La belleza como interacción

Wendy Steiner
Profesora emérita Richard L. Fisher de Filología inglesa
University of Pennsylvania


El presente ensayo se publicó en italiano en la revista Studi di estetica de la Universidad de Milán en el año 2012. Lo escribí para un número dedicado a explorar «El futuro de la belleza». En respuesta a ese mandato oracular vaticiné la siguiente profecía: aun cuando el destino de la belleza ha estado desde siempre subordinado a la forma, la clave de su futuro es la interacción.

Hoy, casi una década después, continúo fascinada con la idea de belleza como interacción. La misma resultó de mi investigación sobre la cultura contemporánea a partir de 1995, un período marcado por una profunda transición cultural. Tras un siglo de apogeo, las inéditas experimentaciones de la vanguardia agotaron sus presupuestos, mientras que nuevas condiciones sociales fueron surgiendo. La intrusión de los medios de comunicación en cada aspecto de la vida, la influencia democratizante de la internet, la reorientación hacia asuntos de interés global: estas realidades del siglo XXI afectan inevitablemente el significado y la función de la estética.[1] La interactividad está en la mente de todos, modificando la idea de belleza que, por tanto tiempo, permaneció subordinada a la forma.

«Subordinación» quizá sea un término demasiado suave en relación con el tratamiento que la vanguardia dispensó a la belleza. La asoció a todo lo odiado, tanto en la vida como en el arte: la complacencia burguesa, el conservadurismo de la academia, el deseo «femenino» de agradar y seducir al público. Por el contrario, el arte debía ser provocador, intransigente. La vanguardista arquetípica, Gertrude Stein, quien sufrió escarnios durante décadas por sus pioneros experimentos verbales, afirmaba que el nuevo arte siempre es feo (Stein 496-97), solo cuando deja de sorprender se convierte en bello. «De avanzada» era el título honorífico preferido —si bien inquietante— de la vanguardia.

Un arte que ignoraba la necesidad de agradar podía ser «autónomo», «algo en sí mismo», sin condicionamientos externos. Su independencia y autosuficiencia se vieron estimuladas por una serie de técnicas modernistas inventadas para orientar el potencial referencial de una obra hacia ella misma. Tal como Clement Greenberg reclamaba: «Dejemos que la pintura se limite ella misma a la disposición pura y simple del color y la línea, y que no nos intrigue con asociaciones con cosas que podemos experimentar más auténticamente en otra parte» (Greenberg 203). La abstracción fue meramente la más obvia de las estrategias de la autorreferencialidad modernista.

Los ideales de autonomía y autorreferencialidad confluyeron en el concepto forma, que desplazó ampliamente a la belleza. La estética, el estudio de la belleza, fue una hijastra de la filosofía en el siglo XX, sobre todo, en el mundo anglosajón. Pero la «teoría» académica que surgió en su lugar fue igualmente negligente con la belleza. Importaba lo que distinguía al arte de otros fenómenos: su differentia. Los teóricos identificaron esta marca diferencial con la forma, una organización interna tan compleja y reputada que devino en sí misma un tema. Roman Jakobson, por ejemplo —de considerable influencia en el Futurismo ruso, el formalismo ruso, el estructuralismo de Praga, la semiótica y el estructuralismo norteamericanos— definió «la función poética» como «la tendencia hacia el mensaje» (Jakobson 356). Por «mensaje», él se refería a la obra como tal, no a su significado. En el lenguaje donde la función poética es dominante, según Jakobson, factores tales como la repetición de sonidos, el paralelismo sintáctico, la figuración semántica, entre otros, concentran la atención en la expresión («el mensaje») como construcción verbal. Una expresión sería así «poética» (es decir, «estética») en la medida que suscite una conciencia respecto de la forma más que de otros factores confluentes en la obra.

Frente a este objeto formal, se suponía que los espectadores del arte alcanzarían una «autonomía» semejante, pasando a un estado despersonalizado, independiente de las contingencias del cuerpo, contexto, e historia. Generaciones enteras de estudiantes fueron formadas para que ignorasen su respuesta individual al arte, a las personas en cuerpo y alma que lo habían creado, y a los seres y acontecimientos históricos referidos. Stephen Dedalus de James Joyce, en A Portrait of the Artist as a Young Man, llega a una visión comparable del teatro a partir de su lectura del teólogo medieval Tomás de Aquino. Según el tomista Stephen: «La personalidad del artista… llega por fin como a evaporarse fuera de la existencia, a impersonalizarse, por así decirlo. La imagen estética en la forma dramática es vida purificada en la imaginación humana, desde donde se proyecta… El artista, como el Dios de la creación, permanece dentro, o detrás, o más allá, o por encima de su obra, invisible, evaporado de la existencia, indiferente, absorto en mantener sus uñas prolijas.»

Los teóricos formalistas adhirieron con entusiasmo a esta noción modernista. En «The Intentional Fallacy» and «The Affective Fallacy» (1954), los New Critics norteamericanos, William K. Wimsatt and Monroe C. Beardsley, decretaron que era un error comprender una obra en términos de la biografía de su autor o autora y de las reacciones de los lectores y lectoras. Asimismo quedaban excluidos el modelo contemplado por el artista o cualquier otro aspecto de la realidad representado en la obra. El Modernismo, en consecuencia, abunda en artistas como Pigmaliones que rechazan a sus modelos. El relato breve de Henry James, «The Real Thing», por caso, trata sobre un pintor que despide a sus modelos porque «No tenía el mínimo interés en que mi modelo fuera descubierto en mi cuadro» (James 61).

En este esfuerzo por alcanzar la pureza y la abstracción, no se concebía o valoraba el arte como interacción entre individuos reales, «motivados». Invocar alguna motivación convertía al arte en propaganda, didactismo, pornografía (Joyce 205). Los símbolos de larga data de la belleza, el ornamento y la mujer, fueron asimilados como emblemas de tan ignominioso consentimiento. En «Ornamento y delito» (1905), Adolf Loos los culpa de un cierto subdesarrollo de la civilización. En la medida en que los modernistas referían la belleza como una experiencia psicológica o aspiraban a crear un arte bello, invocaban una versión de lo sublime. Los surrealistas, por ejemplo, sostenían que la belleza debía ser «convulsiva» y subvertir las certezas corrientes, así como los estados de conciencia del público (Breton 160). En ese estado alterado, el espectador o lector experimentaría una suspensión de la vida debido a una sobredeterminación tan notoria, que parecería corresponderse con los sueños o los mitos. Otros, como Berthold Brecht y Samuel Beckett, apesadumbraron a sus espectadores con la alienación y el absurdo, insistiendo en la experiencia de la condición humana sin fantasías ni ilusiones.

Más allá de lo deslumbrante que el arte modernista pudo haber llegado a ser, los artistas contemporáneos hacen lo propio con fines por completo diferentes. Muchos de ellos están concentrados en los factores de la comunicación artística incompatibles con «la orientación hacia el mensaje» que desempodera al espectador. Los artistas contemporáneos, con frecuencia, aparecen en sus propias obras reconociendo la agencia de sus modelos y del público. El surgimiento del arte documental, de no ficción y fotográfico nos obliga a pensar el arte considerando realidades que lo trascienden. Por ejemplo, la serie fotográfica Audience de Thomas Struth, muestra a los visitantes de un museo contemplando arte, tan inmóviles y «pictóricos» como los cuadros que están observando. Mientras miran arte, estos espectadores van generando las obras de Struth, combinando así los papeles de modelo, obra de arte y público. La pintora Marlene Dumas pone asimismo de relieve el tema representado, cubriendo los muros de una galería con acuarelas de una multitud de mujeres, en la instalación Models. Su pintura es militante de lo real y, según la artista, las mujeres, más allá de su apariencia, siempre asumen su identidad en relación con la belleza.

mantle de Ann Hamilton ofrece otro ejemplo del arte más allá de la forma. En la instalación, la misma Hamilton se halla sentada cosiendo. La artista y la modelo son una sola persona allí y la creación artística se confunde con el «trabajo de las mujeres» en ese acto. Otras fronteras son asimismo derribadas. El público habita el mismo espacio y bajo la misma luz de quienes están «en» la obra de arte. Mientras que los rayos del sol, filtrándose a través de una ventana de la galería, acarician el rostro de Hamilton, y una vanitas literal de flores se marchita y pudre sobre su mesa, ella transpone las convenciones de la naturaleza muerta holandesa a la vida real de sus espectadores del siglo XXI.

Obras como éstas —hoy en día omnipresentes— desafían una descripción puramente formal. Movilizan, en cambio, las interrelaciones humanas y ambientales implícitas en la comunicación artística en tanto participan de su significación. Tal interactividad origina una fluidez de la agencia, dado que los roles de la artista, modelo, público y obra de arte se invierten o confluyen entre sí. Mientras que la vanguardia aspiraba a la autorreferencia y autonomía de la obra y de su percepción, las obras interactivas insisten en la relación y la mutua influencia, aun más, a base de «cálidas» experiencias de reciprocidad, igualdad y empatía. En un arte así, la barrera modernista entre estética y ética ha perdido su sentido.

A modo de ilustración, me gustaría detenerme a describir la instalación del artista colombiano Oscar Muñoz, Aliento (1996-97). La obra consiste en una serie de óvalos de acero pulido colgados a la altura de los ojos sobre el muro de una galería. Una espectadora a la vez puede ver su propio reflejo sobre cada uno de los discos, convertirse en modelo exclusiva de esa obra de arte, el tema de su retrato. Pero, si se inclina acercándose lo suficiente, su aliento empañará el disco y aparecerá otro rostro, que ha sido grabado allí por el artista. El mismo proviene de la fotografía, publicada en un diario, de un colombiano «desaparecido» por el gobierno de su país. Cuando están desaparecidos, los disidentes pueden estar muertos, pero todo lo que sus familias saben es que no pueden dar con ellos, «no allí». Aliento de Muñoz, interactuando con el aliento de los espectadores, los hace presentes.

Pero la interacción no acaba allí. Cuando el grabado de Muñoz aparece sobre el disco, está rodeado por el reflejo de la observadora. Los espejos conllevan una premisa existencial: todo lo que reflejan está frente a ellos en el mundo real. En tal sentido, el retrato del individuo desaparecido es «más real» que el de la observadora, en la medida que el aliento que hace visible al primero oculta en parte el reflejo de la última. Dicho con otros términos, la observadora experimenta un borramiento parcial al revelar al desaparecido; sacrificándose a sí misma, lo recupera a él del olvido. A cambio, ella escapa a ser presa de la ignorancia, la indiferencia, y la pérdida de la memoria. Aliento es el testimonio de un crimen, a la vez que el simulacro mágico de su inexistencia en algún momento del pasado.

Aliento desvía nuestra atención hacia su referencia externa al disponer las poses de los modelos como en el interior de cajas chinas de representaciones. La fotografía del obituario representa al desaparecido; el grabado de Muñoz representa la fotografía; los reflejos representan un observador tras otro; y los espejos cargan a la vez que «representan» el aliento de los espectadores. En este retrato compuesto, la presunta jerarquía entre la observadora viva y el sujeto victimizado cede, equiparándose, mientras que la agencia alterna entre uno y otro. El rostro grabado del desaparecido oculta parcialmente el reflejo de la observadora, lo que obliga a ésta a enfocar la mirada, haciendo así visible su propio rostro. Pero, al mismo tiempo, la observadora adquiere una agencia inusual vis-à-vis el artista, en tanto ella deviene co-creadora de la obra, responsable de la existencia de la doble imagen. De no ser por ella, el óvalo de acero estaría vacío, sin rostro grabado o reflejado. Aun más, ella le devuelve al desaparecido su agencia; ya que el aliento empañando un espejo es un recurso milenario para probar que una persona no ha muerto. Con cada mirada, Aliento proyecta esa especie de nubecilla cargada de buenas intenciones sobre el desaparecido en un gesto de empática, si bien impotente, generosidad.

Una obra semejante posee escaso sentido al ser descrita en términos puramente formales. Su razón de ser es el proceso interactivo que ella misma desencadena. Un óvalo de acero está desprovisto de significación excepto que, día tras día, los espectadores se transformen a sí mismos, frente a esos espejos, en modelos y revivan con su propio aliento las imágenes de los desaparecidos. Este reflejo interactivo reconfirma que el desaparecido «se echa de menos»,[2] involucrando al espectador en términos personales con la obra y su cometido. Y, por cierto, encuentro a Aliento muy bella. Acaso sus propiedades formales activan su belleza, si bien en absoluto podría decirse que su belleza radica en la forma. Por el contrario, radica en la interacción.

La belleza volvió a concentrar la atención del público a la par de que una súbita avalancha de exposiciones y estudios académicos (de, por ejemplo, Hickey, Scarry, Nehemas) tuvo lugar hacia comienzos del nuevo siglo. Francia celebró su milenio con una gran feria de artes a través de toda la ciudad de Avignon llamada «La Beauté». En 1999, el Hirshhorn Museum intituló la exposición en ocasión de su vigésimo quinto aniversario Regarding Beauty, pese a que los artistas de renombre internacional allí reunidos se habían hecho famosos en una época cuando los curadores raramente pronunciaban la palabra «belleza». El New York Times proclamó: «The Return of Beauty», una de las «Ideas que hacen a la diferencia en 2001». Una década después, en los Países Bajos, los tecno-teóricos de V2_ eligieron «Vital Beauty» como tema del Festival holandés de artes electrónicas del año 2012.

La «interacción» ingresó en las discusiones públicas sobre arte hacia la misma época pero con cierta discreción. En 1998, Nicolas Bourriaud propuso en Esthétique relationnelle, en alusión al arte visual contemporáneo, que «la parte más vital del juego que se desarrolla en el tablero del arte responde a nociones interactivas, sociales y relacionales.» (8). Una década más tarde, en From Image to Interaction [Van beeld naar interactie], Arjen Muldor (2012), biólogo y crítico de arte, contrasta la interacción con los propósitos de la vanguardia: «La interacción nos libera de los cientos de años de soledad del arte del siglo XX». Mi propósito en Venus in Exile (2001) y The Real Real Thing (2010) fue vincular la belleza con la interacción y la ética, y situar dicho nexo en una perspectiva histórica. Cuando una obra moviliza tanto a su creador, como al público, su modelo y contexto, la definición de Jakobson sobre la poética como «la tendencia hacia el mensaje» pierde validez. Tal obra, aún conserva su forma y materialidad, pero su condición artística, su naturaleza estética, su belleza, no se agotarán en esa forma. Por el contrario, radicará en la particular naturaleza de esa interacción que llamamos «belleza».

Pero, ¿en qué consiste dicha interacción? En Venus in Exile, la presento a través de una lectura del mito de Cupido y Psique. Psique, el Espíritu, conmovida por la belleza de su amado, Cupido, se convierte tras mucho esfuerzo en su igual —una inmortal— y el fruto de su unión es Placer (Steiner, Venus in Exile: The Rejection of Beauty in Twentieth-Century Art xv-xxv). Más allá del mito, la belleza es la experiencia del valor de un Otro que supone el descubrimiento de una afinidad personal con dicho valor en uno mismo. Este descubrimiento puede ser la fuente de un gran placer.

Todo el mundo atraviesa experiencias comparables, aunque habitualmente no en relación con los mismos objetos. Esto obedece a que la belleza no está en el objeto. No es en absoluto una cosa o una propiedad de las cosas sino, más bien, un tipo especial de interacción en la cual la distinción corriente entre sujeto y objeto se encuentra mistificada. A primera vista, pareciera no ser así, dado que tenemos la costumbre de hablar de la belleza como si fuera la característica de una cosa: «X es bello». Sin embargo, en la experiencia de la belleza, no solo cierto objeto me conmueve, sino que también me siento conmovida; me reconozco receptiva a ella como un valor. Al hacerlo, me doy cuenta de que la poseo en mí para reaccionar y que, de inmediato, se vuelve difícil decir si encuentro valioso el objeto en sí mismo o valioso porque reacciono frente a él. ¿Dónde radica la belleza: en lo Otro o en mí?

¡Qué diferente es esta perspectiva en relación con el formalismo! La crítica formalista atiende a la materialidad y estructura de las obras de arte y, en consecuencia, profesa un interés casi científico hacia la verificación de sus descripciones. Un buen análisis formalista revela la intrincada estructura de una obra; donde ningún elemento es suficientemente menor para llegar a cumplir su función. Una vez revelada, esa complejidad será evidente para cualquiera, y algunos formalistas sostienen que la misma aporta a la belleza como tal. Mas la convergencia sujeto-objeto que venimos describiendo es muy diferente. No puede ser verificada ni vaticinada, tampoco resulta necesariamente de alguna forma, sin embargo es compleja.

La historia de la estética abunda en definiciones de la belleza en términos de características formales: armonía y simetría para lo bello; poderes y escalas sobrehumanas para lo sublime. En tales desarrollos, queda poco margen para la variedad. La belleza es irrefutablemente bella; todos deberían poder reconocerla. Los que fracasan en hacerlo han de padecer alguna clase de defecto —una visión insuficiente o una inteligencia subnormal o falta de sensibilidad… o una educación, clase social, color de piel, sexo, erróneos. La estética normativa es tierra fértil para los prejuicios, etiquetas del estilo bárbaro, vulgar y filisteo florecen al amparo del rigor filosófico. Siempre existe una razón para excluir a quienes disienten con la Verdad de la Belleza.

Lo anterior no equivale a decir que el consenso social sobre la belleza no exista o que, de hacerlo, no sea importante. Cuando apreciamos una obra, es común que prestemos atención a si otros están haciendo lo mismo. A las personas les agrada compartir lo que encuentran bello y sienten una afinidad especial hacia quienes se conmueven con lo que los conmueve a ellos. De hecho, la interacción de la belleza crea una red de interacción social en constante expansión. Encuentro algo bello y me descubro a mí misma apreciándolo; se lo muestro a un amigo y la sensación de afinidad se profundiza si él responde de igual modo (y, quizá, incluso en el caso contrario). Podemos consultar expertos o leer reseñas, o escribir reseñas… o artículos académicos. Comunidades surgidas espontáneamente se funden a través de las experiencias compartidas de la belleza. Pero existe una diferencia entre esa respuesta compartida y la necesidad de que las personas se pongan de acuerdo sobre qué es la belleza. Algún grado de desacuerdo es inevitable y deseable; de otro modo, la experiencia de la belleza sería compulsiva más que reveladora. Mi principal desacuerdo con los conservadores neo-clasicistas radica en que, para ellos, cada juicio sobre la belleza conlleva una conclusión anticipada sobre los seres superiores en sintonía con la belleza, y una condescendencia estrictamente vigilada sobre quienes no lo están (Steiner, The Real Real Thing: The Model in the Mirror of Art 163-64).

Con todo, al mismo tiempo, la belleza no es meramente una realización gratificante del valor personal. Implica una revisión del conocimiento que cada uno posee de sí mismo, atendiendo a factores que escapan al propio control. Tal como lo he escrito, la belleza «implica un intercambio de poder y, en tal sentido, suele provocar desorientación, una mezcla de humildad y exaltación, sometimiento y liberación, sobrecogimiento y vacilante placer» (Steiner, Venus in Exile: The Rejection of Beauty in Twentieth-Century Art xxi). Modificar nuestro autoconocimiento puede ser inquietante si bien, en el mejor de los casos, como Psique, «El hallazgo de algo o alguien bellos conlleva pasar a ser dignos de eso, —de hecho, convertirse asimismo en bello— y reconocerse a sí mismo como tal» (ibid. xxiii).

Así pues, la belleza es el reconocimiento —si bien breve o virtual— del valor de reciprocidad y equilibrio. De ocurrir en la vida, entre dos personas, hemos de llamarlo «empatía». De hecho, la belleza puede concebirse como una empatía modeladora. Nicolas Bourriaud ha señalado que «Toda obra de arte produce un modelo de sociabilidad» (Relational Aesthetics 109), y la sociabilidad modelada en la belleza implica cuidado, respeto y aprecio recíprocos. Refuerza los valores específicamente democráticos de igualdad y dignidad humana. Por tal motivo, no sorprende que los artistas contemporáneos deban atender a la belleza. Aun cuando nuestras vidas abundan en redes de trabajo, no abundan necesariamente en relaciones. Según Bourriaud, la «sociedad del espectáculo» de Guy Debord abrió camino a una nueva «sociedad de los figurantes, donde cada uno encontraría en los canales de comunicación más o menos truncos la ilusión de una democracia interactiva.» (Relational Aesthetics 26). Para contrarrestar esos canales truncos, la belleza interactiva de las obras de arte contemporáneas ofrece un modelo distintivo.

Puede parecer retrógrado subordinar el futuro de la belleza a nociones centenarias como la igualdad y la empatía, en tanto destilan ideas de la Ilustración y del Romanticismo. Con todo, en esta estética, no estoy reivindicando una restauración sentimental del pasado. Esos valores adquirieron una relevancia y urgencia renovadas en nuestros días. La «objetualización», que ha victimizado a mujeres y minorías, devino una condición universal de la vida a través de la expansión de las tecnologías de vigilancia gubernamental y corporativa. Todos estamos convirtiéndonos en «objetos de la mirada». Sin embargo, estamos aprendiendo a objetivarnos a nosotros mismos, identificándonos con los perfiles que creamos y la «presencia» que generamos en la internet. Tal como Susan Sontag lo expresó, en relación con las fotos de Abu Ghraib, los torturadores no solo carecían de empatía hacia las víctimas; al incluirse a sí mismos en esas horribles tomas fotográficas, pusieron en evidencia la propia necesidad de reducirse al estatus de las imágenes: «Vivir también es posar» (Sontag 28).

El arquitecto Lars Spuybroek definió empatía como «lo que las cosas sienten al configurarse recíprocamente» (9). Es un giro sorprendente de la frase. La reciprocidad implícita en la creatividad es un ideal que nos remite a la sintaxis cruzada del Génesis: «Y Dios creó al hombre a su imagen. Lo creó a imagen de Dios». Frankenstein es una visión de la vida desprovista de este modelado recíproco: el relato del creador que no podía reconocerse a sí mismo en su creación, y una criatura convertida en monstruo a causa del tormento de su aislamiento. Desde que la clonación y la ingeniería genética amenazan con llevar este horror más allá del plano de la ficción, necesitamos más que nunca los modelos que la belleza puede proporcionar. Con cuánta frialdad la obra de arte modernista desprecia esta tarea, aislada de todo lo que se encuentra más allá de sí misma, confinando la empatía tras la forma autoconcentrada, la ironía y la autosuficiencia. Acaso sea comprensible, en consecuencia, porqué es factible predecir —o, cuando menos, desear— un futuro de la belleza como interacción. Esta belleza, modelando experiencias de empatía y equidad, bien podría conducir a placeres inigualables, tanto en el arte como en la vida.

Notas

[1] A lo largo de este ensayo, lo «estético» refiere principalmente la belleza en el arte (aun cuando es factible comprender la belleza externa a este último en términos interactivos). Y «arte» refiere no solo el arte visual sino las artes en general.

[2] N. de la T.: «missed» en inglés, participio pasado del verbo «to miss», cuyo participio presente «missing» equivale a «desaparecido» en castellano.

Bibliografía

  • Bourriaud, Nicolas. Relational Aesthetics. Trad. Simon Pleasance & Fronza Woods. Paris: les presses du réel, 2002 [1998] [ed. cast.: Estética relacional. Trad. Cecilia Beceyro y Sergio Delgado. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2006 [1998]].
  • ___. The Radicant. New York: Lukas & Sternberg, 2009 [ed. cast.: Radicante. Trad. Michèle Guillemont. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2009].
  • Breton, André. Nadja. Trad.  Richard Howard. New York: Grove Press, 1960 [1928].
  • Clement Greenberg: The Collected Essays and Criticism, vol. 1. John O’Brian, ed. Chicago: University of Chicago Press, 1986 [1944].,>
  • Hickey, Dave. «Enter the Dragon: On the Vernacular of Beauty». Uncontrollable Beauty, Bill Beckley and David Shapiro, eds. New York: Allworth Press, 1998 [1993].
  • Jakobson, Roman. «Linguistics and Poetics». Style in Language. Thomas A. Sebeok, ed. Cambridge, MA: MIT Press, 1960 [ed. cast.: «Lingüística y poética». Ensayos de lingüística general. Trad. Josep M. Pujol y Jem Cabanes. Barcelona: Ariel, 1984 [1960]].
  • James, Henry. «The Real Thing». Henry James: Selected Short Stories. Baltimore: Penguin, 1963 [1883].
  • Joyce, James. A Portrait of the Artist As a Young Man. New York: The Viking Press, 1965 [1916].
  • Loos, Adolf. «Ornament and Crime». The Architecture of Adolf Loos. Yehuda Safran, Wilfried Wang, eds. London: Arts Council of Great Britain, 1985 [1908].
  • Mulder, Arjen. From Image to Interaction: Meaning and Agency in the Arts. Rotterdam: V2_Publishing, 2010.
  • Nehamas, Alexander. Only a Promise of Happiness: The Place of Beauty in a World of Art. Princeton: Princeton University Press, 2007.
  • Scarry, Elaine. On Beauty and Being Just. Princeton: Princeton University Press, 1999.
  • Sontag, Susan. «The Photographs Are Us». New York Times Magazine 5/23/04 2004.
  • Spuybroek, Lars. The Sympathy of Things: Ruskin and the Ecology of Design. Rotterdam: V2_Publishing, 2011.
  • Stein, Gertrude. «Composition as Explanation». A Stein Reader. Ulla E. Dydo, ed. Evanston: Northwestern University Press, 1993 [1926].
  • Steiner, Wendy. The Scandal of Pleasure: Art in an Age of Fundamentalism. Chicago: University of Chicago Press, 1995.
  • ___. Venus in Exile: The Rejection of Beauty in Twentieth-Century Art. New York: Simon & Schuster, Inc., and Chicago: University of Chicago Press, 2001 (publicado en Gran Bretaña como The Trouble with Beauty. London: Heinemann, 2001).
  • ___. The Real Real Thing: The Model in the Mirror of Art. Chicago: University of Chicago Press, 2010.
  • ___. Metalsmith «Exhibition in Print»: Moved by Metal: on Beauty as Interaction, 2015.
  • Wimsatt, William K. y Monroe C. Beardley. «The Intentional Fallacy» y «The Affective Fallacy». Wimsatt, The Verbal Icon: Studies in the Meaning of Poetry. Louisville: University Press of Kentucky, 1954.

 

Traducción: Ana Lía Gabrieloni

 


Una versión en italiano de este artículo, que permanece inédito en inglés, se publicó con el título «Bellezza come interazione» en Studi di estetica 46. 2 (2012): 29-42. Agradecemos el permiso de la autora para su traducción del inglés y publicación; así como para reproducir la fotografía inicial, titulada Sculpture Studio, Borgo San Lorenzo © Wendy Steiner


Referencia electrónica

Steiner, Wendy. «La belleza como interacción». Hyperborea. Revista de ensayo y creación. 4 (2021): 45-55.  https://hyperborea-labtis.org/es/paper/la-belleza-como-interaccion-223
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.5290009

 

Publicación Hyperborea
Número 04