Fotos de familia. El álbum éxtimo de Marguerite Duras

Fotos de familia. El álbum éxtimo de Marguerite Duras»

Lucía Vogelfang
Universidad de Buenos Aires

Resumen

La foto familiar es un género representacional complejo, un objeto y una práctica de difícil definición que ha sido abordada a partir de acercamientos teóricos y metodológicos heterogéneos. Este artículo pretende estudiar algunas de las complejidades que encierra esta práctica y, a partir del estudio de caso de la escritora Marguerite Duras, cómo esta técnica se ha puesto al servicio de la industria editorial para la promoción de obras, pero también para construir sentido en el mundo del libro como objeto material tensionando la separación entre público y privado.

Palabras clave

Álbum familiar — Marguerite Duras — espectacularización de la intimidad

Title

Family photos. The extimate album of Marguerite Duras

Abstract

The family photo is a complex representational genre, an object and a practice of difficult definition that has been addressed from heterogeneous theoretical and methodological approaches. This article aims at studying some of the complexities involved in this practice and, from the case study of the writer Marguerite Duras, has been put at the service of the publishing industry not only to promote works, but also to build meaning in the world of the book as a material object, thus making the separation between public and private more complex.

Keywords

Family album — Marguerite Duras — spectacularization of privacy


El álbum familiar

La mayoría de las familias conservan rastros de su pasado en forma de fotos, organizadas en álbumes que exponen los lazos familiares y fijan la sucesión de las generaciones.[1] Este género representacional surge a mediados del siglo XIX, cuando un fotógrafo, en general alguien cercano, tomaba la imagen de la familia y la volvía eterna. Esos momentos componen las imágenes de una intimidad que se preserva, al tiempo que se pone en valor. Al final de ese siglo, con la simplificación de los procedimientos fotográficos, los álbumes se multiplicaron en las familias burguesas y aristocráticas, permitiendo conservar esos momentos íntimos para las generaciones futuras. Con la expansión de la práctica, esos momentos de foto van estereotipándose en poses y temas (véanse por ejemplo el estudio sobre las fotografías de casamientos de Martine Tremblay o el de Irene Jonas sobre la fotografía familiar en la era digital) y surge una necesidad de registrar ciertos momentos. 

Los primeros álbumes, muy estandarizados, aparecieron hacia 1860, con ventanitas recortadas para insertar las imágenes en formato carte de visite que la alta sociedad se hacía tomar en estudio para luego distribuir.[2] Hacia 1890, más familias empezaron a tomar sus propias fotos gracias a la llegada de los pequeños formatos, armando no ya un relato de la vida familiar, sino  una especie de genealogía, en versión miniatura y portátil, de una galería de ancestros que hasta entonces se reservaba solo para la aristocracia. La aparición de estos álbumes es testimonio entonces de la emergencia de la burguesía, una clase social en búsqueda de reconocimiento que encuentra en ese formato que se reservaba a los grandes hombres —políticos o intelectuales— su propio modo de representación. En la primera mitad del siglo XX el gesto fotográfico comienza a inscribirse en la vida común, a salirse del marco del estudio del fotógrafo, y a centrarse ya no solo en los retratos sino en acontecimientos de la vida familiar. Entre 1920 y 1930 aparecen los álbumes más personalizados, decorados e iluminados como los manuscritos medievales. 

Por el tipo de fotografías que contienen, los álbumes de familia son a priori objetos insignificantes, que retratan los grandes momentos de la vida familiar organizados cronológicamente, a veces acompañados de notas o de leyendas. Son además objetos que relatan la historia de una sociedad que de a poco fue aprendiendo a contarse a sí misma a través de la imagen. La industria, por su parte, colaboró simplificando materiales y procesos para que cada cual pueda fotografiarse a sí mismo y a sus seres cercanos, sin tener que recurrir necesariamente a un profesional, y en ese mismo movimiento influenció fuertemente la práctica. En los manuales de los primeros aparatos se aconsejaba sobre las tomas, se explicaba cuáles eran los momentos a fotografiar, e incluso se publicaban como ejemplos álbumes publicitarios que simulaban ser verdaderos álbumes personales. Esta estrategia comercial terminó por formatear el tipo de fotografía deseable para un bello álbum de familia, que se convirtió por lo tanto en un objeto muy normado y social: «no tomar fotos de sus hijos sobre todo cuando son pequeños es un signo de indiferencia de los padres», dice Susan Sontag (21). Kodak definió así los «ámbitos para la fotografía familiar que siguen vigentes un siglo después.» (Pou 198) [3]

Desde sus comienzos, la fotografía familiar [4] ha evolucionado no solo de la mano de los descubrimientos tecnológicos [5] sino también de las mutaciones sociales, aunque su expansión no se desarrolló de la misma manera para todas las clases sociales: recién en los años 1960, con la salida al mercado de la Instamatic de Kodak, pero también con las primeras vacaciones pagas, fueron los franceses quienes compraron masivamente su primera cámara y tomaron sus primeras fotos en familia. Así, la disponibilidad de una nueva tecnología derivó en una transformación de los usos, dejando de ser la fotografía exclusividad de los profesionales. 

La foto familiar y los álbumes, cualquiera sea la época, ofrecen la historia de una familia, en un marco de representación que siempre tiene sus reglas. Además, por lo general esas imágenes se construyen para dar una imagen tranquilizadora y normativa: hasta fines de los años 1960, por ejemplo, se imponía un modelo familiar y nada se fotografiaba por fuera de esa norma (Bourdieu 56-57). A partir de Mayo de 1968, la familia estalla en diferentes esquemas y configuraciones y estos cambios se reflejan en sus representaciones.

Observar fotos familiares despierta varias preguntas, muchas de ellas sin respuesta: ¿quién tomó esas fotos? ¿Con qué finalidad? ¿Cuántas tomas hubo de ese momento? ¿Con qué cámara se tomaron? ¿En qué condiciones se tomaron: son fotografías posadas, robadas? El álbum es además un objeto construido, con una puesta en escena rigurosa, que descansa en una selección de fotografías, posiblemente las más logradas. Las imágenes poco nítidas, mal iluminadas, sobreexpuestas, terminan en cajas o en la basura. Estos álbumes están compuestos por lo general únicamente de momentos felices, [6] acontecimientos repetitivos, convencionales, pues la esencia del álbum pareciera ser la ficción de la felicidad familiar. 

Los álbumes —el formato más arquetípico de representación de la fotografía familiar en el siglo XX— [7] Por eso se selecciona y archiva, se organiza y se clasifica, a partir de lo que la memoria quiere conservar o dejar en el olvido, destruir o salvar de la destrucción: «la selección, la apropiación y el depósito de imágenes del pasado resultan tanto de una voluntad de memorización como de un procedimiento de ocultamiento» (Muxel 175).

Las fotos de familia ocupan un lugar singular entre las imágenes que nos rodean. Son un rito de culto doméstico en el que la familia es a la vez sujeto y objeto (Bourdieu 57), una práctica social que involucra una relación particular entre el fotógrafo y los sujetos fotografiados, determinada en gran medida por el tipo de cámara utilizada, que muchas veces condiciona las características de la imagen. Los álbumes cuentan la historia de sus autores y de sus círculos íntimos y se enmarcan en una preocupación por preservar y transmitir la memoria familiar. Es por eso que muchas veces las fotografías participan de un relato oral. Porque la imagen familiar se lee esencialmente a través de un discurso de orden autobiográfico y exige que se la comente para adquirir su función mnemónica (Déchaux 15-19).

La fotografía familiar, pequeño estado de la cuestión

Como señala Gillian Rose (2) en un trabajo sobre fotografía de familia, el contraste es enorme: entre la omnipresencia de esa práctica y el poco interés que ha suscitado en la investigación. Es difícil incluso encontrar en la literatura una sistematización de cómo las ciencias sociales abordaron este objeto o con qué método. Muchos manuales y obras sobre los estudios visuales de hecho ignoran la fotografía de familia, o solo la mencionan al pasar. Douglas Harper (243) solo se refiere a ella en la conclusión de Visual Sociology, y Marcus Banks y David Zeitlyn (56) aluden a ella en unos pocos fragmentos de uno de los capítulos de Visual Methods in Social Research. El manual de sociología visual de Sylvain Maresca y Michaël Meyer tampoco le dedica un apartado.

La historia de la fotografía, por su parte, también se demora en hacer de ella un objeto particular. La revista La Recherche photographique publicó recién en 1990 un número especial sobre la familia, editado por André Rouillé, y la Nouvelle Histoire de la Photographie, dirigida por Michel Frizot, no le dedica ningún capítulo. Más recientemente el surgimiento del término fotografía vernácula repercutió en la importancia acordada a la fotografía de familia, pero sin embargo no se acompañó de una reflexión sobre su definición o sobre sus funciones específicas (Batchen; Chéroux).

El primer problema al que nos enfrentamos entonces es la atención tardía de los acercamientos teóricos y metodológicos a este objeto compuesto por el álbum familiar y la ausencia de una definición estable, simple y universalmente válida. Además, este objeto difumina los límites disciplinarios entre las ciencias sociales y el arte. De hecho, en la literatura sobre fotografía familiar encontramos obras que alternan entre historia del arte y psicoanálisis (Marianne Hirsch), entre historia del arte y sociología (Julia Hirsch), entre museografía y antropología (Martha Langford), entre geografía, sociología y antropología (Rose).

Este pequeño estado de la cuestión pareciera entonces alertarnos sobre el interés continuo pero marginal de la fotografía de familia en las ciencias sociales desde los años 1960 y sobre la falta de un acercamiento unificado que permita abordarla en su diversidad y especificidad, si es que la tiene. Por eso, lo primero sobre lo que nos detendremos es en intentar definir qué tipo de fotografías tomaremos para este análisis, muchas de ellas realizadas dentro del marco doméstico. En muchos casos además no sabemos quién ha disparado el objetivo, o con qué cámara se han tomado. Eso nos llevará a interesarnos en un primer momento en la producción de estas imágenes. Ya Pierre Bourdieu señaló la relación estrecha entre la familia y la práctica fotográfica en la noción de «rito de culto doméstico» (22), o en la «producción doméstica de emblemas domésticos» (51).[8]

El álbum de Duras: un intento de definición

Marguerite Duras, la escritora francesa nacida en Indochina, considerada mucho tiempo una escritora de culto hasta su éxito mundial con la novela  L’Amant (publicada en 1984 y muy rápidamente reeditada y traducida) crea en su obra un interesante entramado de texto y fotografía proveniente del álbum familiar. Este entramado no solo implica la aparición de fotografías narradas en su obra, sino que además muchas de ellas han sido utilizadas al servicio de la promoción editorial.

Para trabajar con este entramado tomaremos lo más cercano a una definición de este tipo de imágenes que nos parece lo suficientemente amplia como para abarcarlas todas, pero también lo suficientemente precisa como para delimitar el objeto: se trata de una técnica privada que «fabrica imágenes también privadas de la vida íntima» (Bourdieu 68). Podríamos decir incluso que son fotografías de la casa, es decir, conservadas en la casa, una manera de designarlas que pone el acento sobre el uso o sobre el destino primero de estas imágenes, y no sobre su modo de producción: de la casa no significa que se hayan tomado en el marco doméstico y tampoco refiere a su contenido, sino que son muchas de ellas las fotografías que Marguerite Duras conservaba en su casa y que han sido publicadas gracias al trabajo de archivo de su hijo en el álbum Marguerite Duras. Vérité et légendes

Se trata de imágenes de infancia, de vínculos familiares, de objetos y espacios que tienen un primer uso y efecto, doméstico, íntimo, que, en un segundo momento se vuelve éxtimo. Recurrimos al concepto lacaniano de extimidad para designar la exposición de lo que se conoce o conocía como intimidad.[9]

¿Qué pasa cuando esas imágenes dejan el contexto familiar, cuando se las priva de la vida privada, cuando se las arranca de esa tradición oral que les da existencia? Lo que pasa es que esas imágenes empiezan a decir otras cosas, a contar otras historias: «Cuando miro el álbum de familia de un desconocido, contemplo imágenes que eran fotos-recuerdos, pero para mí son testimonios y no son redundantes respecto de mi propia memoria (ya sea directa o mediatizada por narraciones familiares)» (Schaeffer 87). ¿Qué pasa además cuando algunas imágenes públicas se conciben a la manera de fotografías íntimas? ¿Qué pasa cuando la fotografía íntima se cuela en la fotografía oficial

¿Qué pasa, además, cuando esas imágenes se ponen deliberadamente a circular en otros contextos, con otros fines, cuando se las inserta en otra serie? ¿Dejan entonces de tener su función y su significación originales? ¿O las conservan, pero se les añade otra capa de sentido? 

Ésta es justamente la pregunta a la que nos enfrentamos al analizar las fotografías del álbum familiar de Marguerite Duras porque, como ya lo ha señalado Annette Kuhn en su aproximación teórica al tema, «lo público y lo privado son más difíciles de separar en la práctica de lo que la creencia convencional nos induciría a pensar» (4). Estas imágenes, que inicialmente se producen en el seno del espacio privado —o que lo recrean—, cuando, en un segundo tiempo, se libran al espacio público, plantean tensiones y obligan al lenguaje a crear torsiones, como es el concepto de lo éxtimo.

Entre lo íntimo y lo éxtimo

Muchos gestos y dichos subrayan la importancia de las fotografías de familia en la vida de Duras. Estas fotografías, en general de fotógrafos anónimos, fueron tomadas muchas veces en circunstancias anecdóticas y retratan a uno o varios integrantes de la familia, durante las vacaciones, en sus tareas cotidianas, posando en lo que parecieran ser imágenes para el recuerdo. Muy pocas parecen ser imágenes robadas, porque como hemos señalado, el álbum familiar solo conserva los mejores ejemplares. 

En L’Amant, la narradora dice: «De vez en cuando mi madre decreta: mañana vamos al fotógrafo. Se queja del precio, sin embargo, hace el gasto de las fotos familiares» (Duras, El amante 118).[10] Si bien el enunciado podría ponerse en duda al estar inserto dentro de una novela autobiográfica de la que Duras nos invita a desconfiar todo el tiempo cuando, por ejemplo, años más tarde, en L’Amant de la Chine du Nord dice recién contar la verdad: «En L’Amant de la Chine du Nord hay menos invención que en L’Amant» (Adler 567). Esto desdice sin embargo declaraciones del momento de la publicación de L’Amant cuando asegura que se trata de su propia historia. Pero, además, la declaración acerca de las frecuentes visitas a estudios fotográficos puede corroborarse en el álbum familiar de Duras en el que aparecen muchas fotos de su infancia: las fotos amarillentas de la Cochinchina, las fotos con su madre, con sus hermanos, los recuerdos de las vacaciones, los primeros años en París, la época de la guerra, los amores, la vida familiar y con amigos (estas imágenes son fácilmente rastreables en una búsqueda en Internet). Además, en La Vie matérielle, un libro de ensayos breves, Duras dedica un apartado a las fotografías familiares, donde sostiene que su madre hizo tomar «20 o 25 (…) para existir más» (112), pero que, sin embargo, al volver a ellas, esas fotografías «ayudan a olvidar» y confirman la muerte (112).

De todas las fotografías de la infancia de Duras, con su madre en ropas negras, con los niños en pose, con su hermano, con el sombrero de fieltro masculino, emanará la novela de la infancia que Duras escribirá a lo largo de su vida, esa mitología de la infancia, la de la niña pobre en la colonia en vestidos de seda, la de los ojos inmensos y penetrantes de la madre monstruo. Esa historia se plasma en diversos textos, incluyendo una novela, una obra de teatro y una autobiografía semificcional, como también en entrevistas, y en una serie de otros fragmentos autobiográficos, además de en el más reciente guion cinematográfico: en todos estos materiales Duras vuelve sobre las circunstancias de su infancia. Sin embargo, mucha de la información que provee allí es fragmentaria y se somete a cuestionamientos: hay inconsistencias, lagunas, contradicciones y una imposibilidad de distinguir ficción y realidad. El efecto final es menos una serie de hechos verificables, que la construcción de un mito inseparable de cada una de sus manifestaciones, como puede verse especialmente en L’Amant

Aunque la tapa no menciona una adscripción genérica, y hay controversias críticas al respecto, consideramos que con L’Amant Duras ha entrado en lo que Michel Foucault llama «la cultura de la confesión», que es en occidente «una de las técnicas más valoradas para producir lo verdadero» (8). Creemos, además, junto con Monique Pinthon (37) que, si en Un Barrage contre le Pacifique, publicada en 1950, Duras ya narraba en género novela episodios sobre los que volverá en L’Amant, «atenuaba [allí] la realidad, eufemizaba la fealdad física y moral y el desagrado que estas inspiraban a la adolescente llamada Suzanne». L’Amant, en cambio, «embellece al personaje del Chino de Cholen, recurriendo en un primer momento a la elipsis que hace desaparecer la fealdad, y solo queda la distinción, y luego a la hipérbole para decir la dulzura de la piel, la exquisita politesse o el refinamiento de sus modos» (37).

Por esta idealización, señala Pinthon, L’Amant revela más un pacto de lectura novelístico y es por eso que elegimos referirnos a ella como novela autobiográfica. La propia Duras, además, se expide acerca de la cuestión: «Me pidieron que ponga ‘novela’ [en la tapa]. Dije que podía ponerlo y después no lo puse. Preferí la sequedad del blanco. Que se diga ‘novela’ o no, en el fondo les incumbe a los lectores» (Armel 18). 

Como lo demuestra en las entrevistas, Duras es tan adepta a revelar nueva información autobiográfica, como a negar lo que parecía ya firmemente establecido. Lo que finalmente queda en evidencia es que su obra es una red de complejas y ambivalentes relaciones que tienen en su base escenas de sus experiencias de infancia que estas imágenes ayudan a cristalizar, aunque ella y su obra se empeñen en poner en duda.

Hay otra fotografía del álbum familiar de Duras, una de las únicas con su padre, quien antes de morir muy joven había abandonado a su familia en la colonia para seguir un tratamiento médico en Francia. En ella se ve a una muy joven Marguerite entre las piernas del padre, sus cabellos recogidos en un gran moño y un vestido de les années folles. Además, al lado de ellos, sobre el piso, descansa el sombrero que Duras llevará después y sobre el que volverá una y otra vez en sus relatos autobiográficos. La fotografía podría servir incluso de propaganda colonial, por la calma que transmite. 

En La Passion suspendue, de Xavière Gauthier, Duras se refiere a esta fotografía con su padre: «Era profesor, escribía libros de matemáticas. Murió tan pronto que puedo decir que nunca lo conocí. Solo puedo ver su mirada clara y a veces tengo la impresión de que se posa sobre mí. Solo tengo de él una foto marchita. Mi madre nunca nos hablaba de él» (23).

En muchas de sus fotos, vemos a Duras rodeada de fotografías del álbum familiar o incluso observando fotos íntimas. Todas sus casas y departamentos tienen paredes y aparadores dedicados a exponer fotografías del álbum familiar, e incluso en su departamento de la calle Saint-Benoît, colgado de una pared y enmarcado, había quedado una especie de collage que reúne fotos de ella y de su familia en diferentes épocas, entre cartas, postales y flores secas, destacando las fotografías como lugares del recuerdo (fig. 1). Varios de esos collages la acompañaron en sus escritorios y mesas de luz: «Como especies de rompecabezas que servían como hilos de la historia escrita, como soporte imaginario, como trampolín de climas y olores» (Vircondelet, Marguerite Duras 8). 

Las fotografías, como dice Duras, siempre han estado en su familia y en su vida: «Sobre mis paredes, tengo montones de fotos de mis padres. Miren en esta, qué natural está mi hermano pequeño, y cómo mi hermano mayor ya tiene esa sonrisa por encargo, mundana» (Duras Monde extérieur, Outside 2 464).

Figura 1. Collage de fotografías, cartas, postales y flores secas compuesto por Marguerite Duras, fotografía publicada en Adler (15)
Figura 1. Collage de fotografías, cartas, postales y flores secas compuesto por Marguerite Duras, fotografía publicada en Adler (15)

Alain Vircondelet, uno de los biógrafos de Duras, narra un encuentro con ella y con sus fotografías: 

Como excusándose por el desorden, ella concede que el ambiente es una especie de selva. Ahí veo todo el ‘paisaje’ de su ‘Asia’, los retratos de sus padres en las paredes, y cerca de la cabecera de su cama, colgado de un cable trenzado y retorcido con un broche de ropa, de la época de la guerra, una pequeña fotografía de ella, a los ocho o nueve años: en sus cabellos, un gran arreglo de raso blanco y esa mirada que absorbe todo, la misma que más tarde tendrá a sus quince años, en ese tiempo del transbordador que atraviesa el Mekong. (Rencontrer Marguerite Duras 64)

Sus fotografías familiares, banales, sugiere Vircondelet (Marguerite Duras 8-9), tomadas por su hijo y por sus amigos, convocan una faceta de Duras, la del desposeimiento, un estado intolerable, que no puede percibirse en sus fotos oficiales, provocando una mayor intimidad con ella, una tensión cómplice con quienes las observan. Es llamativa esta distinción de Vircondelet entre fotos familiares y oficiales, porque lo que veremos a continuación es justamente que en el uso publicitario las fotografías familiares adquieren otra envergadura, empiezan a participar de la iconografía durasiana y se vuelven, por qué no, parte de su imagen oficial.

Más tarde, las fotografías familiares siguen acompañando a Duras: encontramos fotografías con su hijo o con sus parejas. Respecto de estas últimas, podemos señalar que acompañan las nuevas configuraciones sociales de la familia y de la pareja. Mientras que las primeras fotos la muestran junto a Robert Antelme, las últimas la dejan ver con Yann Andréa, un joven 38 años menor, pasando por esa relación de amistad de a tres de la que surgió su pareja con Mascolo.[11]

Del universo prolífico de fotografías familiares queremos destacar las imágenes de su infancia y adolescencia, pero también algunas de la vejez, que se ponen al servicio publicitario de L’Amant al situar en escena esa tensión que surge a partir de la utilización pública de fotografías originalmente tomadas en el ámbito privado. Este uso nos permitirá vislumbrar también algunas maniobras que conforman la iconografía durasiana, al poner en diálogo sus propias imágenes con esa obra pretendidamente autobiográfica. Recordemos, además, la hipótesis de Beatriz Sarlo que sostiene que si hoy todo puede espectacularizarse, fuera y dentro de los medios masivos, si hemos llegado a un mundo de la postelevisión, a un «universo de ‘vidas privadas’ convertidas en ‘vidas públicas’» (53), es porque se han sucedido una serie de momentos clave. Porque si «el hambre sobre la intimidad de las estrellas» (54) en los años 1950 estaba atravesada por la barrera del recato y de la discreción, de cierta moral, del pudor, a partir de los años 1970 se identifica un cambio de época que trajo consigo un cambio de paradigma. Sarlo ve en este fenómeno «un deseo del público» (54), comparable a lo que Paula Sibilia (La intimidad como espectáculo) denomina «nuevas demandas socioculturales» y que Alberto Giordano (11) define como «un gusto por lo vivencial dentro de parámetros inéditos». Un deseo que algunos entendieron, captaron, interpretaron y al que supieron responder para convertir la intimidad en una vidriera y abolir las diferencias entre público y privado en un nuevo régimen de circulación en el que «los protagonistas gestionan su propia esfera de chismes y rumores» (Sibilia, La intimidad como espectáculo 57-58), volviendo su intimidad completamente pública y exteriorizándola (156). Coincidimos con Sarlo en identificar un punto de quiebre y creemos que Duras es una de las figuras centrales que contribuyeron a esa transformación. Pero más aún, consideramos que esta espectacularización durasiana anuda aspectos sociales para el devenir social y cultural y que participa de nuevos modos de producción de subjetividad. Como sostiene Sibilia (La intimidad como espectáculo), las nuevas formas de exposición pública de la intimidad son síntoma de importantes transformaciones en la subjetividad contemporánea, lo cual, como también señala Giordano, es «una tendencia global» (12) a la que llama «espectáculo de la intimidad» o «cultura de lo íntimo» (8-9). En esta tendencia es posible identificar una promoción por parte de los autores de la recepción intimista de sus ficciones. Consideramos que Duras es pionera en este proceso, pues acompaña ciertas obras con entrevistas en las que orienta la interpretación en clave biográfica, especialmente sobre el episodio de L’Amant. Estas teorías con las que hemos trabajado apuntan hacia la caída de la diferenciación entre privado y público en el marco de intimidad que se exteriorizó cuando los sujetos se convirtieron en «gerentes de su propio mundo ‘informativo’ y a él le dedican un tiempo considerable. Ese mundo es indispensable para alcanzar la fama o conservar ese atributo indispensable y volátil» (Sarlo 58).

Duras se mira en el espejo: el episodio de L’Amant

Cada vez que me hago o me dejo fotografiar me roza una
sensación de inautenticidad, de impostura... no soy ni sujeto
ni objeto, sino más bien un sujeto que se siente devenir objeto.

Roland Barthes (1980)

A L’Amant, la obra más reconocida de Duras, la precede una reputación y una historia que se convirtieron en leyenda: originalmente habría sido concebida como un álbum fotográfico comentado, que volvería a situar esas fotos dentro del marco del relato oral que es tradición del álbum de familia, titulado L’image absolue [La imagen absoluta] y propuesto a un editor de arte que lo rechazó y sugirió a la autora que agregara páginas escritas. En los manuscritos conservados en el archivo del IMEC, en el Fondo Duras, quedan vestigios de este texto con las fotografías insertadas y algunas anotaciones que permiten afirmar que Duras buscaba y revisaba fotografías en el momento de composición de L’Amant. Este testimonio es central, pues marca el lugar de la fotografía en el proceso compositivo y en el atelier mental de escritura. Con el agregado de texto, Duras presentó el libro al editor de Minuit, a quien tampoco convence, porque no ve el interés de esas fotografías y publica el libro, pero sin las imágenes, estableciendo una tensión entre el texto y esas imágenes ausentes a las que se alude, y que en muchos pasajes incluso pretenden estar allí, frente a los ojos del lector, a modo de descripción o de referencia en el propio texto, creando una poética singular que permite, a través del texto, crear imágenes visuales. En L’Amant, la narración se puebla de retratos que podemos reconocer en el álbum familiar de Duras:

Encontré una fotografía de mi hijo a los veinte años. Está en California con sus amigas Erika y Elisabeth Lennard. Es delgado, tanto que diríase también él un ugandés blanco. Observé en él una sonrisa arrogante, la expresión un poco burlona. Quiere adoptar una imagen desmadejada de joven vagabundo. Se gusta así, pobre, con esa pinta de pobre, esa facha de joven flaco. Esta foto es la que más se aproxima a la que no se hizo a la joven del transbordador. (Duras, El amante 21)

Ella fue quien compró el sombrero rosa de ala plana con una ancha cinta negra, ella, esa mujer de determinada foto, es mi madre. La reconozco mejor ahí que en fotos más recientes. Es el patio de una casa en el Pequeño Lago de Hanoi. Estamos juntos, ella y nosotros, sus hijos. Tengo cuatro años. Mi madre está en el centro de la imagen. Conozco perfectamente su incomodidad, su sonrisa ausente, sus ganas de que la foto acabe. Por su cara cansada, por cierto desorden en su vestimenta, por la somnolencia de su mirada, sé que hace calor, que está agotada, que se aburre. Pero es la manera de ir vestidos nosotros, sus hijos, como pobres, donde noto un cierto estado en el que mi madre caía a veces y del que ya, a la edad que teníamos en la foto, conocíamos las señales precursoras, ese modo, precisamente, que de repente tenía de no poder lavarnos, de no poder vestirnos, y a veces incluso de no poder alimentarnos. (22)

Digo que no sólo es debido a haberlo hecho durante el día, que se equivoca, que estoy inmersa en una tristeza que ya esperaba y que sólo procede de mí. Que siempre he sido triste. Que también percibo esa tristeza en las fotos en las que aparezco siendo niña.(59)

Ya vieja, los cabellos blancos, también ella fue al fotógrafo, fue sola, se hizo fotografiar con su hermoso traje rojo oscuro y sus dos joyas, su largo collar y su broche de oro y jade, un trozo de jade engastado en oro. En la foto está bien peinada, ni una arruga, una imagen. Los indígenas acomodados iban también al fotógrafo, una vez en su vida, cuando veían que la muerte se aproximaba. Las fotos eran grandes, todas tenían el mismo formato, estaban enmarcadas en bonitos marcos dorados y colgaban cerca del altar de los antepasados.(121)

Solo en apariencia se enfrenta el lector de estos relatos a texto e imagen. En realidad, solo hay texto que (con texto también, mediante la narración) crea la ilusión de un artefacto visual. El lector no ve nada, sino que imagina, visualiza; y estas imágenes visualizadas corresponden a las imágenes referidas con palabras, o prose pictures (Klingenberg 43). Estas imágenes en prosa suponen una narración dentro de la narración o, si se prefiere, una narración desdoblada, aumentada, multiplicada. El lector debe darse a la tarea de imaginar aquello que el narrador explica con palabras y luego visualizar aquello que, en el universo de la ficción, está representado como imagen y que remiten a un corpus de fotografías íntimas y familiares. Las fotografías en el texto funcionan además como el lazo familiar: «mi madre nos hizo fotografiar, para poder vernos, ver si crecíamos con normalidad» (Duras, El amante 119), revelando la apuesta absoluta por la mediación de la fotografía en la relación subjetiva. Estas prose pictures, entonces, tensionan la remisión a la imagen para, por un lado, anclar el texto en la vertiente autobiográfica de la escritura y para, por el otro, señalar aspectos vitales (como, por ejemplo, el envejecimiento) o para situarse como una pieza clave en el acto de rememorar la infancia.

Pero, además, a este singular entrecruzamiento entre texto e imagen fotográfica que revela la singularidad de la fotografía de familia en la poética durasiana, debemos añadir el entramado fotográfico de las estrategias editoriales para promocionar y difundir la obra de la autora. El fenómeno de L’Amant es particular porque el libro, además de hacer a Duras merecedora del premio Goncourt, es leído como una autobiografía.[12] Algunos elementos textuales permiten sostener esto: el recurso a la primera persona, o el inicio con la descripción del rostro de su locutora que permite inmediatamente la identificación con la autora, como señala Claudia Moronell (126): «El comienzo de L’ Amant de Marguerite Duras proporciona los elementos de la descripción autobiográfica del personaje con el autor y el narrador: el rostro conocido de la autora, característico, devastado por el alcohol. Una especie de autorretrato brutal, una imagen que se impone, imprime en el relato su poética y guía su forma». Además, esa es la lectura que alienta Duras en las entrevistas que brinda en el momento de la publicación. Otro elemento por fuera de la diégesis de la novela, y que es el que nos ocupa, favorece la identificación: el afiche con el que Éditions de Minuit publicita el lanzamiento es una foto de la propia Duras mirándose al espejo y sonriendo enigmáticamente (fig. 2).

Figura 2. Afiche de lanzamiento de L’Amant. 1984. Póster.
Figura 2. Afiche de lanzamiento de L’Amant. 1984. Póster. Fotografía: Lucía Vogelfang

El afiche de Éditions de Minuit es inhallable. Una búsqueda exhaustiva permite afirmar que no se encuentra en Internet,[13] ni en las obras críticas que, aunque lo mencionan y analizan (Blot-Labarrère; Ducas), no lo exhiben.&[14]; En la fotografía utilizada para el afiche de difusión, vemos a Duras duplicada: en primer plano, su hombro y parte de su cabeza de la que sobresale su característico marco de anteojos y, en el centro de la imagen, su reflejo en el espejo, su cuerpo duplicado. La imagen juega bien el juego que replica la escritura del texto de L’Amant, alternando entre autobiografía y ficción, en lo que la crítica ha llamado un pacto flexibilizado (Salerno 126). Porque si bien Duras, en una especie de operación hipermediática, alienta la idea de un texto autobiográfico y hasta llega a decir en una de las entrevistas que da cuando se lanza esta obra (con Bernard Pivot y en horario central) que es la primera vez que no escribe una ficción, y si bien pareciera cumplir con los tres elementos que Philippe Lejeune identifica para la autobiografía —identificación autor/narrador/personaje, perspectiva retrospectiva y exigencia de verdad —, la novela, [15] sin embargo, se desliza de la tercera a la primera persona, su narradora es «protagonista y espectadora a la vez» (Salerno 126), lo que da como efecto una voz desdoblada: hay inflexiones del marco real en la experiencia narrada, se omiten los lugares, los personajes son anónimos, y se rechaza la confrontación con los hechos reales.

Aunque la identidad entre autora y narradora, uno de los criterios fundamentales del género autobiográfico, no se explicite, la descripción del rostro en el íncipit del relato no deja dudas sobre la identificación con Duras, sobre todo si tenemos en cuenta que su iconografía en ese momento ya tiene una alta circulación. Y, en todo caso, para quien no conozca el rostro, el afiche en las librerías en el momento de la edición del libro está allí para hacerlo presente, mostrando a la escritora en el espejo, que es justamente la escena de apertura del relato. La imagen del afiche replica entonces ese juego de L’Amant, en el que la protagonista al mismo tiempo es y no es, mostrando su reflejo, pero insinuando que allí hay además un cuerpo real, otro, del que emana ese duplicado (el reflejo en el espejo en el afiche o la protagonista de la novela).

Pareciera que ya avanzada en su carrera, Duras comprendió que debía ofrecerse como espectáculo, como imagen fabricada, fetichizada o, como señala Mariana Meloni Vieira Botti (105), como «artefacto», como figura «propuesta a la mirada» (109). Pues, en esa mirada a la cámara, a través del espejo, parece invitar a penetrar en su intimidad, en el mundo íntimo al que conduce la novela que acaba de publicar: el lector de su novela como el observador de ese afiche reciben una invitación a convertirse en voyeurs, instaurándose así un diálogo entre el observador y la observada (Vieira Botti 124) y un juego entre cuerpo, imagen y reflejo, que sigue el postulado teórico de Duras (La Vie matérielle 87) sobre que «El cuerpo de los escritores participa de sus escritos».

Según los datos de publicación, la fotografía del afiche fue tomada por la fotógrafa Hélène Bamberger,[16] lo que implicaría que se trata de una imagen fabricada como imagen íntima para la difusión, y no una foto realmente tomada en el ámbito íntimo y utilizada luego para promocionar su obra. ESin embargo, esto no altera nuestra argumentación pues de todos modos, fabricada o no, es una imagen (que es o simula ser) del ambiente íntimo utilizada con fines publicitarios. Lo que interesa aquí entonces es justamente no lo íntimo expuesto, sino esta puesta en escena de la intimidad o, como lo llama Sarlo (154), el «simulacro de intimidad a disposición de todos».

Por lo tanto, si todas las imágenes se hacen para ser vistas, de nada parece servir distinguir las imágenes hechas con fines privados de las que se conciben para un uso público; y, de hecho, como hemos visto, esa frontera muchas veces es solo relativa. En el caso de Duras, como en el de otros escritores y otras celebridades también, las imágenes, originalmente privadas y de factura amateur, son susceptibles de volverse públicas en función de la difusión de la imagen de sí. Esos usos ulteriores, en este caso, introducen las imágenes en el campo literario y, en algún momento de su vida, Duras parece entender que incluso en el destino de las fotos tomadas en su ámbito privado está escrita la posibilidad de convertirse en parte integrante de su imagen pública de autora, construyendo también a partir de su iconografía un capital cultural. En el caso de L’Amant y en la utilización de estas fotografías se pone en evidencia la utilización poética de su retrato que parece obedecer además a un juego interno de la propia obra: la imagen fotográfica y la imagen de sí que surge en la novela participan de una misma lógica de figuración.

A partir de la circulación de fotografías de su archivo familiar e íntimo, se espectaculariza el ámbito privado de Duras, incluso antes del desarrollo teórico profuso que ha habido al respecto en los últimos años, anticipando modos de ser autor/a o modos de mostrarse como lo ha desarrollado Sibilia, quien ha puesto nombre a un concepto clave como es «la evasión de la intimidad» (La intimidad como espectáculo) o «la evasión de la privacidad» («En busca del aura perdida»), para explicar aquello que fuerza voluntariamente los límites de lo privado para mostrar la propia intimidad, para hacerla pública y visible. Duras fuerza los límites del espacio privado para hacer público un «yo supuestamente íntimo» (Sibilia, «En busca del aura perdida» 218), porque como bien revela la fotografía utilizada en el afiche, esa supuesta intimidad de la autora examinándose en el espejo es una mera construcción. Pero además, esta estrategia de promoción editorial, que por otra parte resultó sumamente exitosa, revela no solo una necesidad de mostrarse, sino además, cómo Duras junto con quienes diseñaron la promoción supieron captar cierta «avidez por curiosear y consumir vidas ajenas» (Foucault 59), eso que Sarlo llamó un deseo y Sibilia, una necesidad sociocultural.

Además, desde su reedición de 1993 y con la edición en ebook, la novela se publica con dos bandas con fotografías que pertenecen al álbum familiar de Duras. La primera se trata de una fotografía de Duras adolescente con el sombrero de fieltro, y la segunda es una fotografía tomada en Vanves, en 1932, en la que vemos el rostro de la autora, con los ojos fijos en un libro que apenas cubre su mentón, y nos permite adivinarla por completo detrás de un (¿su, este?) libro (fig. 3).

Figura 3. Tapas de L’Amant, reedición 1993 y edición ebook, Éditions de Minuit, con banda fotográfica
Figura 3. Tapas de L’Amant, reedición 1993 y edición ebook, Éditions de Minuit, con banda fotográfica.

Estas fotografías del álbum familiar de la joven de la colonia, puestas aquí al servicio de la publicidad de una editorial de vanguardia, nos recuerdan el concepto de Néstor García Canclini de «culturas híbridas», en las que el patrimonio cultural de un sector popular es apropiado por los medios, que lo resemantizan y adaptan.

Ambas estrategias (afiche y banda) recurren a fotografías íntimas, familiares, como lo hace también por ejemplo la tapa de Tusquets de El amante, o la tapa estadounidense de la editorial Flamingo de 1986, o incluso la tapa de Edén Cinéma — que retoma parte de la historia de L’Amant —, de la colección Folio.

En Seuils [Umbrales], Gérard Genette estudia esa zona espacial y material del libro como objeto impreso en la que ciertos elementos rodean a un texto, lo prolongan y lo presentan (5), interviniendo en su recepción y en su consumo. En el caso de Duras, tanto las tapas, como las bandas, se explotan como recurso para generar sentido. No olvidemos que son además la primera manifestación del libro ofrecida a la percepción del lector.

Según Genette (42-43), la banda tiene ciertas características que interesa resaltar para volver al juego que propone Duras. La banda que recubre el tercio inferior de un libro y que suele proponer informaciones como premios literarios o destacar el nombre del autor es, en primer lugar, un anexo de la tapa, desmontable, extraíble e incluso efímero. Para Genette constituye, por lo tanto, un mensaje paratextual transitorio y olvidable, que permite atraer la atención por lo general por medios más espectaculares que los que se puede permitir una tapa. En este caso particular se trata además de una presentación gráfica mucho más individualizada de lo que autorizaban las normas —escuetas— de la colección blanca de Minuit a la que pertenece la obra. Esta indicación, en este caso iconográfica, juega bien entonces el juego del libro: la foto de Duras no se pone sobre la tapa sino sobre ese elemento desmontable, llamando la atención del lector, pero proponiéndole también que luego deje de lado esa indicación. El movimiento que replica el libro junto con toda su estrategia publicitaria indica la autenticidad de lo narrado, por un lado y, en otras ocasiones, se ocupa de poner en primer plano la ficción, lo cual marca la identificación biográfica de la obra e invita a olvidarla al mismo tiempo.

Tan pregnante es de hecho esa novela y la imagen de sí que construye a través de las fotografías que describe allí que, al final de su vida, cuando Alain Vircondelet la visita, la ve a través de esa imagen:

L’Amant. No, el rostro no se había fijado definitivamente, y si las arrugas se habían incrustando, abriendo verdaderos barrancos en su cara, podía encontrar una frescura en los rasgos, incluso juventud, una picardía que de repente podía fijarse en una máscara de momia. (Vircondelt, Rencontrer Marguerite Duras

La escritora y su biotopo

Otro episodio que pone en tensión el álbum familiar de Duras es la fotografía en su casa de campo tomada en 1982 por Vladimir Sichov. La imagen retoma el tópico del escritor con la pluma, una de las clásicas representaciones de escritores plasmada, por ejemplo, en la tela Denis Diderot de Louis-Michel Van Loo de 1767, o en la fotografía de Émile Zola en su casa tomada por Dornac en 1890, o incluso en la fotografía de Paul Nadar en la que se ve a Stéphane Mallarmé en 1896, sosteniendo la pluma en su mesa de trabajo. Duras, en esta fotografía de Sichov (fig. 4), recrea esa figura y nos brinda una imagen de sí como autora en consonancia con ese tópico de la representación autoral.[17]

Figura 4. Marguerite Duras dans sa maison de campagne, Vladimir Sichov, 1982. Impresión en gelatina de plata, 29.5 x 39.5 cm y detalle de la fotografía
Figura 4. Marguerite Duras dans sa maison de campagne, Vladimir Sichov, 1982. Impresión en gelatina de plata, 29.5 x 39.5 cm y detalle de la fotografía

Sin embargo, si se mira en detalle la fotografía de Sichov, en esta imagen de la escritora con su pluma descubrimos en el vidrio del anteojo el reflejo de una fotografía de Duras a sus dieciséis años junto con su madre. Si bien, como señala François Soulages, debemos considerar el «acto fotográfico» siempre construido y mediado (27), interpersonal (29) y que involucra al menos cuatro instancias diferentes de participación, como son el fotógrafo, el fotografiado, quienes están en la escena y observan y el público (30), las circunstancias de esta toma son una incógnita: no han quedado registros de ellas y Sichov no recuerda hoy a qué se debe ese reflejo. [18] Sin embargo, lo que sí recuerda es que Jean Mascolo, el hijo de Duras, la considera «la mejor fotografía de su madre».

Figura 5. Fotografía reflejada en la fotografía de la figura 4. Fotografía del archivo personal de los herederos de Marguerite Duras, alrededor de 1932, en Adler (40)
Figura 5. Fotografía reflejada en la fotografía de la figura 4. Fotografía del archivo personal de los herederos de Marguerite Duras, alrededor de 1932, en Adler (40)

Incluso entonces cuando construye una imagen de sí como escritora según el tópico clásico, se filtra en el reflejo su pasado, su historia personal, su intimidad y su álbum de familia. Dejando en evidencia cuánto de la construcción de su figura de autora depende de una sedimentación de capas: por un lado, es un armado, una pose, ese recurrir a la tradición iconográfica de los autores, pero por el otro es también su historia personal, su pasado, su familia, su intimidad que se cuela en el reflejo y que no permite que esa imagen representacional clásica exista sin esa reverberación de su infancia, ese universo que, por otro lado, está presente en gran parte de su obra.[19]

En La cámara lúcida, Roland Barthes desarrolla dos conceptos sobre la fotografía: el punctum y el studium, dos especies de niveles de sentido que operan en la imagen fotográfica. El studium es todo aquello que en una imagen está previamente codificado culturalmente, son sentidos cristalizados, políticos, ideológicos, morales que se ofrecen a la lectura como un adiestramiento (aquí, el biotopo del escritor). El punctum es lo que hace un tajo en el studium, una herida, y genera un pinchazo, sale de la escena y punza. Algo presente en la foto que desacomoda lo culturalmente estable en esa imagen y que nos interpela de una forma nueva e inesperada, «ese azar que me despunta» (49), lo que en una imagen desafía el sentido fabricado por la cultura y genera reflejos emotivos (aquí, la foto familiar en el reflejo del lente).

Si vimos cómo las fotos de su archivo personal se utilizan para promocionar e ilustrar libros, ofreciendo incluso una clave de lectura y una puerta de entrada autorreferencial a su ficción, aquí, en el reverso de la trama, vemos cómo la fotografía de Duras en tanto autora, esa imagen de sí con la pluma que la postula como escritora retoma subrepticiamente el archivo familiar, su pasado y la fotografía de la infancia. Como si nunca existieran una sin la otra. Esto además está muy en consonancia con su propia escritura que en L’Amant juega con la memoria, con los reflejos y con la construcción de ese personaje que narra y que coquetea con la biografía de la autora, sin nunca definirse completamente.

Tensiones

Esta operación que hemos puesto en evidencia, que consiste en la utilización de fotografías privadas, de su ámbito íntimo y de su álbum familiar para la ilustración, promoción y difusión de su obra anticipa tendencias que, en los años 2000, Sibilia ve consolidarse: la exposición de la intimidad y la espectacularización de la vida cotidiana en un movimiento en el que los «muros [del hogar] se dejan infiltrar por miradas técnicamente mediadas o mediatizadas» («En busca del aura perdida» 319).

Pero esta operación plantea a su vez algunas tensiones que queremos señalar, pues esta estrategia pareciera entrar en contradicción con la imagen de autora que Duras organiza para la posteridad. En efecto, del archivo personal que dona al Institut pour la Mémoire de l’Édition Contemporaine (IMEC) [20] antes de morir, ordenado y sistematizado, que «se presentaba bajo la forma de dossiers ya constituidos y atados por cuerdas, en carpetas o sobres», demostrando «una preocupación de la autora por la conservación», llama la atención su dimensión casi «estrictamente profesional» (Loignon 26): no encontramos en él objetos personales, ni testimonios de su cotidianeidad (con la excepción de unas poquísimas listas de compras o algunas notas personales que descubrimos en reversos de manuscritos) y no hay allí casi ninguna foto de su álbum familiar. Es por eso que esta dimensión publicitaria de sus fotografías personales plantea una tensión con esa imagen de sí que ha organizado para la posteridad, recortada de su vida privada. Sin embargo, su propia obra repleta de imágenes de su infancia, como las escenas que se narran en esa especie de trilogía involuntaria construida entre Un Barrage contre le Pacifique,  L’Amant L’Amant de la Chine du Nord, así como numerosas tapas de sus obras parecen contradecir esta dimensión recortada de su vida privada. De hecho, una reciente estancia de investigación en su archivo nos permite afirmar preliminarmente, en función de correspondencias y diseños que hemos encontrado y que sistematizaremos y analizaremos en un futuro trabajo, que Duras participaba muy activamente en la selección de fotografías privadas para utilizarlas en la promoción de su obra.

La imagen de sí que lega en el archivo, controlada, construida, curada, es la contracara de esta operación sobre su personaje y su obra que orquestó en vida, poniendo de manifiesto esos pliegues, repliegues y rendijas por donde esa figura cobra una dimensión fuera de control, en donde público y privado entran en un diálogo infinito e indisociable. Porque si a partir de examinar lo que dona podríamos creer que quiere construir una imagen pública recortada del ámbito privado, cuando la confrontamos a esta operatoria vemos que en su iconografía esos universos se mezclan y esas diferencias se desdibujan. Nos atrevemos a señalar tal cuestión porque esta no es la única tensión que revelan sus archivos: ese orden y sistematización que señalamos pone de manifiesto también una preocupación por la conservación que se contradice con sus dichos en La Vie materielle, donde asegura haber arrojado a la basura sus manuscritos (Duras La Vie matérielle 2), y en Apostrophes, cuando el periodista Bernard Pivot le pregunta de dónde proviene el magnetismo de su estilo y Duras responde que «de eso no se ocupa», que «dice las cosas… como ellas llegan a ella» . Los archivos, sin embargo, revelan un trabajo incansable con versiones, manuscritos y recorrecciones de textos incluso ya publicados, con una especial atención a la lengua.

La segunda tensión que queremos señalar es que estas fotos se arrancan de su ámbito original, primero, de producción, aunque no del todo. Porque justamente se utilizan para la promoción editorial, pero sin dejar de exhibirse como lo que son, fotos íntimas, privadas, que por eso nos invitan —o nos prometen el acceso— a una intimidad a través de las obras. Es un juego, una tensión, que como señalamos, en palabras de Annette Kuhn, pone en evidencia que lo público y lo privado son más difíciles de separar de lo que pensamos, y que estas transformaciones no significan el abandono o la superación de prácticas anteriores, sino más bien su convivencia, en un diálogo constante entre representaciones (Poole 107-141).

A partir de la creación de la fotografía, y de su difusión entre una primera generación de escritores, nace una división entre los que la utilizan para multiplicar su imagen (Victor Hugo o Alexandre Dumas) y los que le rehúyen (Gustave Flaubert o Guy de Maupassant). Esa primera gran divisoria se perpetuará e internacionalizará. Y así, en un extremo tenemos, por ejemplo, a quienes directamente se opusieron a ser fotografiados o a que sus imágenes circularan (como Thomas Pynchon o J. D. Salinger), y en otro a quienes permitieron que sus imágenes se hicieran públicas. También existen aquellos autores que se dejaron fotografiar, pero enmascarados (como Aragon o Colette, que siempre aparece producida de ese personaje particular que fue su «Claudine» o Rachilde que, escondida debajo de un seudónimo y adoptando una apariencia à la garçonne, firmaba sus cartes de visite como «Rachilde, hombre de letras»).

Cada escritor toma posición respecto del control de sus imágenes: algunos lo hacen en exceso, otros lo delegan a editores o periodistas, y otros directamente no ejercen ningún control. Duras sin duda forma parte de los escritores que han adoptado disposiciones que les permiten sacar provecho de sus fotografías, en este caso del ámbito privado, aunque no únicamente. La utilización cada vez más extendida y menos profesional de la práctica fotográfica le ha permitido orquestar una figuración de sí a partir de su álbum familiar. La apropiación y el uso de estas formas de autofotografía —el concepto con el que Nachtergael (110) designa la fotografía de sí— transmite una memoria familiar puesta al servicio de una figuración de sí como autora, que involucra tanto sus fotografías como los aspectos de la escritura de su obra.

En el comienzo de L’Amant, Duras remite a la noción antigua de las fotografías retocadas artesanalmente, que permite la reflexión sobre el recuerdo que funciona como el retoque fotográfico y le otorga la posibilidad de revivificar lo que la fotografía mantiene fijo en su imagen: esa es la operación de Duras respecto de su iconografía, las fotografías del ámbito privado son retocadas, extraídas de su ámbito para organizar una imagen de sí, y perpetuarla en el recuerdo pero también como una clave de acceso a su obra. De hecho, incontables ediciones de Duras en diferentes países utilizan fotografías de la autora como ilustración de tapa, ya sea que las obras remitan a su historia personal, o no. De este modo, este contrato de lectura inaugurado por L’Amant, que aspira a que el lector reconozca a la autora detrás del personaje, se replica en las ficciones de Duras. Las imágenes salen de la casa, ganan las calles, las paredes, las librerías, configurando una poética y una política de lo íntimo.

Notas

[1] La familia es además consumidora de imágenes: las conserva, las ordena, las envía, las mira, las comenta, las mutila, las destruye o les permite salir de la esfera doméstica para entrar en el espacio público.

[2] Eugène Disderi, un fotógrafo comercial francés, patentó en 1854 el sistema de positivado de diez fotografñias en una sola hoja. Una vez cortadas, las imágenes se montaban sobre tarjetas de 6 x 9 cm aproximadamente (la medida convencional de las tarjetas de visita de la época). Los sujetos aparecían retratados en diversas poses en las diversas cartes de visite, captadas por cada uno de los diferentes objetivos de la cámara. Esto permitió abaratar considerablemente los costos, y volver accesible la imagen fotográfica. La divulgación de la carte de visite como tecnología de elaboración de imágenes fotográficas es considerada uno de los primeros movimientos hacia la popularización de la fotografía, hacia una democractización en el acceso a la posibilidad de representación de la propia imagen. Para un desarrollo más extenso sobre este asunto, véase el trabajo de Gisèle Freund.

[3] La traducción es propia, como en todos los casos a partir de aquí, excepto que se consigne lo contrario mediante las debidas referencias bibliográficas.

[4] Si bien no toda fotografía privada es fotografía de familia (Holland 120), siendo más restringido el ámbito de esta última, cuando surgen en el siglo xix, ambos términos parecen equivalentes. Por eso es que nos referimos aquí al universo de la fotografía familiar para lo que más ampliamente podríamos llamar fotografía privada.

[5] From Snapshots to Social Media (Sarvas y Frohlich), trabajo centrado en la fotografía doméstica, divide a la fotografía en tres grandes etapas: la era del retrato (1839-1888), la era Kodak (1888-1990) y la era digital (desde 1990), cada una fuertemente influenciada por un cambio tecnológico que repercutió en los usos domésticos de la fotografía (y también en la fotografía en general).

[6] Los álbumes están llenos de elipsis y lagunas: la enfermedad, la muerte, el duelo, secciones enteras de la vida familiar quedan fuera de campo. Las fotos familiares y más aún los álbumes favorecen el borramiento de ciertos recuerdos en privilegio de otros, operan de forma similar a la memoria, son casi su brazo operativo.

[7] Lo mismo podría decirse del formato de proyección de diapositivas, que le sucedió en el tiempo, hoy reconfigurado en los álbumes de las redes sociales.

[8] Más recientemente algunos trabajos sociológicos se interesaron por el rol de la fotografía en la definición de familia (Gardner) y en la constitución de la identidad y de la memoria familiar (Belleau; Muxel).

[9] El primero en acuñar el concepto fue el psicoanalista Jacques Lacan, que lo planteó como una paradoja: lo éxtimo es aquello que está más cerca del interior, pero sin dejar de encontrarse en el exterior. Es aquí donde la paradoja de la extimidad se establece: lo éxtimo es lo íntimo, incluso lo más íntimo pero que se encuentra en el exterior. Según señala Jacques-Alain Miller, «El término ‘extimidad’ se construye sobre ‘intimidad’. No es su contrario, porque lo éxtimo es precisamente lo íntimo, incluso lo más íntimo. Esta palabra indica, sin embargo, que lo más íntimo está en el exterior, que es como un cuerpo extraño» (Miller 14). Tomamos para este trabajo este término que Paula Sibilia (El hombre postorgánico. Cuerpo, subjetividad y tecnologías digitales) toma del campo del psicoanálisis y resignifica para las ciencias sociales.

[10] Clara Gallini (216) sostiene que esta práctica del álbum «adquiere una importancia mayor entre las cldeases "populares" y pequeño-burguesas por el hecho (…) de la mayor pregnancia, para ellas, la institución familiar y también por la necesidad de construirse símbolos de una "distinción" que marca la identidad».

[11] No solo en este aspecto las fotografías de Duras acompañan el contexto de los años 1960. Vemos este contexto también en la importancia de la esfera privada, del hogar como lugar a decorar, a llenar de objetos y de confort moderno y, al mismo tiempo, en la espectacularización del espacio privado.

[12] No olvidemos además que la publicación de L’Amant coincide con el lanzamiento de otros textos autobiográficos de los escritores del Nouveau Roman.

[13] Solo lo hemos visto en un paneo de su departamento de la Rue Saint-Benoît en el documental Marguerite telle qu’en elle même, de Dominique Auvray.

[14] Agradezco a Éditions de Minuit que me hizo llegar una copia del afiche original.

[15] La definición de autobiografía de Lejeune (14) es la siguiente: «relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, cuando pone el acento sobre su vida individual, en particular sobre la historia de su personalidad».

[16] Marguerite Duras y Hélène Bamberger se conocieron en Trouville en 1980 y fueron grandes amigas. Bamberger la acompañó y fotografió en varias ocasiones, en sus casas de París, Neauphle-le-Château y Trouville. Fotografió los objetos que Duras coleccionaba, como encajes y flores secas, su escritorio, sus paisajes favoritos, y su rostro a lo largo de los años. Juntas publicaron un libro álbum, La Mer écrite (Éditions Marval 1996), que fue el resultado de sus paseos por Normandía.

[17] Agradezco a Vladimir Sichov el permiso para publicar aquí esta fotografía y lamento que no recuerde las circunstancias que podrían aclarar el porqué de ese reflejo que vemos en la lente.

[18] En conversación personal en julio de 2023.

[19] Si bien es cierto que, por supuesto, la mirada del fotógrafo participa del acto fotográfico y crea la imagen, nos remitimos aquí al estudio realizado sobre las fotografías de Duras en la tesis de Maestría «De Donnadieu a Duras. La confirmación visual de una (imagen de) autora» en la que estudiamos el fuerte predominio de la autora en la composición de su imagen (Vogelfang).

[20] Agradezco al IMEC la posibilidad de consultar los archivos de Duras en abril de 2023.

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  • _____; Rencontrer Marguerite Duras. Mille et une nuits, 2014. https://play.google.com/store/books/details/Rencontrer_Marguerite_Duras?id=1fvSAgAAQBAJ&gl=US
  • Vogefang, Lucía. De Donnadie a Duras. La confirmación visual de una (imagen de) autora. Tesis de Maestría en Sociología de la Cultura y el Análisis Cultural, IDAES-UNSAM, 2021.

Referencia electrónica

Vogelfang, Lucía. «Fotos de familia. El álbum éxtimo de Marguerite Duras.» Hyperborea. Revista de ensayo y creación, no. 6, 2023, pp. 66-93. https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/fotos-de-familia-el-album-extimo-de-marguerite-duras-306
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.8401012

Fecha de recepción
Fecha de evaluación
Fecha de publicación
Publicación Hyperborea
Número 06