplicable en haber hecho este enroque entre las playas del pacífico en una isla paradisíaca que se puede circunvalar en auto en 24 hs. por una casa de dos plantas en el primer cordón del conurbano bonaerense. Acaso las guerras han sido un factor determinante. Quizás esa fantástica ilusión de poder vivir en una tierra que además de prosperidad, poco sabe de hambrunas, invasiones, bombardeos y muertes masivas.

Fascinación por los bichos junto a los cuales devoro tardes enteras. A veces, alguien me acompaña para investigar o estoy solo. De lejos, oigo una voz adulta que, de vez en cuando, me pregunta que qué estoy haciendo y corrobora que sigo con los bichos y se va para adentro, como aceptando con tranquilidad que las locuras de la naturaleza no tienen riesgo.

Los juegos son siempre mucho más entretenidos en compañía, para interactuar. Pero a veces no tengo esa suerte y juego solo, esos juegos son propiamente los que identifico con el jardín como un ámbito donde circula un montón de saberes a partir de un estado de observación total. Siempre he sentido el peso en la memoria de asumir que mucha de esa investigación implica arrasar los escondrijos de los insectos y producir toda clase de laceraciones. El jardín está poblado de rincones. Hay uno donde se hallan depositadas unas piedras muy grandes, que han de haber sido traídas en un viaje a Córdoba o algún otro sitio de montaña. Son tan grandes que casi no puedo manipularlas o lo hago con mucho esfuerzo y bajo ellas siempre tengo la certeza de que hay toda clase de cúmulos vivos. Arrastres de vida, cosas que reptan, situaciones horripilantes plenas de patas que basculan de un lado a otro y me desafían enérgicas. Me gustaría dejar pendiente la descripción de esas piedras. Me gustaría saber si subsisten. Seguramente sí pues lo geológico –opuesto a lo biológico y durable— goza de otros parámetros extraños a todo lo efímero. Y, aunque no subsistan los jardines, puesto que dependen plenamente de voluntades particulares y por eso, a diferencia de pinturas o esculturas, casi no hay jardines históricos. Solo cuestión de voluntades y de contingencia histórica, a eso se debe la perduración de esos espacios, aunque como dice Gilles Clément, no hay certeza científica sobre el límite de la vida de un árbol («Work-shop Gilles Clément: charla Gilles Clément» 25’42’’). Un resultado más que paradójico. Nuevamente se nota que todo límite en la actualidad es algo impuesto por las manipulaciones humanas. Hay una clara distancia entre unos apuntes de la más temprana infancia jugando en un jardín y las intuiciones de un pensador botánico cuando alerta sobre la importancia de problematizar la cuestión de la «libertad» en la gestión de los espacios. Así y todo me resuena Clément al referirse a ponerle nombre a las cosas y al reconocimiento tácito que allí humanamente se instala en cuanto a que se acepta la entidad de la cosa misma.[4] Se diría que recién ahí se abre la posibilidad para que eso sea en última instancia reconocido. El jardín ha significado en mi vida un primer ejercicio de nombrar las especies vivas. En el jardín veo las reliquias o, más bien, porque las reliquias portan una historicidad veo unas naturalezas, unos restos. Son pedacitos sobre la tierra de materias ahora inorgánicas, fósiles, animales o pieles que están allí, depositadas como cosas que devuelve la fuerza de lo natural. Es algo de cierta abstracción como la laisse de mer, una metáfora no fácilmente digerible.[5] Como un bicho canasto, es un capullo de unos cuatro centímetros de largo que cuelga de una pared o de un tronco, generalmente, un lugar protegido, pues los animales suelen identificar los lugares tanto para nacer como para morir. De una cierta forma cónica, una construcción perfecta de diminutos tronquitos entrelazados que alcanzan una rigidez considerable. ¿Ese resto donde algo se ha gestado y que luego simplemente queda como un capullo de crisálida que el sol no logra deshacer? Exoesqueletos que están dispersos en la tierra, insectos que han cambiado o se han desarrollado más. Pequeñas caracolas abandonadas. ¿Cuál es el estatuto de todos esos seres, son ahora como la roca, como las estrellas que titilan en el cielo con semejante intensidad pero que han dejado de existir hace millones de años? ¿Cómo esas cavidades pueden haber alojado algo vivo, o acaso son aún restos un poco vivos o al menos más vivos que algo por completo inanimado? ¿Hay un intermedio entre lo vivo y lo no vivo, se puede estar a medias vivo?

A partir de las investigaciones sobre Oiketikus Kirbyi empiezo a fantasear con los anillos de W. G. Sebald.[6] ¿Podré interceptar las historias que recorren ese laberinto documental y mezclarlas con mis propias historias? Como lector siento por momentos que los anillos innumerables de Sebald se escurren entre las manos como una arena finísima. Sin embargo, me permito imaginar múltiples paralelismos entre el gusano canasta y las vicisitudes y los fallidos intentos por crear un imperio de la seda por parte de las potencias europeas. Pero creo que lo más conmocionante es que allí Sebald trae a colación la cuestión de la jardinería y la moral. El ministro que dice que el bicho puede moralizar al pueblo o como contrapartida solo desmoralizarlo. Me pregunto si alguna vez me atreví a masacrar y experimentar con un canasto, nunca hasta donde yo sepa o recuerde. Se suponía que una vida se había desarrollado dentro de éste hasta abandonarla, ¿pero acaso pude alguna vez corroborar que estaba totalmente vacío? Mi abuela, ignoro por qué tenía devoción por este insecto, creo que porque conmueve a cualquiera la obsesiva laboriosidad de ciertos animales. Jamás pues, me hubiese permitido masacrar a uno para revisar el interior de aquella cesta. Pero nunca me dijo: «no toques el bicho canasto porque eso está mal», simplemente me mostraba que el animal era un animal fantástico, respetable. Simplemente me decía: «un bicho canasto», y señalaba. Sebald refiere a quienes se detuvieron a pensar en la moralización del pueblo a través de los bichos. A partir de sus estudios de los diarios del naturalista y médico al que con asiduidad cita, Thomas Browne, Sebald introduce este nuevo anillo a partir del cual dice que, en un bastón de caña de bambú hacia el siglo V, dos monjes persas que habían tenido una larga estadía en China, fueron los primeros en transportar huevos de Bombyx mori por primera vez a Occidente (209).[7] Sin presentar el extremo diformismo sexual de Oiketikus kirbyi se trata también de un insecto cuya única ocupación en el período adulto es la reproducción (Mexzón, Chinchilla, Rodríguez 67). El pequeño macho en forma de mariposa muere luego del apareamiento y la pequeña hembra también muere en forma de mariposa tras poner entre trescientos y quinientos huevos (Sebald 210). Luego de unas cuatro semanas signadas por el irrefrenable apetito y de varias transformaciones en las cuales el formato de oruga va cambiando de coloración, tamaño, textura y composición, se prepara para una dormida final. Aquí es donde, aplicando ciertos jugos resinosos producidos por su organismo, el gusano ahora casi transparente, hace la famosa hilada (210). Ambas cunas, la una de cera y fragmentos de planta o substrato y, la otra, un capullo de apariencia algodonosa de pura seda, tienen finalidades equiparables aunque no similares. Pues la oruga de la seda lo construye para que la crisálida pueda establecer su transformación definitiva. De allí saldrá una polilla ponedora de huevos. Por esta razón, la envoltura oval del gusano de seda es menos una casa que una cámara de metamorfosis, pues el gusano —como vengo diciendo— se transforma allí en crisálida y, más tarde, la mariposa abandona la cápsula de unos trescientos metros de hilo envuelto. Oiketikus kirbyi figura una rusticidad contrastante; su celda es a base de un trenzado de palillos de apenas milímetros montados en una cera que segrega su cuerpo. Pero la cesta campestre y la cápsula de seda tienen la particularidad de conseguir un cierre hermético óptimo. Ni la humedad, ni el aire, ni las agresiones del mundo exterior pueden penetrar allí. Por lo demás, decía que el canasto es una casa porque es el habitáculo de la hembra de la especie, el macho dedica su vida a recorrer los jardines al vuelo hasta que encuentra un canasto donde introducir su materia seminal. Luego muere. La hembra es fecundada en esta muy compleja contorsión abdominal que el macho realiza para introducir su material genético dentro del canasto y dentro de la abertura genital en el abdomen repleto de óvulos de la hembra. Ésta luego pone los huevos y se sale del canasto; se deja caer al vacío y muere. La alimentación de la familia Psychidae a la que pertenece O. kirbyi no es morera blanca y, en este punto, tengo dudas de por qué abundaba en aquel jardín de mi infancia esta especie, ya que no recuerdo que hubiese alguna de las un tanto exóticas especies de cultivos que estraga como está asentado. En la lista figuran: musáceas cuyo fruto es la banana, palma aceitera, planta de cacao, otra especie de palma llamada pejibaye muy apreciada porque de ésta se extrae el palmito, tampoco cocotero, ni almendro, ni cítricos. Eucalipto sí había pero en un baldío lindero que daba a la calle de atrás, y era un árbol enorme. No recuerdo que hubiera níspero o teca (Tectona grandis). En cuanto a la seda, siempre siguiendo el relato de Sebald que sigue las investigaciones de Browne, unos 2700 años a. de C. se supone que fue el emperador Si-Ling-Chi quien tuvo la iniciativa de cultivar la seda por vez primera. Pero el dato interesante es que, desde los inicios, se le asigna a las mujeres de palacio desde la más alta jerarquía, o sea desde la emperatriz misma, la tarea de manipular y producir los tejidos. Un salto de unos cuantos miles de años y de todos los detalles de las peripecias de la sericicultura en China y, luego, en Europa a partir de la anécdota de los dos monjes, me lleva a un primer hito que es Olivier de Serres. Conocido como el padre de la agricultura francesa (212). Había causado mucha impresión en Enrique IV con su trabajo Le Théâtre d´agriculture et mesnage de champs y el monarca lo insta a participar de su gobierno junto al otro principal, el duque de Sully, Maximilien de Béthune. La condición que pone de Serres es vía libre para desarrollar la industria de los gusanos y plantar moreras en todo espacio ajardinado en las inmediaciones de los palacios y del país en general. Esto implica su pedido anexo de vía libre al desbanque de vegetación que sea preciso. Sully se opone a la sericicultura a gran escala en tierras galas con varios argumentos pero el que me parece más interesante, según lo expone Sebald a partir de las memorias del duque, es el que señala una suerte de feminización masiva del fuerte y bien constituido para las artes guerreras, campesinado francés (214). Se trata de un argumento más rousseauniano —estos hombres presumiblemente son contemporáneos del ginebrino—, y si tiene aires rousseaunianos ha de tener también fuertes connotaciones morales. La crítica de Sully es que la sericicultura degeneraría a la población, —Sebald utiliza la expresión «clases urbanas»— porque introduce refinamiento y lujos innecesarios: «acarrea: pereza, afeminamiento, avaricia y prodigalidad» (214). Este malgasto supone una lista que ejemplifica un mal manejo de los fondos públicos y que tiene como primer caso a los jardines, y le siguen, palacios, objetos de decoración, ornamentos de oro, vajillas de porcelana, carruajes, festejos, cuestión que no sorprende porque, si bien ya no son los tiempos del jardín formal, falta mucho aún para que el espacio verde se ofrezca al regocijo de las multitudes. La conclusión es explícita, según Sully introducir la sericicultura significa un daño general a las costumbres (214).

2.- El jardín en los objetos artísticos de Derek Jarman

En toda su obra fílmica, Jarman plasma en la pantalla imágenes de jardines, campos, arboledas, flores de diversos tipos. En un texto como Naturaleza moderna [Modern Nature] insiste en la obsesión por las flores que lo ha perseguido toda su vida. Es tan amplia y prolífica la presencia del jardín en sus obras, que no me atrevo aquí más que a focalizar puntualmente algunas cuestiones que desarrolla en algunas de ellas y que me interesaron especialmente o que puedo orientar hacia mis propias indagaciones. El universo de los jardines se caracteriza por subsumir o trazar paralelismos en la experiencia de la infancia, en el recuerdo de aquellos que pretenden dar cuenta de aquellos sellos. Tomo por caso un film que parece transcurrir en un inmenso jardín. Me refiero a Sebastiane. El trabajo de documentación histórica y erudición que hace Jarman en este film es sorprendente. Cada detalle está cuidado, cada palabra en latín, los utensilios y las ropas, las bromas y los temas de conversación. Hay ciertos espacios ajardinados y todo es una simulación. Podría denominarse un parque romano. Tiene esos componentes que se le reconocen a lo romano —por lo menos una caricatura—; la brutalidad, lo austero, las obscenidades y/o excesos. Es una simulación porque todo es una farsa. De hecho, Sebastiane se rebela contra esa farsa de tener que pelear, realizar rutinas militares, como si aquello tuviese alguna finalidad estratégica. No es un jardín si por jardín entendiéramos un espacio cuidado, controlado y mantenido. Es bello porque lo es. Es naturalmente bello. Es una buena excusa para inquirir en aquel espacio y preguntarse qué clase de apreciación se propone al espectador. Si es una apreciación pura de la naturaleza o carecería de sentido esa distinción. Sin lugar a dudas, el castigo impuesto a los soldados consiste en el aislamiento y la distancia del mundo civilizado. Con la sobrecarga de cumplir una función inútil y desesperanzada. Lo que sería importante remarcar es la dificultad de alcanzar una apreciación estética de la naturaleza con criterios fuertes. Un criterio fuerte equivaldría a decir que el objeto que se nos pone enfrente es natural en un sentido fuerte porque, bajo ningún aspecto, ha sido intervenido por la voluntad humana y, por lo tanto, se aleja de cualquier nota de artificiosidad. Pero en el espacio natural donde están los soldados no hay, con todo, objetos despojados completamente de la voz, la magia, la simbología religiosa antigua y nueva, hábitos que determinan la relación con el entorno. Esto no impediría, en principio, hablar de una apreciación estética de la naturaleza porque ciertas expresiones y actividades humanas pueden pensarse en continuidad con lo natural.[8] Como todos esos cuerpos masculinos que pujan, actúan, se rozan y se lastiman. Pero una mixtura de naturaleza porque es constantemente una escenificación de la vida en la naturaleza; esto se ve muy bien cuando cazan a un cerdito. Es un juego que, más bien, sirve para mostrar una vez más la destreza de aquellos cuerpos atléticos: cuando Severus le clava una estaca al animal, parece más una danza macabra que la obtención del alimento.

Se ven algunas escenas que tienen una fuerza de jardín muy patente por la presencia constante de la piedra, el agua, brisas y reflejos de la luz. Y, en este sentido, una búsqueda de apreciación estética en el sentido débil. Donde se confronta al espectador permanentemente en un sentido acotado. Es decir, con agua siguiendo el recorrido de un cuerpo o, como refiero más adelante, con la belleza de una caracola de la cual se deviene presa/cuya tentación no se supera.[9] En general, los problemas que Jarman aspira a mostrar en sus imágenes son un derroche de planos cuando se trata de la violencia o de la danza o de la sensualidad de los cuerpos. Sebastiane es quizás el film donde esto se despliega de un modo tan explícito, que llega a imprimirle un toque de simplicidad menos frecuente en otros trabajos del artista, donde el guion es menos lineal. El paisaje de la película es en extremo rocoso, lo que sugiere vinculaciones con dos cuestiones. Por un lado, la fascinación de Jarman por los jardines de piedras. Pero, aquí, por la presencia del calvario y de la piedra que aprisiona el cuerpo, así como la arena candente lacera la carne. La piedra caliente, seca y filosa parece ser esa insignia de agresividad y castigo sobre el cuerpo en rebeldía.

En la última etapa de su vida, Jarman se dedicó a escribir un diario y suele apuntar observaciones sobre sus films. La idea de elegir escribir un diario es algo que, casi sin lugar a dudas, está estrechamente relacionado con la privacidad, los espacios íntimos, esas cosas que no se van mostrando. Si bien él dice en algún pasaje que no le interesan los secretos. Los diarios de Jarman sobre Dungeness son los escritos de un solitario enternecido entre sus cosas. Sus cosas vivas. Él narra con exquisitez la relación con su jardín. Para Jarman, el espacio jardín y la infancia son cosas que van juntas. Apenas iniciado el diario señala:

Las flores se abren y se confunden entre sí como solían hacerlo las plantas rastreras de los senderos de mi niñez. Mis preferidas eran las estrellas azules de las nomeolvides autóctonas, que centelleaban en los oscuros matorrales eduardianos del jardín de mi abuela.(…) Estas flores de primavera son mi primer recuerdo, un descubrimiento sorprendente; resplandecían brevemente antes de morir, dividiendo el encanto entre días y meses, como el gong que, interrumpiendo mi soledad, nos llamaba a la mesa. (31)

Otro punto que me parece sumamente esclarecedor en sus recorridos es el nombrar sistemático, diría, casi obsesivo de Jarman y que, como señala Clément, es lo que da entidad:

Primero habría que aprender a reconocer esa diversidad, ponerle nombre a las especies porque lo que tiene un nombre existe. Muy pocas personas son capaces de nombrar las especies que encontramos en los terrenos baldíos y lo que no tiene nombre, no existe, podemos destruirlo. Haciendo esto, estamos destruyendo nuestro propio futuro. (Clément, «Jardín: artificio y genio natural» 8)

Describir un jardín exhaustivamente, a través de sus múltiples estratos, es una de las tareas más complejas que se pueden hacer con palabras, es necesario amar la meticulosidad, los detalles y contrastes, tener gran erudición. Es la única manera de que quien lo lea sienta ese recreo para la visión y los sentidos que es estar en un jardín. Jarman, claro está, es muy profesional en este sentido y ello se entrelaza con el cariño que siente por sus cosas vivas. Creo que, por lo demás, la sintonía que mantiene con Clément en estas preocupaciones de la jardinería es total. Pienso, por ejemplo, en un episodio tan simple como sorprendente, narrado por Jarman cuando evoca la construcción de su jardín y afirma enterrar toda la «basura» en un solo lugar marginal del terreno, donde replanta todo lo que había desbancado de otros sectores para preparar el suelo. Y, si volvemos a Clément, leemos:

Durante más de siete años desarrollé un método de mantenimiento que consistía en elaborar un jardín aceptando una biodiversidad vegetal que a menudo la gente califica de maleza o cosas sucias, etc. Para mí es lo contrario: es una riqueza. El jardinero que soy no tiene que andar vestido y armado como un militar: no utilizo químicos. («El hombre que domesticó la maleza» 69)

A estas ideas, que tienen que ver con armonizar el espacio, poblarlo con lo que el mismo espacio espontáneamente produce, las explota Jarman en su constante uso de la laisse de mer en sus constantes incursiones por el Ness. Casi de forma rutinaria repara en que ha salido a caminar por la playa, ha juntado unas maderas, piedras y diferentes objetos, que luego utiliza para hacer la planificación o construcción de sus canteros. Equilibrio milagroso, como dice la introducción de Olivia Laing a Naturaleza moderna:

A primera vista, cuesta imaginar a Dungeness como una ubicación prometedora para un enamorado de las plantas. Este sitio conocido como «el quinto cuarto» del mundo es un lugar distinto de cualquier otro, un microclima de extremos, asolado por la sequía, los fuertes vientos y la sal de mar, perniciosa para las hojas. Sobre ese desierto de piedra, al que una imponente planta nuclear ignora, Jarman decidió conjurar un oasis improbable. Al igual que con todos sus proyectos, lo hizo a mano y con un mínimo presupuesto. Cargando estiércol y cavando agujeros en la grava, convenció a las rosas antiguas y a la higuera de florecer con el mismo encanto con que manejaba a sus actores. (12)

El jardín no es tanto algo que se produce sino algo que se atrae a sí desde esta intensidad de afición y saber, la construcción se mezcla con el diseño y la invocación:

«no hacer nada», sobre todo nada: dejar el lugar con su propia riqueza de biodiversidad y explicar al alcalde y a los políticos que eso [no hacer nada] puede ser lo más útil e importante para la humanidad. A mis alumnos les digo que nuestra profesión tiene una ventaja increíble: si no hacemos nada, somos útiles a todo el mundo. Si no hacemos nada, el baldío se transforma en una selva: oxígeno para todo el mundo. Oxígeno que tenemos que compartir. Así como todo el «bien común»: la lluvia cae sobre la cabeza de los pobres y de los ricos de la misma manera. (Clément, «El hombre que domesticó la maleza» 69)

Detenerse en estos fragmentos permite extraer la conclusión de que dos elementos esenciales de la práctica de la jardinería, como son poda y cerca, no aparecen en estas obras más o menos recientes. Clément ha dicho bastantes cosas sobre la cuestión de la poda con su noción de «jardín en movimiento» y Jarman ha neutralizado los límites materiales de su jardín de piedras. Tal como se ha mencionado ya, esos límites tienden a fundirse con el horizonte o con aquellos lugares monstruosos que lo circundan; el mar, la central nuclear, y más allá el cielo (Beruete 319). [10] Qué ha sido lo que a algunos botánicos y paisajistas ha hecho reflexionar acerca de que un espacio puede ser gestionado de otro modo. La modernidad se ha retrasado bastantes años en desactivar ese ver la naturaleza como un material plástico pleno de pasividad.

Querría referirme, en último lugar, a dos elementos ya mencionados y, tal vez, exponerlos interrelacionados. Laisse de mer en la construcción del jardín jarmaniano pero también recurrencia en sus trabajos de cine, por ejemplo en The Garden. Y concebir la idea de naturaleza en un film como Sebastiane desde puntos de vista alternativos. Naturaleza es un elemento que identifica mar, playas, restos geológicos pero que también es su negación, pues de inmediato el deslizamiento hacia esas zonas de artificiosidad reaparece. Nada indica que se deba o pueda salir de esa permanente contaminación de objetos. El caso de Sebastiane me parece muy interesante por la incursión en esa realidad mística poblada de elementos paganos llena de simbologías cristianas pero que aparecen a medio desarrollo como en una nebulosa. ¿En qué clase de entorno natural caminan estos personajes? Un espacio tan alineado con los elementos de su mundo cultural pero donde es difícil encontrar las zonas en que empieza la cultura y queda atrás la naturaleza. Se trata de capas finísimas unidas y sobresaturadas.

La escena de Sebastiane que me conduce a pensar todas estas relaciones es la de Sebastián y Justino tomando sol en una roca, mientras mantienen el siguiente diálogo:

[Sebastiane dormita al sol y Justino a su lado está en pose de pensador y mira hacia las aguas claras-verdosas][Sebastián]¿Qué es lo que estás viendo, Justino?/[Justino] Una concha preciosa. ¡Mira! Una concha con una perla./[Sebastián] ¿Puedes alcanzarla? [Sin dudarlo un segundo Justino se pone de pie y se lanza al agua en clavada y, a los pocos segundos, reaparece con el premio. Se la da a su amigo y luego se va dando una sucesión de pases de mano en que ambos escuchan con la caracola pegada a la oreja lo que el atractivo objeto del mar tiene para susurrar]/ [Justino] Toma, Sebastiane. Es para ti./¿Qué es lo que se oye?/ [Sebastián] Oigo suspirar a los viejos dioses, ¿y tú?/ [Justino] Nada. ¡Espera! Una gaviota que grita en una gran tempestad./ Oigo tu nombre, Sebastiane. ¡Sebastiane! ¡Dilectísimo Sebastiane! Toma, escucha./[Sebastián] Oigo un canto tan hermoso como el del ruiseñor. Escucha. Me recuerda a mi infancia y a viejas voces medio olvidadas./ [Justino] Oigo… Ahora es una nana con gaviotas que gritan cada vez más fuerte. [La escena concluye con la caracola de forma cónica sostenida por Sebastián apuntando hacia el cielo blanco]. (Sebastiane 59’41'')

Como señalé, la roca se encuentra cubierta de alga marina en medio de ese remanso del mar en que están los dos amigos bebiendo rayos solares. Surge en medio de esta escena de la naturaleza un objeto que destella en el fondo y Justino se lanza al descubrimiento de hacerse con él. Luego irrumpen todos esos elementos tan característicos de ese mundo cultural tan firme que, cuando cruje, enseguida deja ver todas las nuevas imágenes. Un buen ejemplo de cómo lo natural de la escena es inescindible de artefactos culturales tan aferrados a las superficies como los elementos de la naturaleza. El objeto producido por la naturaleza y, en consecuencia, natural hace las veces de reservorio de la imaginería cultural, resguardo de la historia quizá no escrita aún. Allí moran las viejas voces medio olvidadas de mundos que van desapareciendo. Y si, para Sebastián, la caracola amplifica los recuerdos y los trazos de identidades que van quedando atrás, para Justino, es esa tecnología de los vates que con una imagen desconcertante anticipan las desgracias venideras. En tal caso, le advierte a Sebastián que los horrores que se oyen allí dentro se refieren a su nombre.

En The Garden, las imágenes del mar, el baño del agua oscura cubriendo esos mantos de grava son insistentes. Esa imagen aparece unas diez veces desde el comienzo hasta el final del film, esa grava que se muestra sola sin nada que el mar devuelva a las playas es la materia de la que está hecho el jardín de Prospect Cottage. Pues, en los diarios Jarman, se explica que la grava se ha depositado alguna vez en una gran crecida de las mareas que por el momento parece que no se repetirá. Por lo demás, el film insiste con la cuestión del vacío que deja tanta violencia y tanta falta de sentido a partir de relatos que han organizado el sistema de valores de la sociedad occidental. Sin embargo, irrumpen reflejos de un Jesús que en vez de decir soy el Camino, la Verdad y la Vida como aparece en Juan 14:6 dice:

          Quiero compartir este vacío con ustedes.
          No llenar el silencio con notas falsas, o crear un camino a través del vacío.
          Quiero compartir esta desolación del fracaso.
          Los otros les construirán carreteras en ambas direcciones.
          Yo ofrezco un viaje sin dirección, incierto y sin una conclusión dulce.
          Cuando la luz se desvaneció, fui en busca de mí mismo.
          Había muchos caminos y muchos destinos. (01’36’’)

El jardín es el espacio de las delicias y de los padecimientos, tal como figura en el mítico Jardín del Génesis bíblico. El escenario donde se comete un conjunto de atrocidades porque sí, porque la diferencia y el régimen del deseo alternativo a la matriz oficial debe ser conjurado, siempre. Es un jardín gobernado por la cerrazón, la monotonía corporal y gestual y donde todo es certeza y con direcciones predeterminadas. Es profundamente desesperante y de conclusión amarga. Como una injusticia por todos vivida y soñada. Parece que el arma única contra todo ese mal es juntar un montón de tristeza, tan insistente como ese mar oscuro que se revuelve sobre la grava vacía gris-amarronada y arremeter con fuerza con el dictum: «Cuando la luz se desvaneció, fui en busca de mí mismo».

 

Notas

[1] Históricamente hay una división entre el norte y el sur en lo que actualmente se denomina Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Ahora bien, una simple dicotomía que señale que hay una composición social rica en el norte y pobre en el sur, sería demasiado esquemática y dejaría de lado el hecho de que la cristalización de esas diferencias desde el siglo XIX, pero sobre todo a comienzos del siglo XX, obedece a múltiples factores. Aquí mencionaré al menos dos. El primero está vinculado a una cuestión puntual, en el año 1871 se produjo la primera gran epidemia de fiebre amarilla que asoló la zona sur de la ciudad, sobre todo por ser el territorio más poblado de aquel entonces. Debe destacarse la proximidad de la zona portuaria y los cada vez más frecuentes y numerosos contingentes de inmigrantes europeos, pero también de otras zonas más remotas. Las clases pudientes —ante el agravamiento del flagelo— fueron trasladándose hacia la zona norte. Esto cambió la composición social de los barrios y también su fisonomía. De hecho, muchas de las casonas de familias de clase alta que se ubicaban en barrios antiguos como La Boca, Barracas o San Telmo dieron lugar a los conventillos. El segundo motivo tiene que ver más con la planificación de las políticas habitacionales que se fueron desarrollando, sobre todo, en los primeros años del siglo pasado. Las élites gobernantes de aquel entonces no miraban con buenos ojos la concentración de familias obreras y contingentes de inmigrantes pobres que se instalaban, casi exclusivamente, en las zonas aledañas al centro histórico de la ciudad y sus inmediaciones. Con el correr de los años la zona fue incrementando su valor, en términos inmobiliarios, y por lo tanto se buscó con diferentes gestiones y argumentos expulsar a las clases trabajadoras hacia zonas más periféricas. (Cravino 14)

[2] «Simplicidad voluntaria» es una noción que acuñó Duane Elgin y en línea con la voluntad de relacionar fuertemente jardinería y sabiduría. En este caso, implica una apuesta consciente a no dejarse arrastrar por la lógica del consumismo, la certeza de que la felicidad no tiene casi nada que ver con rodearse de objetos de consumo (Beruete 313). Esa penuria que inunda los tiempos, llevando a los individuos a la compulsión consumista, también está retomada en The Garden por Jarman a través de una parodia espesa y obscena del uso de la credit card —seguramente un ícono del consumismo de los años 80.

[3] Un buen ejemplo de esto es el film del mismo Jarman, Caravaggio. Comprende varias escenas donde se explicita esta necesidad del pintor mimético por atravesar con la mirada los objetos tan escénicos en este caso. Hay en ese Caravaggio de Jarman un fuego en la mirada que, cuando encuentra a través de los ojos lo que está buscando, no puede más que dejar escapar chispas de felicidad.

[4] En concreto lo que señala el autor es lo siguiente: «Primero habría que aprender a reconocer esa diversidad, ponerle nombre a las especies porque lo que tiene un nombre existe.» (Clément, «Jardín: artificio y genio natural» 8)

[5] Literalmente se traduciría como «dejos del mar». Objetos, restos, orgánicos e inorgánicos, devueltos a la playa. En el año 2019 cursé un seminario titulado «Artes visuales y representación literaria», dictado por Ana Lía Gabrieloni. Fue la primera vez que escuché la mentada expresión. De alguna manera, me pareció que la teoría recogía una imagen de ciertas experiencias personales del espacio y los paisajes. En una conferencia titulada «La naturaleza de la naturaleza en la literatura y el arte», Gabrieloni llama a esto los «museos imaginarios». A diferencia de los museos propiamente dichos que son claramente, y ya que hablamos de restos, sedimentos conformados institucionalmente, en los imaginarios, en cambio, la imagen del mundo es privilegiadamente subjetiva, afectiva y, replantea, de manera peculiar la pregunta por una historia natural del arte. Sobre todo cuando esos modos imaginarios son infrecuentes, allí encontramos la imagen del jardín abandonado y la imagen del mar. (1) En relación a la cuestión del mar que es en este momento la que importa, Gabrieloni hace una sucesión de arribos en varios que han estudiado la cuestión de lo que dejan las bajas mareas: Francis Ponge, Marguerite Yourcenar, George Bataille, Michel Tournier, Jean Bertrand Pontalis. En cada estudio aparece una captación de la riqueza de ideas asociadas a estas imágenes del giro idiomático francés. Además, cita Gabrieloni a la escritora Marie Darrieussecq quien proporciona valiosas precisiones: «La laisse de mer, por lo común una simple franja de arena, es el lugar del mundo que recibe el impacto del mar; precisamente ese lugar del mundo donde, en el caso de las olas, tiene lugar la unión. Se trata, en consecuencia, de un lugar importante. La laisse de mer no tiene dimensiones definidas, y ofrece poco sustento a la descripción en tanto es un lugar titilante.» (7)

[6] Bicho canasto en el registro cotidiano.

[7] Gusano de seda en el registro cotidiano.

[8] «En un sentido, lo que hace de un cuerpo humano un objeto natural (…) es el hecho de que su principio de crecimiento tal y como perdura a lo largo del tiempo es asunto de la naturaleza, no de contribución humana: al igual que sucede con ciertas clases de objetos naturales, con los árboles, por ejemplo, con todo lo viviente, de hecho, el patrón de crecimiento del cuerpo humano es inherente a él mismo. Por ello, qué es lo natural no debe ser pensado como qué es “lo humano, ni en sí mismo ni en su origen”, y no debe oponerse a lo que es hecho por el hombre, sino al arte factual (a la obra del artificio humano).» (Budd 22)

[9]  «Al mirar una fuente, no observamos un estado natural de cosas. Sin embargo, podemos apreciar algunas de las propiedades perceptibles del agua, una sustancia natural, en particular su liquidez, movilidad, y la forma en la que capta la luz. Todo lo que se sigue del hecho de que gran parte de nuestro entorno natural muestre la influencia del hombre y de que habitualmente estemos frente a escenas que de varias maneras implican artificio, es que la apreciación estética de la naturaleza, si quiere ser pura, debe abstraerse de cualquier diseño impuesto sobre ella, especialmente de un diseño impuesto para lograr efectos artísticos o estéticos.» (28)

[10] El concepto «jardín en movimiento», acuñado por Clément, implica el interés por los suelos baldíos y está ligado a una producción de sentido que excede a la jardinería en el marco del concepto de entropía. Repiensa la noción «mala hierba» y la noción «especies vagabundas» como componentes que hacen al funcionamiento real de un jardín. (Garrido 197-200) Otra vía para comprender el jardín en movimiento es postular que la creencia acerca de un jardín como un espacio donde todo es controlable, es algo ilusorio y, entre otras cosas, resultado de cierto desconocimiento. Lo importante, desde la perspectiva de Clément, es que eso a gran escala atenta contra la biodiversidad: única salvaguarda de la vida humana y del resto de las especies. (Clément, «El hombre que domesticó la maleza» 69)

Bibliografía

Filmografía

  • Caravaggio. Dir. Derek Jarman. Channel 4, British Film Institute, 1986. 35 mm
  • Sebastiane. Dir. Derek Jarman y Paul Humfress. BBC Worldwide, 1976. 16 mm
  • The Garden. Dir. Derek Jarman. Basilisk Communications, 1990. Súper-8, video y 16mm

 

Imagen superior: fotograma de Prospect Cottage de Howard Sooley, 2014


 

Referencia electrónica

Pascale, Nicolás. «El jardín de San Lorenzo y el jardín de Prospect Cottage. Amplificaciones, miradas múltiples y reformulaciones de la noción “naturaleza”». Hyperborea. Revista de ensayo y creación. 4 (2021): 151-70. https://hyperborea-labtis.org/es/paper/https://hyperborea-labtis.org/es/paper/el-jardin-de-san-lorenzo-219
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.5291040

Publicación Hyperborea
Número 04