James A. W. Heffernan[1]
Dartmouth College
¿Qué significa aquí «lectura»? Los lectores de esta revista dirían sin dudas que principalmente refiere al examen detenido de un texto. Sin embargo, el Oxford English Dictionary (OED) registra otras acepciones, entre ellas, «analizar o interpretar (un producto cultural, como un film, un ritual, etc.) utilizando una metodología análoga a la interpretación o crítica literaria» («Read, V. 7a»). ¿Acaso esta definición —que el OED llama «figurada»— implica que es posible descifrar cuadros de la misma manera en que se descifran los textos? Como intérpretes de literatura, estamos acostumbrados a comentar las imágenes que aparecen junto a los textos; no obstante, tal como W. J. T. Mitchell ha recordado recientemente, no es lo mismo una imagen que un cuadro. «El cuadro», escribe, «es un objeto material, algo que se puede quemar, romper, rasgar. Una imagen es lo que aparece en el cuadro y aquello que sobrevive a dicha destrucción, en la memoria o por escrito, en copias y vestigios en otros medios» (Image Science 14-15).[2] Así mismo, los cuadros difieren de las imágenes textuales. En un texto, una imagen denota un objeto que puede visualizarse de diversas maneras tanto como analizarse metafóricamente. Por ejemplo, en el Ulises de James Joyce, la imagen de una llave puede visualizarse casi como cualquier objeto que sea pequeño, duro y derecho que se utiliza para abrir cerraduras; también puede identificarse metafóricamente con un falo erecto, la llave de acceso al cuerpo de Molly, que Bloom desde hace tiempo no puede forjar; Bloom, el errante y —además— impotente, quien olvida la llave de su casa.[3] En el mundo de los cuadros, una imagen, aquello que los historiadores del arte llaman el motivo, es un objeto que puede representarse de diferentes formas. Así, es posible pintar más grande o más pequeña la imagen del libro en las pinturas renacentistas de la Anunciación, el libro abierto o casi cerrado, entre las manos de María o en su regazo.[4] Sin embargo, por oposición a una imagen textual, que puede visualizarse de maneras diferentes (la imagen que tenga el lector de una llave diferirá de la mía), una imagen representada es algo rígido. En un cuadro, la imagen móvil y mutable por lo general asume forma, tamaño y tono fijos. (Escribo «por lo general» porque la tecnología digital ha convertido algunos cuadros en cinéticos, como menciono más abajo).
La lectura de un cuadro, entonces, no es equiparable a la lectura de las imágenes que se encuentran habitualmente en los textos. Aun así, me interesa demostrar aquí que la interpretación de un cuadro merece llamarse lectura, no sólo de manera figurada o entre comillas, sino por derecho propio, como una cuestión de precisión crítica. A diferencia del OED, no creo que la lectura de cuadros implique simplemente la aplicación de técnicas desarrolladas por la crítica literaria. Si bien una gran cantidad de obras plásticas contienen palabras que deben leerse en sentido textual, y un número significativo de obras recientes están compuestas únicamente de palabras, la lectura de cuadros significa reconocer que los signos pictóricos tienen un carácter distintivo e implica lidiar con esta singularidad tanto como con la indeterminación de las marcas pictóricas.
Marcas y signos pictóricos habitan diversos tipos de cuadros, incluidos las fotografías y el arte abstracto. Entre otros, Susan Sontag (Sobre la fotografía) y Roland Barthes han mostrado cuán profundamente pueden interpretarse las fotografías. A su vez, y desafiando la afirmación de Sontag acerca de que la pintura abstracta no puede interpretarse («Against Interpretation» 657), críticos de arte como Rosalind E. Krauss han demostrado que es posible descifrar incluso las grillas de Agnes Martin, aun cuando sea sólo como «hostilidad del arte para con la literatura, lo narrativo, el discurso» (Krauss 9).[5] Debido a las restricciones del espacio, he resuelto dedicarme aquí a la pintura figurativa y a los cuadros compuestos de palabras, incluidas las proyecciones, las cuales, paradójicamente, destacan de una manera particularmente gráfica la diferencia entre leer textos y leer cuadros. La lectura de cuadros hechos de palabras, sostengo, escapa a las leyes de la gramática; en cambio, se halla regida por las convenciones pictóricas, ceñida estrictamente por las formas y los colores particulares que deben adoptar los objetos representados en cualquier tipo de cuadro.
La textualidad de las artes visuales
En el mundo occidental, la larga historia de la teorización sobre las relaciones entre el lenguaje, la literatura y las artes visuales comienza con una formulación que inclina la balanza a favor de las palabras, debida al poeta lírico griego Simónides de Ceos, quien a comienzos del siglo V a. de C. habría afirmado «la pintura es poesía muda, la poesía un cuadro parlante» (citado en Plutarco § 346). En su admirablemente compacta historia de la teoría de las relaciones entre las artes del período clásico al Renacimiento, Leonard Barkan toma el dictum de Simónides como su punto de partida, pero al observar que «parece ser equitativo», no repara —curiosamente— en que su simetría quiástica encubre una asimetría radical: mientras la poesía equivale a un cuadro más discurso, la pintura es poesía menos discurso. No obstante, el logocentrismo inherente en la que quizá sea la fórmula conocida más antigua de las relaciones interartísticas deviene la clave del argumento de Barkan sobre la historia de dichas relaciones hasta el Renacimiento, inclusive. De Aristóteles a Philip Sidney, sostiene Barkan, los teóricos logocéntricos utilizan «el hecho de que la afirmación x sobre los cuadros es cierta» para afirmar que x es «también verdadera para los poemas», pero x «refiere a un conjunto de propiedades que los hacedores de palabras han impuesto a la pintura» (30).
Para aprehender la cualidad distintiva del signo pictórico, comprender de qué manera este objeto en apariencia silente, de hecho, habla, es necesario primero reconocer otro tipo de asimetría que complica la relación entre las artes verbales y visuales. Mientras que sería posible estudiar la historia de la literatura sin mirar un solo cuadro, es imposible conocer la historia del arte si uno no lee una amplia variedad de textos. Casi todo lo que se conoce sobre el arte antiguo ha llegado a nosotros a través de las palabras. Por ejemplo, conocemos las obras de Zeuxis y Parrasio únicamente gracias al testimonio verbal de Plinio el Viejo, quien ha referido la contienda entre ambos en el arte de la ilusión pictórica (330). También obligado a apoyarse en textos antiguos, León Battista Alberti, el humanista italiano del Quattrocento, declara que los pintores deben ser profundamente cultos (en trato con poetas, oradores y otros escritores sabios), a pesar de que insiste en que la pintura representa sólo lo visible (43). Así, no sorprende que, salvo por los frescos de Giotto, las únicas fuentes que se ofrecen de las pinturas descriptas en De Pictura (1435; «Sobre la pintura») son oradores y poetas antiguos.
Sin embargo, alrededor de doscientos años más tarde, Nicolas Poussin, mientras trabajaba en Roma, produjo lo que él consideraba una pintura por completo legible. Este cuadro hoy se halla expuesto en el Louvre, lo cual permite poner a prueba la teoría del artista acerca de que los signos pictóricos pueden, en efecto, leerse. El 28 de abril de 1639, Poussin escribió desde Roma a su mecenas Fréart de Chantelou, quien se hallaba en París, para ponerlo sobre aviso de que enviaría lo que Chantelou había encargado: «nuestro cuadro del Maná» (43), hoy conocido comúnmente como El maná. Si bien la pintura supone el conocimiento del Éxodo 16, Poussin señala otro texto: una, ahora perdida, «primera carta», en la cual prometía retratar ciertos «movimientos» (43). Impaciente por demostrar que ha cumplido su promesa, escribe:
[C]reo que fácilmente reconoceréis cuáles son las que languidecen, las que admiran, las que sienten piedad, las que hacen acto de caridad, de gran necesidad, de deseo de sustentarse, de consuelo y otras, pues las siete primeras figuras a mano izquierda os dirán todo lo que aquí está escrito y todo el resto es de la misma calaña: leed la historia y el cuadro, a fin de conocer si cada cosa resulta apropiada al tema. (43-4)[6]
Más de treinta años atrás, Louis Marin tomó esta carta como punto de partida para un ensayo sobre la lectura de cuadros («On Reading Pictures»), que escribió poco después de un análisis del cuadro de Poussin Los pastores de Arcadia, con la intención de delinear una teoría sobre la lectura pictórica («Toward a Theory of Reading»). Ambos ensayos destacan, respectivamente, dos pinturas que datan de un mismo año (1639) y ejemplifican modos de leer lo que tradicionalmente se denomina «pintura de historia», es decir, pinturas basadas en relatos —ya sean fácticos, bíblicos o literarios—, así como aplican la teoría de Erwin Panofsky acerca del significado pictórico. Dicha teoría distingue entre motivos y temas literarios. Mientras que los motivos son objetos «naturales o primarios» y expresiones como poses o gestos (5), los temas o conceptos se significan iconográficamente por medio de la alusión visual a una obra literaria, como cuando una figura masculina con un cuchillo remite a San Bartolomé, quien fue desollado vivo (6). «Un motivo», Marin observa, «implica un reconocimiento práctico de gestualidad, cosas, personas; una historia supone conocimiento literario» («Toward a Theory of Reading» 295). Sin cuestionar la significación pictórica que supuestamente deberíamos conocer gracias a un reconocimiento «práctico» o «natural», Marin define la lectura pictórica como un proceso de descubrimiento del relato —la narración visual— contada por una pintura que lo «traduce» en «imágenes visuales» («On Reading Pictures» 6). Según Marin, leer un cuadro significa traducir sus «imágenes visuales» nuevamente a las palabras de un relato. A partir de la distinción de Émile Benveniste entre discours («discurso») y récit («narración»), Marin sostiene que la pintura destierra al narrador «como sujeto de enunciación (discurso)» y «expone en su propio lenguaje la narración de un hecho» («Toward a Theory of Reading» 295), que sería equivalente a decir, como lo hace a continuación, que «los hechos parecen contarse a sí mismos» (299). Pero lo hacen sólo por medio del observador o lector. «Frente a la pintura», escribe Marin, «el observador se cuenta la historia a sí mismo, lee la pintura, comprende mensajes narrativos. Esto significa que convierte el modelo representacional icónico en lenguaje» (298), convierte el «momento de la representación» en «sucesión temporal real» (299).
Además de recurrir a Panofsky y a Benveniste, la fórmula de Marin para la lectura de cuadros evoca tanto la práctica de un retórico griego antiguo llamado Filostrato como la teoría pictórica desarrollada por G. E. Lessing en el siglo dieciocho. En el tercer siglo d. de C., Filostrato describió una serie de pinturas «a los jóvenes, para que aprendan a interpretarlas» (33). Con este objetivo, convirtió cada obra en un relato u ofreció el relato implícito en lo que Lessing más tarde llamó los «prägnantesten», los momentos de acción «más fecundos» que representa la pintura (Laokoon cap. 16; Laocoonte 150). El cuadro El maná de Poussin cuenta su historia representando lo que parecen ser dos momentos: a la izquierda, la miseria de la familia hambrienta, que incluye a una mujer dando el pecho a su propia madre mientras detiene a su hijo, también ávido; a la derecha, la dicha de varias figuras al descubrir el maná. De acuerdo con Charles Le Brun, quien dio una conferencia sobre esta pintura en la Academia Francesa en 1667, Poussin debía retratar la desesperación del pueblo judío para subrayar lo majestuoso del milagro que lo alivió («Les Israelites» 62).[7]
Esta manera de leer no convierte al cuadro necesariamente en una secuencia de hechos. Si bien un participante de la conferencia sugirió que la familia hambrienta de la izquierda precede temporalmente a los grupos que se regocijan a la derecha, Le Brun considera que la joven madre se halla tan absorta en la piedad filial que ignora el maná cayendo en derredor, aun cuando el joven de pie junto a ella que sostiene al anciano sentado lo está señalando: claros indicios de que los eventos son simultáneos («Les Israelites» 57–58).[8] Marin, sin embargo, está menos preocupado por resolver la cuestión de la narración pictórica que en usar la carta de Poussin y su pintura para generar una teoría de lectura pictórica. A pesar de que lisez en el francés del siglo diecisiete podía ser usado en sentido figurado o como sinónimo de «estudiar» (Dowley 335), Marin lo toma literal o textualmente. Las siete figuras en primer plano, a la izquierda, escribe, «son la primera lectura, debido a que se hallan a la izquierda y leemos de izquierda a derecha» («On Reading Pictures» 12), si bien el mismo texto hebreo del Éxodo, por supuesto, se habría leído de derecha a izquierda. Sin embargo, en la lectura de Marin, las siete figuras a la izquierda se expresan a sí mismas —«hablan visualmente» de tal manera que vuelven legibles a las demás figuras (12). Marin señala que Poussin asoció las veinticuatro letras del alfabeto francés con los rasgos expresivos del cuerpo humano y afirma, además, que «los gestos y los movimientos son como las letras del alfabeto, la figura que los incorpora es como el sustantivo y el verbo de una pasión, y el conjunto completo de figuras es como una narración» (11). Pero todo este conjunto de analogías presupone que el cuerpo habla un lenguaje de signos natural y universalmente inteligible. Sus «gestos», escribe Marin, «serían los significantes y [sus] significados serían las pasiones del alma que designarían nombres distintivos» (11-12).
Intencionalmente o no, en las palabras que Marin utiliza resuenan las de Alberti, quien escribió que la historia de una pintura —su relato esencial— «conmoverá el alma del espectador cuando cada uno de los hombres allí retratados muestre claramente sus propias pasiones» (77). En la lectura de Marin de El maná, la figura en el extremo izquierdo que mira a la madre lactante muestra, por medio de su mano derecha levantada, que se halla fascinada por su caridad romana y con esta admiración —«la pasión teórica de la verdadera visión de la pintura» («On Reading Pictures» 14)— nos invita a leer los gestos de Moisés y Aarón en el centro del cuadro: mientras que Moisés señala hacia arriba, a la fuente invisible de la milagrosa comida, «Aarón, las manos juntas, los ojos alzados, agradece a Dios su infinita caridad» (15).
Ésta es una lectura posible de las cinco figuras involucradas, pero, en lugar de demostrar que todas ellas «hablan visualmente» por medio de signos naturalmente reconocibles, presupone el conocimiento de al menos dos textos, la carta de Poussin y el Éxodo 16, sin el cual difícilmente podríamos identificar a Moisés y Aarón. Más importante, considera que la figura con la mano alzada demuestra admiración: que «es como un sustantivo y un verbo» de la pasión que la carta de Poussin identifica y que Marin asume que el observador debería sentir al contemplar el cuadro («On Reading Pictures» 11, véase 14-15). Sin embargo, ni el gesto ni la expresión de la figura de la izquierda constituyen signos naturales reconocibles de admiración. De hecho, la figura no muestra el único rasgo que Le Brun pero también la psicología moderna han identificado como el principal signo de «admiración con asombro»: la boca abierta.[9] Cabe destacar, que Le Brun lee la boca cerrada de la figura de Poussin como un signo de asombro: «sa bouche est fermée, comme s’il craignoit qu’il lui échappât quelque chose de ce qu’il a conçu, et aussi parce qu’il ne trouve pas du parole pour exprimer la beauté de cette action» («su boca está cerrada, como si temiera que se le escapase algo de lo que ha concebido. Y también porque no puede encontrar palabras que expresen la belleza de tal acción»; Les Israelites 57). Pero, esta lectura, ¿realmente se fundamenta en el lenguaje corporal natural? ¿La mano alzada significa necesariamente admiración, más que simplemente sorpresa o, quizás, aversión frente al espectáculo de una anciana succionando el pecho de su hija? Si Le Brun no hubiese contado con el término presente en la carta de Poussin, ¿acaso él o Marin o cualquier otra persona habría leído la boca cerrada o la mano alzada como signos de admiración?
Marin no sólo supone que la posible legibilidad de una pintura de historia del siglo diecisiete puede utilizarse para ejemplificar «en qué… consiste la lectura de un cuadro» («On Reading Pictures» 11) y, por lo tanto, —presuntamente— para certificar la legibilidad de todas las pinturas, sino que además considera que todos los gestos descriptos en la pintura son, en palabras de Panofsky, «portadores de signos naturales o primarios» (5), si bien su significado ha sido preestablecido por un texto. La teoría de Marin sobre la lectura de cuadros deja en suspenso, o al menos sin respuesta, la pregunta acerca de si un signo pictórico puede leerse de manera independiente de cualquier texto precedente, si puede interpretarse sin recurrir a una etiqueta para la cual se halla previamente codificado.
Signos pictóricos y signos verbales
La noción de que los cuadros son automáticamente legibles, instantáneamente reconocibles por semejanza natural con aquello que representan, subyace a la larga historia de las teorizaciones sobre la diferencia entre las imágenes y las palabras, en tanto estas últimas significan a partir de una convención arbitraria. Lo realmente sorprendente es que el teórico mejor conocido por su ensayo sobre la diferencia entre palabras e imágenes en realidad trató a ambas como signos. No obstante, al definir la poesía como esencialmente temporal y las artes visuales como esencialmente espaciales, Lessing establece que tanto la una como las otras dependen de una correspondencia natural cuyo fin es suprimir el proceso de desciframiento y, por lo tanto, la lectura de signos, para volverlos ventanas a través de las cuales, por medio de los sentidos y la intuición, vemos el mundo natural del tiempo y el espacio. Lessing escribe:
He aquí mi razonamiento: si es verdad que la pintura se vale para sus imitaciones de medios o signos del todo diferentes que los de la poesía, puesto que los suyos son formas y colores cuyo dominio es el espacio, y los de la poesía sonidos articulados cuyo dominio es el tiempo; si es indiscutible que los signos deben tener con el objeto la relación conveniente con el significado, es evidente que los signos dispuestos los unos al lado de los otros en el espacio no pueden sino representar objetos o sus partes que existen unos al lado de otros; y asimismo que los signos que se suceden en el tiempo no pueden expresar sino objetos sucesivos u objetos de partes sucesivas. (Laocoonte 149)[10]
De hecho, poco después de la primera edición del Laocoonte, Lessing le dijo a un corresponsal que la pintura sólo debería usar «signos naturales» (citado en Krieger 48).[11]
Aunque el problemático concepto del signo natural parece zanjar la brecha entre naturaleza y convención en la teoría sobre las artes visuales de Lessing, el auge de la semiótica simplemente los ha apartado aún más. Cuarenta años atrás, Jonathan Culler explicaba la tipología de los signos de C. S. Pierce (ícono, índice, símbolo): «el ícono supone semejanza real entre signifiant y signifié: un retrato representa a la persona allí delineada, no por convención arbitraria, sino por su parecido con el modelo». No obstante, «en el signo tal como lo comprendiera Saussure», añade Culler, «la relación entre significante y significado es arbitraria y convencional» (16). Los signos naturales, por lo tanto, pueden tomar su lugar en la semiótica sólo si han sido desnaturalizados.
Para los teóricos interesados en la semiótica, todo arte visual es un compendio de signos desnaturalizados. En Visión y pintura: la lógica de la mirada, Norman Bryson tomó posición contraria a la «doctrina perceptualista» (14), tal como la presenta E. H. Gombrich. Según Gombrich, cuya teoría e historia del arte se basan ampliamente en la psicología de la ilusión, la pintura es un registro de la percepción que recrea para el observador lo que ha visto el artista.[12] Bryson cuestiona la aplicación de esta doctrina a la pintura figurativa (imposible concebir la pintura abstracta desde esta perspectiva) y define la pintura como «un arte de signos más que de percepciones» (14). Ampliando la concepción que Ferdinand de Saussure plantea sobre el significado como el producto de oposiciones binarias entre signos en un sistema cerrado, Bryson sugiere que la pintura «es un arte en continuo contacto con las fuerzas significativas exteriores» a ella (14). El espectador, entonces, debe ser un «intérprete» que descifra los signos del arte según el mundo que los produce (15).
Tres años antes de la publicación de Visión y pintura, Mitchell publicó Iconología. Imagen, texto, ideología, el primero de una serie de libros que lo han erigido en el principal teórico de las relaciones interartísticas de nuestro tiempo. Como Bryson, Mitchell concibe las imágenes como signos pictóricos y cuestiona enfáticamente la afirmación de Gombrich en cuanto a que los cuadros, cuanto menos, parcialmente, representan objetos por medio de la semejanza natural, más que por convención, tal como sucede con las palabras (Gombrich, «Image and Code»). «La historia de la cultura», escribe Mitchell, «es en parte la historia de una prolongada lucha por la supremacía entre los signos pictóricos y lingüísticos, cada uno de los cuales reclama para sí ciertos derechos de propiedad sobre una "naturaleza“ a la que solo ellos tienen acceso» (Iconología 65). El planteo de Mitchell, aún vigente, en contra de dicho reclamo de propiedad se sostiene en la convicción de que las palabras, las imágenes visuales y las imágenes verbales se conforman entre sí. Así como el lenguaje está tan fuertemente impregnado de metáforas que es imposible definir dónde termina la «imagen» y comienza la «palabra», no se pueden ver ni leer las imágenes visuales por fuera del lenguaje.
No obstante, la teoría semiótica no ha derrotado aún al perceptualismo, así como tampoco ha resuelto lo que podría denominarse el enigma del reconocimiento. Al identificar aquello que las imágenes o, incluso, las fotografías representan es probable que las estemos leyendo en el marco de convenciones culturales, tal como sostienen los semióticos. Pero, ¿de qué manera pueden dichas convenciones explicar nuestra capacidad para reconocer imágenes realizadas por personas a cuya cultura no tenemos acceso, como, por ejemplo, las pinturas rupestres paleolíticas de Lascaux, en Francia, las cuales representan lo que se reconoce ampliamente como caballos, venados, un bisonte y un buey? Así, la capacidad de reconocimiento no ha sido del todo desterrada de la experiencia del arte, resta incorporarla aún a alguna teoría que simplemente equipare ver una imagen con el desciframiento de los signos. Aquello que Mitchell escribió hace más de veinte años sigue vigente: en la era de «la fabricación extendida de imágenes, aún no sabemos qué son las imágenes, cuál es su relación con el lenguaje y cómo operan sobre los observadores y sobre el mundo, cómo se debe entender su historia y qué se debe hacer con, o acerca de, ellas» (Teoría de la imagen 21, mi énfasis). He señalado con cursiva el punto central. Ninguna teoría de signos basada en el lenguaje puede dar cuenta exhaustivamente de los significados que genera el arte visual ni ningún término puede predecir aquello que puede ser descubierto en el escrutinio paciente de una pintura, algunas de cuyas características más relevantes son imposibles de nombrar.
Al mismo tiempo, es innegable que la lectura (me refiero al proceso estrictamente lexical) juega un papel crucial en nuestra experiencia del arte. A pesar de la antigua creencia acerca de que la pintura «se expresa en todas las lenguas»,[13] tal como lo aseguró John Dryden a finales del siglo diecisiete, al observar un cuadro en un museo enseguida buscamos y leemos su título. Este hecho sencillo nos recuerda —o debería recordarnos—que el arte ha requerido de la mediación de las palabras desde que comenzó a exponerse al público. En el siglo catorce, los manuscritos iluminados de las biblia pauperum («biblias de los pobres») eran comprendidos por los iletrados sólo cuando alguien los explicaba en forma oral; más recientemente, las pinturas han confiado en la alfabetización como requisito para su observación.[14] En la Inglaterra del siglo diecinueve, la extendida alfabetización puso la poesía a disposición de cientos de miles de personas, mientras que la pintura alcanzó a un número mucho menor en las exposiciones de la Royal Academy y en los museos, como la National Gallery de Londres, fundada en 1824. Por esta razón, como ha demostrado recientemente Ruth Bernard Yeazell, los artistas no podían prescindir de las palabras. En 1834, mientras preparaba una segunda edición de grabados basados en sus pinturas, John Constable escribió un comentario en cada uno de ellos porque, según afirmó, «muchos pueden leer texto, pero desconocen el grabado a media tinta» (John Constable’s Correspondence 108). Años atrás, en la primavera de 1798 y con veintitrés años, J. M. W. Turner había comenzado a citar versos de poesía bajo los títulos de sus pinturas en el catálogo de exposición de la Royal Academy (Ziff 2) y, hacia finales de la centuria siguiente, se elogió a Dante Gabriel Rossetti por asociar sus pinturas con poesía y, por tanto, colaborar en que la «gente común» comprendiera su sentido (Yeazell 119).
Suceda o no que la poesía ayude a la gente común a leer un cuadro, casi todas las pinturas expuestas hoy llevan un título (aun cuando éste sea Sin título) y, como ha demostrado Yeazell, los títulos han marcado profundamente nuestra experiencia del arte durante los últimos tres siglos. «Desde el siglo dieciocho hasta el presente», afirma, «todos los [artistas] participan de una cultura en la cual el pintor deviene, si bien mínimamente o a disgusto, también un autor» (12). Aunque no todos los artistas eligen los títulos de sus pinturas, quienes lo hacen sin dudas están advirtiendo al público que los consideren a través de dichos títulos, de modo que la lectura de un texto (si bien breve) se convierte en requisito para leer un cuadro.
Es interesante comparar, por ejemplo, el título completo de la pintura comúnmente conocida como Retrato de la madre del artista, de Whistler, con el título de alguno de los más célebres poemas de Wordsworth, en general abreviados. «Líneas compuestas unas pocas millas más allá de la abadía de Tintern, volviendo a las orillas del río Wye durante un viaje, 13 de julio de 1798» se conoce como «La abadía de Tintern», a pesar de que el título ubica al yo poético río arriba, lo cual nunca se menciona en el poema. Sin embargo, la abadía es el objeto más notorio del título, así como la anciana sentada que James Abbott McNeill Whistler retrata de perfil es lo más notorio de la pintura; pero, en lugar de concebir esta figura como un vehículo de significado primario o natural, tal como lo describe Panofsky, el título elegido por Whistler invita al espectador a concentrarse en lo que ve (al menos conceptualmente) antes de leer esta figura como una mujer sentada, es decir, los rasgos puramente abstractos de la pintura, sus formas y tonalidades. El título completo del cuadro de Whistler es Arreglo en gris y negro, Nro. 1: Retrato de la madre del artista. Tal denominación supone que el observador reconocerá el perfil de una anciana sin necesidad de ayuda verbal, pero antes de definir ese signo, solicita atención a los elementos que lo constituyen: un óvalo alargado de color negro yuxtapuesto a varios tonos de gris, lo cual ejemplificaría lo que James Elkins ha denominado marcas «subsemióticas». La semiótica, escribe Elkins, «menosprecia el significado de las marcas», lo cual convierte a las imágenes en texto al ver o leer sólo las figuras que se pueden nombrar. Si bien Whistler ha construido un signo verbalmente identificable a partir de zonas en negro y gris, éstas ejemplifican lo que Elkins llama «los momentos cruciales de oscuridad» en el arte, «cuando la imagen, en toda su opacidad incomprensible, no lingüística, nos enfrenta a algo ilegible» (834).
He aquí una paradoja de difícil resolución. ¿Cómo podría ser ilegible una pintura de lo que reconocemos como una anciana sentada? Su figura es sin dudas un signo legible, pero las formas y tonalidades que la componen no pueden traducirse en palabras específicas, no pueden nombrarse de la manera precisa con que se da forma a la figura. Y, no obstante, las formas y las tonalidades son partes esenciales de lo que se experimenta al observar un cuadro, al asimilar tanto sus signos nombrables como sus marcas impronunciables.
Atendamos al modo en que Constable representa una mujer en una pintura de comienzos del siglo diecinueve, El valle de Dedham [Vale of Dedham], (1828)]. En este caso, el título no añade más información sobre el cuadro que la ubicación del paisaje representado, una zona que el pintor había retratado alrededor de veintiséis años antes en una pintura llamada El valle de Dedham [Dedham Vale, (1802)].[15] Ambos cuadros toman su modelo composicional de Paisaje con Agar y el ángel, de Claude, pintura que Constable conocía muy bien gracias a la colección de George de Beaumont (luego donada a la National Gallery de Londres), y había copiado con reverencia algún tiempo antes de 1802 (Leslie 5). En los dos cuadros producidos por Constable, así como en el mencionado de Claude, los árboles a izquierda y derecha del primer plano enmarcan la vista del río que serpentea hacia la costa del mar, con la torre de la iglesia en el fondo y las ondulantes nubles blancas en el límite superior. El encanto del paisaje se ve realzado por el claroscuro, que hace que la mirada pase del frente sombreado al fondo bañado de sol.
La segunda pintura, El valle de Dedham [Vale of Dedham] ofrece mayor detalle que la más temprana, en especial, en el primer plano. Al resistir el atractivo paisaje soleado y observar con detenimiento la porción de sombra, se distingue una pequeña gota roja junto a una manchita blanca. Dichas pizcas de color pueden leerse en términos exclusivamente formales, como toques pintorescos, detalles subsemióticos pensados para captar la mirada en la sombra. Sin embargo, pueden leerse además como signos figurativos de una madre vagabunda con su hijo, que cocina sobre el fuego junto a una pequeña tienda sombreada que, en su forma triangular, se asemeja a las líneas del techo de las cabañas, más cómodas y macizas, ubicadas a media distancia a ambos lados del río.
¿Cuál es el mensaje fáctico aquí? ¿Qué representan esa gota roja y la manchita blanca? Éstas son, precisamente, las preguntas que suscita la pintura al desafiar la percepción del espectador. Dado que, a diferencia de la tienda del primer plano, las cabañas tienen un aspecto que recuerda las casas de los libros ilustrados, es difícil reconocer una casa en la tienda. La composición nos lleva a pasar por alto esta última, así como las figuras cercanas, que apenas se asemejan a formas significantes. Según John Barrell, Constable no permite que la madre y el niño empobrecidos emerjan de las sombras para apelar a la piedad del espectador (136-37). En cambio, son apenas algo más que gota y mancha, fragmentos pintorescos o protoimpresionistas de textura cromática en una composición dominada por el diseño formal del claroscuro y su guarida imprecisa es apenas complemento del radiante paisaje que sólo nosotros, no ellos, podemos ver.
La anterior es una línea plausible de interpretación, salvo por un detalle: no explica por qué Constable nos permite reconocer la miseria de las figuras ni por qué —a pesar de la imprecisión— son las únicas figuras representadas en el cuadro. Se trata, además, de las únicas que se corresponderían con las figuras bíblicas que aparecen en el primer plano del mencionado cuadro de Claude, Agar y el ángel, cuya composición Constable retoma en ambas pinturas. Al considerar que Agar era una desterrada, esclava expulsada de la casa de Abraham después de haber concebido a su hijo, es posible interpretar a las figuras de la pintura de Constable como excluidos contemporáneos; estas figuras no tienen lugar en la sociedad, pero el artista, más allá de su ideología, no puede dejar de notarlas y representarlas. No pueden estar simplemente reducidas a fragmentos de textura pintoresca.
El valle de Deham [Vale of Dedham], posterior a las obras de Claude y de Poussin, es el modo en que Constable recrea aquello que alguna vez se llamó «pintura de historia». Al modificar la concepción tradicional sobre la relación entre el paisaje y los personajes que lo habitan, Constable consigue que los desterrados bíblicos de Claude den lugar a los desechos humanos de la historia contemporánea; manchas de vida apenas personificadas, figuras sin nombre cuyo papel en la escena pública es invisible, pero que silenciosamente insisten en ocupar su lugar en el paisaje de la experiencia humana de la época. Al retomar Agar y el ángel, la pintura de Constable despliega las estructuras formales que podrían explicarse por medio de la teoría de Panofsky sobre el significado de una obra de arte. Sin embargo, al desestabilizar radicalmente el sentido fáctico de las figuras en este cuadro, al pintar motas de color cuyo sentido depende del hecho de que son apenas reconocibles, Constable mina los fundamentos de la teoría de Panofsky. Para leer este cuadro, debe examinarse el punto en el cual una marca subsemiótica se convierte en un signo verbalizable y, luego, toma su lugar de manera sutil en un contexto que es tanto pictórico como textual, pintura de historia y escritura.
En cuanto a la relación de la pintura del siglo diecinueve con la tradición de la pintura de historia, es interesante considerar Naturaleza muerta con Biblia, de Vincent Van Gogh, pintado en un solo día de octubre de 1885, pocos meses después de la muerte de su padre. El padre de Van Gogh había sido pastor de la Iglesia Reformada Neerlandesa; incluso el pintor soñó con convertirse en pastor y pasó parte de su juventud predicando en Inglaterra y Bélgica: la Biblia para él era material muy conocido. Sin embargo, era también un lector voraz de literatura moderna y se sublevaba contra la obsesión que tenía su padre por las Escrituras, las cuales, como Vincent notó con pesar, lo llevaron a estigmatizar a todos los autores modernos como «ladrones y asesinos» (citado en Edwards 46). La pintura traduce dicho conflicto edípico, un conflicto sobre la lectura, en la yuxtaposición de dos textos: la Biblia con tapas de cuero de su padre, abierta ampliamente sobre una mesa, y, en diagonal, un pequeño libro ajado, en edición de tapas blandas, de la novela de Émile Zola La Joie de vivre [La alegría de vivir].
De manera genérica, este cuadro pone de manifiesto lo que en otro lado he denominado arte lector, el cual incluye no sólo pinturas como Muchacha leyendo una carta (c. 1657) de Johannes Vermeer y fotografías como Pasatiempos de domingo (1991), de Sally Mann, sino también cuadros sobre libros u otros materiales de lectura, textos «que podría leer cualquiera que estuviera retratado realmente o potencialmente en el espacio representado, un material diferente de las palabras que aparecen en un cuadro y sólo puede leerlas el espectador» (319 n52).[16] Sin duda alguna, la Biblia es casi imposible de leer en este cuadro. Si bien yace abierta a lo largo del plano del lienzo, de manera tal que sus versos deberían ser tan legibles como el título de la novela de Zola, se ven oscurecidas por manchas horizontales sucesivas y pinceladas verticales de pigmento dispuestas en cuatro columnas, un testimonio subsemiótico. Sólo puede leerse el nombre ISAIE en la parte superior de la página de la derecha y el número romano LIII en la columna de la derecha
Al referirse a Isaías 53, Van Gogh evoca la tradición de la pintura de historia, la cual, como se ha observado anteriormente, presupone típicamente el conocimiento de los episodios bíblicos. No obstante, mientras que pintores como Poussin nos llevan a reconocer las figuras y las situaciones que representan, Van Gogh ofrece apenas una cifra y presupone que el espectador conoce la Biblia del mismo modo que un predicador, por capítulo y versículo. Para leer esta pintura, entonces, debemos saber que debajo de las manchas se halla la canción del siervo sufriente, el hombre de los pesares, cuyo destino es ser leído tipológicamente como un predecesor de Cristo: «herido por nuestras faltas» y «molido por nuestras culpas» (Biblia de Jerusalén, Is 53,5). Si se atiende a que la cuestión central aquí es el sufrimiento, resulta extraña la asociación de Isaías 53 con un texto que no sólo es moderno y secular, sino también casi impío en su alarde de júbilo. La pintura, así, nos lleva a imaginar de qué manera la novela de Zola impresionaría al padre de Van Gogh.
Sin embargo, la obra asimismo pone a prueba el conocimiento que los espectadores tienen de Isaías. En lugar de lamentar el sufrimiento del siervo, en el capítulo 53, Isaías afirma que «fuimos curados con sus heridas» (53,5) y luego alienta a quienes lo escuchan a cantar, a que no teman y a que, en efecto, se regocijen en el «amor» de Dios (54,1; 54,4; 54,10). La novela de Zola, La alegría de vivir reproduce esta complejidad. Tal como señala Cliff Edwards, la novela retrata «una familia burguesa que es tan desdichada como podría imaginarse» (49). Frente a tal desdicha, la huérfana Pauline Quenu desborda de amor, luz y alegre determinación de cuidar al recién nacido cuya vida ella ha salvado. «Vincent», sugiere Edwards, «vio al siervo en Isaías y a Pauline Quenu como encarnaciones de renunciación, sacrificio y caridad; y resultó apropiado que Zola expresara la misión del siervo para una nueva era en la forma de un cuerpo nuevo —una alegre muchacha—, y proyectara su esperanza hacia el futuro en la forma del niño que ella se comprometió a cuidar en medio de la oscuridad y la muerte» (50). Leer la pintura en todos los sentidos, penetrar los textos que representa, es observar que, en lugar de simplemente contraponer los tristes y dolorosos versos de las Antiguas Escrituras a los placeres de una novela moderna, sutilmente revela el modo en que la literatura moderna recrea la Biblia. Así, como escribe Vincent a su hermano Theo, la pintura muestra que la Biblia es aún vigente «en estos tiempos, en nuestra vida» (Carta del 23 de noviembre de 1881).
La representación de textos
La lectura de cuadros pocas veces implica dejar de lado los textos por completo, renunciar del todo al mundo de la significación verbal. Por ejemplo, al analizar una pintura abstracta como Shade (1959) de Jasper Johns, Leo Steinberg distingue entre las inferencias literales y literarias de una obra cuyo título remite a la persiana de la ventana que Johns usó, pero cuya oscuridad ilimitada evoca a John Milton: «Observas un campo cuya oscuridad es Absoluta», escribe Steinberg, «en donde los blancos no brillan, sino que hacen que la oscuridad se vuelva visible, como Milton dijo de la eterna sombra» (309).[17] Aun atendiendo a las huellas textuales destacadas por los títulos (aunque sean minimalistas) tanto como por los signos verbalizables, es necesario lidiar con los elementos subsemióticos del arte y con todos los modos en que estos resisten la traducción en palabras. La resistencia es evidente en pinturas que normalmente se clasifican como abstractas. Sin embargo, es posible enfrentar un grado similar de dificultad al observar cómo figuras ilusorias —figuras que pueden reconocerse y nombrarse de inmediato— se resisten a las palabras. Un buen ejemplo es el trabajo que realiza René Magritte con la imagen de la ventana, una metáfora tradicional para la pintura que —tanto en sentido literal como figurado— pone en cuestión las reglas de la perspectiva formuladas en el Renacimiento. Al traducir las tres dimensiones de la experiencia visual en dos, los maestros de dicha época, como Alberti, indujeron a los espectadores a aceptar la ilusión de estar mirando a través de una ventana abierta: mirar más que leer.[18]
Volvemos a sentir la fuerza de nuestra entrega a dicha ilusión cada vez que ésta se rompe. En la pintura de Magritte deliciosamente titulada Le soir qui tombe [«Cae el atardecer»] se muestran fragmentos afilados y angulosos del vidrio de una ventana que ha caído al piso, sobre los cuales se ha representado un atardecer rural. Paradójicamente, pinturas como ésta confirman el poder de la ilusión al tiempo que, con ingenio, la cuestionan. Incluso, es difícil discutir tales obras sin hacer alusión a algunos de sus elementos como si fueran elementos reales, tal como se observa unas líneas más arriba, en el presente artículo, en la frase «fragmentos afilados y angulosos del vidrio de una ventana».
Fue el mismo Magritte quien puso en escena una ahora célebre competencia entre signos verbales y pictóricos al presentarlos de manera yuxtapuesta en una única pintura, La traición de las imágenes, mejor conocida por la leyenda escrita en la parte inferior: «Esto no es una pipa». Nadie que sepa francés puede eludir leer la frase —en el sentido estrictamente lexical—al observar la imagen representada sobre ella, la cual instintivamente se interpreta como una pipa. Frente a la negación de la leyenda, Rudolph Arnheim expresó lo que probablemente piensa cualquiera que observa y lee la pintura por primera vez al afirmar, «Desdichadamente, se trata solamente de eso, de una pipa» (155). Para que la frase adquiera sentido, es necesario alejarse del reconocimiento instintivo para comprender que la imagen de una pipa no es lo mismo que una pipa, sino «sólo una representación», tal como lo expresó el mismo Magritte (citado en Torczyner 71). También sería posible leer juntos el objeto representado y la leyenda para observar así que un signo pictórico no es lo mismo que un signo verbal. Si bien ninguno de los dos es idéntico a aquello que señalan, el objeto conceptual que «pipa» indica es más polisémico que el objeto visual al que refiere la imagen. Mientras que «pipa» puede denotar en inglés [pipe] tanto una gran variedad de utensilios para fumar, como la semilla de algunas plantas o frutos,[19] la imagen circunscribe su propio poder significante, clausurando así su identificación con los elementos tridimensionales. Debido a que las pipas reales por lo general no aparecen perfectamente de perfil ni suspendidas sin medios visibles de apoyo, debe concluirse que no se trata, en definitiva, de la imagen de una pipa, sino, como observa Michel Butor, de la imagen de una representación, una imagen al estilo en que por lo común se representan las pipas «en la publicidad o, en especial, en libros de texto y afiches escolares» (77): aisladas, radicalmente descontextualizadas y con una etiqueta que señala «pipa». La frase en el cuadro de Magritte parodia dicho etiquetado y desautoriza los presupuestos que lo sustentan. En lugar de insinuar —como a menudo hacen las etiquetas— que la imagen es idéntica a un objeto particular, la etiqueta aquí niega dicha identificación y hace que la imagen se vuelva un signo arbitrario, una imagen de una clase determinada, como diría Nelson Goodman.[20] Así como sucede con la imagen de un círculo o la de un cuadrado, la imagen de una pipa puede significar cualquier cosa. Su significado no se asocia más a algún objeto particular que el de la palabra ceci («esto») que se halla debajo de ella y puede referir al objeto representado arriba, a la pintura completa en la que la palabra aparece o a la palabra misma, ceci, que se presenta no sólo verbal sino también visualmente. Ceci es tanto un significante que se halla en perpetuo deslizamiento, como un signo gráfico, el diseño cuidadosamente delineado de una palabra escrita. De hecho, la forma caligráfica de las letras c en esta palabra rima visualmente con la figura dibujada sobre ellas. Así, Magritte deconstruye la oposición entre el significado natural de los objetos representados y la significación arbitraria de las palabras sin dejar de señalar la discontinuidad existente entre los objetos representados y los reales.
A la vez, como señala Michel Foucault, Magritte establece una nueva relación entre las palabras y las imágenes precisamente al dibujar palabras, representarlas como si fueran objetos, y desafiar al observador a interpretarlas como tales, «pues las palabras que ahora puedo leer debajo del dibujo son palabras a su vez dibujadas, (…) debo leerlas superpuestas a ellas mismas; son palabras que dibujan palabras; forman en la superficie de la imagen los reflejos de una frase que diría que esto no es una pipa. Texto en imagen» (35-36, mi énfasis).
Concibiendo la «imagen» en el mismo sentido que se le ha dado en este texto, Foucault identifica el límite donde la línea divisoria entre imágenes y textos parece esfumarse. Sin embargo, de la misma manera en que es clara la diferencia entre una oración impresa y una oración caligráficamente escrita a mano, es aún más evidente la diferencia entre leer «Ceci n’est pas une pipe» en aislamiento y leer la misma frase como una leyenda debajo de un tipo particular de objeto representado. Tradicionalmente, las palabras que aparecen en una pintura sin formar parte de la representación de un libro ni de ningún otro texto significan el habla, como en las pinturas de la Anunciación, donde suele indicarse en una cinta como de estrecho pergamino desenrollado aquello que el ángel está diciéndole a María (a quien, no casualmente, se representa típicamente leyendo).[21] Quizás irónicamente, el equivalente contemporáneo de dicha convención es el globo que aparece por lo general en la historieta y notablemente en la obra de Roy Lichtenstein, artista que a menudo recreaba viñetas de historietas en sus pinturas, como en La obra maestra.[22] Sin embargo, nadie en el cuadro de Magritte pronuncia la frase «Ceci n’est pas une pipe», sino que aparece en el lugar del rótulo del objeto representado en la parte superior. Y, al tomar el lugar de la etiqueta o, mejor, al desplazarla, la leyenda de Magritte desestabiliza radicalmente el significado del objeto representado, a la vez que induce al espectador a leer la leyenda como una imagen, no sólo como un texto. Dado que Magritte ha diseñado la palabra ceci de modo que recuerda la cazoleta de una pipa, es posible que cualquier palabra pueda representarse, es decir, diseñarse para ser leída como una imagen.
Para poner a prueba esta hipótesis, a continuación se examinará brevemente el modo en que tres artistas contemporáneos han representado las palabras: no como leyendas, etiquetas o complementos de objetos retratados, sino como objetos representados por derecho propio.[23] En lugar de modelar las letras en curvas caligráficas, como hace Magritte, estos artistas conservan algo de la forma de la tipografía convencional, el tipo de letra que se encuentra habitualmente en textos impresos o en la cartelería pública.
Jenny Holzer recurre a las palabras para realizar obras de arte visual desde 1977, cuando comenzó a pegar sus «Truismos» de una línea (impresos en cursivas negras sobre láminas blancas) en edificios públicos del área de Manhattan. En 1982, incorporó los LED (diodos emisores de luz) para exponer frases del tipo de «Protégeme de lo que quiero» y «La propiedad privada dio origen al delito» en el cartel de Spectacolor de Times Square. En 1989, para una exposición titulada Lamentos, esculpió aforismos tales como «Veo espacio, no se parece a nada y lo quiero en torno mío» sobre la parte superior de trece sepulcros de piedra dispuestos en hilera, cada uno de ellos tallados en tres tamaños, bebé, niño y adulto. Estas inscripciones lapidarias se repetían en palabras formadas por luz intermitente que fluía desde el piso hacia el techo a modo de columnas lumínicas ascendentes. Al yuxtaponer la permanencia de la piedra con la energía cinética de la luz LED como dos medios de comunicación radicalmente contrapuestos, Holzer creó lo que Roberta Smith llama «un ambiente elaboradamente perceptual cuyos efectos no verbales son tan potentes como los lingüísticos».[24] Más recientemente, Holzer ha destacado —de hecho, literalmente— el impacto no verbal de su arte al representar de forma electrónica exclusivamente las palabras de otras personas, en especial, la poesía de Wislawa Szymborska por medio de un proyector Cameleon Telescan a través del espacio de la exposición titulada Proyecciones (2009).[25]
Mientras que la obra de Holzer excede de manera evidente los límites del arte tradicional irradiando literalmente hacia el espacio público, acabados marcos rectangulares encierran todas las palabras representadas en la obra de un artista contemporáneo algo más joven, de quien se ha dicho que es «probablemente el pintor estadounidense más importante de su generación» (Schjeldahl). Christopher Wool realiza cuadros en blanco y negro, utiliza esmalte para estarcir palabras, por lo general, sobre paneles de aluminio como en la figura 1.[26]
Sin título, 1990/91 es una obra que desorienta radicalmente al espectador, aun cuando le exige que realice una lectura. Mientras que las letras grandes y negras en estarcido se utilizan por lo general para escribir mensajes simples u órdenes claras en carteles públicos («No fumar», «Prohibido estacionar»), las letras en la obra de Wool se asemejan, en principio, a un abecedario desordenado. De niños aprendemos a distinguir una palabra de otra en el fluir del habla, dado que sería imposible aprender a leer sin antes desarrollar esta habilidad. Sin título, 1990/91 deconstruye esta base fundamental de la palabra escrita y hablada; no sólo amontona las palabras, sino que también las corta ignorando la separación en sílabas y el uso los guiones. Como consecuencia, requiere de un tiempo y un esfuerzo considerables comprender dónde comienza y dónde termina cada palabra en esta pintura:
THE SHOW IS OV
ER THE AUDIEN
CE GET UP TO LE
AVE THEIR SEA
TS TIME TO COL
LECT THEIR CO
ATS AND GO HOM
E THEY TURN AR
OUND NO MORE C
OATS AND NO MO
RE HOME
He transcripto las palabras de la obra de Wool con el espaciado correcto para hacerlas algo más legibles en el sentido lexical, si bien respeté la ruptura de las sílabas.[27] Cualquiera sea la interpretación que se ensaye sobre estas palabras en estarcido, es indudable que la pintura no puede ser interpretada si no se intenta al menos leer —en el sentido lexical— las palabras que contiene. Al extraerlas de la densidad de la obra, pueden leerse como un poema en prosa que trata sobre la subversión de las expectativas convencionales: al abandonar una obra teatral, espectáculo que por lo general pone en escena algún tipo de perturbación del orden establecido, la audiencia mecánicamente regresa al mundo familiar de los abrigos y el hogar, sólo para descubrir que ambos se han extinguido, «ya no hay abrigos ni casa». La pintura intensifica este efecto de desfamiliarización al alejarse del ámbito conocido de las palabras impresas para ofrecer una escena preilustrada y preconsciente, en la cual aprendimos a distinguir una palabra de otra por primera vez, para obligarnos a volver a realizar esta operación.
Una operación del estilo es asimismo evidente en las videoinstalaciones de Tsang Kin-Wah, un artista chino nacido en 1976, cuya obra presenta cintas con palabras sin espaciado, ya sea pintadas sobre aluminio o proyectadas sobre paredes y pisos. Desde el año 2009, ha realizado varias instalaciones de una serie de videos titulada Los siete sellos, el último de los cuales, Nothing, tuvo lugar en Hong Kong durante el otoño de 2016. Si bien esta proyección de textos en movimiento recuerda sin dudas la obra de Holzer, las cintas de Tsang evocan tanto el metraje moderno de una película, como los rollos manuscritos de la antigüedad, por ejemplo, aquellos que representan el habla en las Anunciaciones pintadas, a las que nos referimos antes. Pero, además, los textos flotantes de este artista tenían por intención recordar el libro mencionado en el Apocalipsis, cuyos siete sellos sólo podría abrir el cordero, símbolo de Cristo (Biblia de Jerusalén Ap 5,1-10). De la misma manera, la Trilogía Ecce Homo I (2012) nos invita a considerar el juicio de Nicolae Ceausescu y su ejecución en 1989, quien fuera el dictador comunista de Rumania, a la luz de las palabras que pronunciara Pilatos al presentar a Cristo, azotado y con su corona de espinas, a una multitud decidida a crucificarlo: «Ecce homo», en el latín vernáculo, es decir, «Aquí tenéis al hombre» (Jn 19,5).
Aunque pueda resultar extraño asociar a Ceausescu con Cristo, Tsang intenta mostrar —o recordar— a los espectadores que se presumió la culpabilidad del dictador rumano y su esposa, juzgados en procedimiento sumarísimo, y se los expuso en televisión antes de ser fusilados por un pelotón. En el trayecto hacia las salas de proyección del material editado del juicio, la ejecución y el entierro de Ceasescu convertidos en espectáculo, los visitantes de la exposición de Tsang caminan por un pasillo en cuyas paredes y piso flotan proyectados pergaminos desenrollados donde puede leerse «EVERYWORDISAJUDGMENT», «ENSLAVEDBYTHEIRWORDS», «DAMNINORDERNOTTOBEJUDGED» y «TYRANNIZETHETEXT» [«CADAPALABRAESUNJUICIO», «ESCLAVOSDESUSPALABRAS», «CONDENADOSPARANOSERJUZGADOS» Y «TINARICEELTEXTO»]. Dispuestos de tal modo, en líneas rectas, los concisos apotegmas de Tsang son algo más fáciles de leer que las pinturas de Wool, las cuales despliegan en conjunto frases y palabras. Con todo, las palabras del artista chino no se aproximan al espectador en líneas rectas consecutivas, sino que se retuercen y cruzan; así, desafían la lectura ordenada del espectador, lo envuelven como testigo de lo que Tsang llama «la impotencia del acusado, lo absurdo del juicio, la brutalidad de la ejecución y la tristeza de la vida y la muerte» (citado en Chan A3).
La lectura de cuadros, entonces, significa antes que nada procesar las palabras que habitan o rodean las obras: las palabras que aparecen en los cuadros, las palabras que los enmarcan en forma de títulos o etiquetas, y las palabras de los textos a los cuales las pinturas aluden o de las historias sugeridas por ellas. No obstante, mientras que los cuadros la mayoría de las veces se presentan insertos en el lenguaje, no son equiparables a los textos. Aunque muchos de sus elementos se construyan como signos, un signo pictórico no es análogo a un signo verbal, y en absoluto parecido a un sustantivo ni a un verbo, como propone Marin. El célebre cuadro de una no pipa de Magritte pone en escena la diferencia entre la lectura de una palabra y la lectura de una imagen, más allá de su color o su forma: si palabra e imagen fueran semejantes, la obra resultaría simplemente absurda, en lugar de perpetuamente provocadora. Al leer cuadros debemos contemplar esta diferencia, aun al leer las palabras que los rodean, que les dan forma y, en ocasiones, los invaden. Es necesario, también, atender a los elementos subsemióticos: motas de color que vacilan en el límite de la significación o marcas como las pinceladas escalonadas con las que Van Gogh representa o, mejor dicho, recubre las palabras de Isaías. Debemos estar dispuestos a leer cualquier elemento que permanezca ilegible en un sentido textual, lo que sea que en una pintura resista ser verbalizado o convertido en un signo. Al hacerlo, cuestionamos y ampliamos nuestra concepción de lo que significa la lectura.
Notas
[1] James A. W. Heffernan (https://www.jamesheff.com) es profesor emérito de Literatura Inglesa en el Dartmouth College. Entre sus libros se encuentran Wordsworth’s Theory of Poetry; The Re-Creation of Landscape; Museum of Words: The Poetics of Ekphrasis from Homer to Ashbery; Representing the French Revolution (ed.); Cultivating Picturacy: Visual Art and Verbal Interventions; y Hospitality and Treachery in Western Literature. Asimismo es editor fundador del sitio Review 19 (https://www.review19.org).
[2] N. de la T.: salvo que se indique lo contrario, de ahora en más, las traducciones de las citas son de la traductora del artículo.
[3] Sobre la impotencia de Bloom, véase Henke 254.
[4] Véase la Anunciación (c. 1333) de Martini y Memmi, y la Anunciación de Rafael (1502-3). Para acceder a reproducciones de las obras mencionadas en este ensayo, recupere el archivo de imágenes en http://www.jamesheff.com/library/00_SLIDES_RP.pptx.pdf
[5] He ofrecido en Cultivating Picturacy una interpretación de la fotografía Pasatiempos de domingo, de Sally Mann, así como de varias pinturas abstractas de Gerhard Richter (36-38, 300-09).
[6] «[J]e crois que facilement vous reconnaîtrez quelles sont celles qui languissent, qui ad mirent, celles qui ont pitié, qui font action de charité, de grande nécessité, de désir de se repaître, de consolation et autres, car les sept premières figures à main gauche vous diront tout ce qui est ici Écrit et tout le reste est de la même étoffe: lisez l’histoire et le tableau, afin de connaître si chaque chose est approprié au sujet» (36).
[7] Véase Dowley 330.
[8] Véase Dowley 334.
[9] Véase Le Brun, Admiration; Fruda 119.
[10] «Ich schließe so. Wenn . . . die Malerei zu ihren Nach ahmungen ganz andere Mittel, oder Zeichen gebrauchet, als die Poesie; jene nämlich Figuren und Farben in dem Raume, diese aber artikulierte Töne in der Zeit; wenn unstreitig die Zeichen ein bequemes Verhältnis zu dem Bezeichneten haben müssen: so können neben ein an der geordnete Zeichen auch nur Gegenstände, die nebeneinander, oder deren Teile nebeneinander existieren, aufeinanderfolgende Zeichen aber auch nur Gegenstände ausdrücken, die aufeinander, oder deren Teile auf einander folgen.» (Laokoon Cap. 16).
[11] Si bien afirma que el lenguaje se compone de signos arbitrarios, Lessing escribe que la poesía «debe intentar elevar sus signos arbitrarios a signos naturales: sólo de este modo se diferencia de la prosa y se vuelve poesía» (citado en Krieger 49). Así como la pintura tiene por fin crear la ilusión de que estamos observando al menos un objeto que existe realmente en el espacio, la poesía debería crear la ilusión de que estamos asistiendo a hechos que siguen a otros en el tiempo. A pesar de su crítica al pictorialismo literario, Lessing creía que la poesía debía tomar como modelo el ilusionismo de las artes visuales.
[12] Aunque reconoce por completo el papel de la convención en la historia de los estilos, Gombrich sostiene que el arte progresa «de lo esquemático a lo impresionista» (Art and Illusion 293) modificando la «forma real» de los objetos «para igualar el aquí y ahora de su apariencia en un momento determinado» (295). Si, añade brevemente, podemos dar por sentado que la pintura de Constable de Wivenhoe Park representa dicho parque, «también podemos estar seguros de que esta interpretación», la pintura misma, «ofrece tantos detalles como los que habríamos percibido en relación con esta porción del mundo en 1816 de habernos hallado entonces junto a Constable» (299).
[13] «speaks the Tongue of ev’ry Land», «To Sir Godfrey Kneller, principal Painter to His Majesty», verso 127.
[14] Aunque Gregorio Magno declaró alrededor del 600 e. c. que las imágenes eran los «libros» de los iletrados (Yeazell 114), las imágenes de las llamadas biblias de los pobres se hallaban salpicadas de inscripciones que asociaban tipológicamente el Viejo Testamento con el Nuevo Testamento (Bloque C). Difícilmente podían ser comprendidos por personas analfabetas que no escucharan la explicación en forma oral.
[15] N. de la T.: se conserva entre corchetes el título original de las citadas obras de 1802 y 1828, cuya traducción en español no reviste diferencias.
[16] Para un estudio exhaustivo sobre el arte lector, véase Stewart.
[17] Steinberg se refiere a El paraíso perdido.
N. de la T.: en efecto, «shade» en inglés significa sombra y oscuridad a la vez que pantalla y persiana. Se mantiene en consecuencia el título del cuadro en inglés para no atentar contra la ambigüedad semántica que origina la citada reflexión de Steinberg.
[18] «Antes que nada [trataré acerca del lugar] donde voy a dibujar. [Primero] inscribo un rectángulo de ángulos rectos tan grande como lo desee, el cual se considera que es una ventana abierta a través de la cual veo lo que quiero pintar» (Alberti 67). Steinberg recurre con perspicacia a esta metáfora para analizar la pintura de Johns, y afirma que, mientras Alberti «comparaba la perspectiva transparente del Renacimiento con ventanas abiertas», Johns «equipara la opacidad de su tela con la persiana baja» (309).
[19] N. de la T.: en inglés, «pipe» hace alusión tanto a un utensilio para fumar como a tubos. En la traducción se refiere a las diversas acepciones de «pipa», en español.
[20] Escribe Nelson Goodman: «al decir que un cuadro representa a un objeto con una determinada propiedad, no queremos decir que denote un objeto con una determinada propiedad, sino que se trata de un cuadro-objeto con una determinada propiedad», una imagen de una determinada clase o tipo (41). «Decir que un Churchill adulto es representado como un niño (…) es decir que el cuadro en cuestión es un cuadro-niño» (41), sin importar a quién represente.
[21] Véase la Anunciación del flamenco Melchior Broederlam, donde el ángel, arrodillado, está representado diciendo: «Ave Gratia Plena Dominus Tecum» («Salve, llena eres de gracia. El Señor es contigo»).
[22] Probablemente en alusión a Las meninas de Diego Velázquez, que muestra al pintor trabajando en su tela, de la cual se ve sólo un fragmento de la parte posterior en el margen izquierdo de la pintura, La obra maestra de Lichtenstein presenta a una mujer hablando con un hombre sobre una pintura dispuesta de modo semejante. Por medio de un globo de diálogo, ella dice, «Brad, querido, ¡este cuadro es una obra maestra!» Al recrear el lenguaje, la imaginería y los globos de diálogo de las historietas, Lichtenstein parodia con ingenio la reverencia cultural de las pretendidas obras maestras (en este caso, invisible al espectador), tanto como la noción de que el arte elevado —el arte de las obras silentes— no tiene relación alguna con la ilustración de las historietas, en especial, con los rostros que aparecen pronunciando palabras legibles.
[23] En ésta, como en otras instancias del presente artículo, los ejemplos que propongo aquí remiten a alfabetos y lenguas de Occidente. Un lector de PMLA [revista donde apareció originalmente el artículo] ha llamado mi atención sobre el artista contemporáneo chino Xu Bing, cuya instalación Libro del cielo, expuesta por primera vez en Beijing en 1988, presenta libros y rollos decorados con figuras parecidas a caracteres chinos, pero que lingüísticamente son ilegibles.
[24] Vale notar el nivel al que la tecnología digital ha desplazado la creencia tradicional sobre que las obras de arte deben ser inmóviles y silentes, como la urna en el poema de Keats. Así, Granada (2006) de Ori Gersht revela que lo que puede parecer una naturaleza muerta que incluye una granada, una col y un zapallo es en realidad una película de alta definición en donde se dispara una bala a la granada, la cual explota en cámara lenta («Ori Gersht’s Pomegranate»).
[25] Véase Holzer para un breve video acerca del modo en que proyectó la poesía de Szymborska en «Proyección para Chicago» (2008).
[26] N. de la T.: por razones de derechos de autor, se omite la reproducción de esta imagen, que se encuentra en https://whitney.org/WatchAndListen/1294.
[27] N. de la T.: se observa la transcripción de la obra tal como la realizara el autor del artículo. Se ofrece a continuación una traducción tentativa: «el show se ha t / erminado el púb / lico abandon / a sus asient / os momento de b / uscar los abrig / os y regresar a c / asa se vuelven y / a no hay abrig / os ni casa».
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La versión original en inglés de este artículo se publicó con el título «Reading Pictures» en PMLA, 134. 1 (2019): 18-34. Agradecemos a la Modern Language Association of America, la cual detenta plenos derechos sobre el texto, el permiso para su traducción y publicación en Hyperborea.
Traducción: Lucrecia Radyk.
Referencia electrónica
Heffernan, James A. W. «La lectura de cuadros». Hyperborea. Revista de ensayo y creación 2 (2019): 1-25. http://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/la-lectura-de-cuadros-128