Guadalupe Silva
guada.silva.guenaga@gmail.com
CONICET
Universidad de Buenos Aires
Resumen
El artículo toma el caso de las Escuelas Nacionales de Arte de La Habana para indagar las tensiones entre estética y política en los inicios de la Revolución Cubana. Poniendo el foco en la disputa por el control de las formas dentro del comunismo, analiza el libro de John A. Loomis, Revolution of Forms. Cuba’s forgotten art schools (1999), que asumió la tarea de rescatar dichas Escuelas del olvido y situarlas en la historia de la arquitectura. El artículo pone el foco en la construcción de un punto de vista intelectual propio de finales del siglo XX, de carácter retrospectivo, crítico y arqueológico. Indaga desde esta óptica la reescritura de Antonio José Ponte del caso de las Escuelas, e indaga los lazos entre la historia de las Escuelas y la conformación del discurso posmodernista en la arquitectura y la filosofía.
Palabras clave
arquitectura — literatura — posmodernismo
Title
Politics of Form. The National Art Schools of Havana Between Architecture, Literature and Postmodernism
Abstract
The article takes the case of the National Art Schools of Havana to investigate the tensions between aesthetics and politics in the early days of the Cuban Revolution. Focusing on the dispute over the control of forms within communism, it analyses John A. Loomis's book Revolution of Forms. Cuba's forgotten art schools (1999), which undertook the task of rescuing those schools from oblivion and situating them within the history of architecture. This article focuses on the construction of an intellectual point of view typical of the late 20th century —retrospective, critical and archaeological in nature. From this perspective, it examines Antonio José Ponte's rewriting of the case of the Schools, and explores the links between their history and the shaping of postmodernist discourse in architecture and philosophy.
Keywords
architecture — literature — Postmodernism
Políticas de la forma
El sueño vanguardista de transformar la realidad mediante una revolución de las formas tuvo su momento de mayor optimismo en los inicios del poder soviético. Boris Groys analizó el proceso por el cual la vanguardia rusa elaboró un discurso que legitimó, como nunca, la correspondencia entre estética y política. La revolución bolchevique otorgó al arte de vanguardia la oportunidad única de recrear el mundo desde una tabula rasa. Ahora los artistas podían poner en práctica «la esencia misma del proyecto vanguardista» (Groys 59), a saber: la fundación desde cero de una nueva sociedad, con nuevas estructuras y sensibilidades.
Esta misión transformadora en la que el arte se convertiría en el gran demiurgo social, suponía que la materia plástica no era ya simplemente la palabra o la pintura, sino la realidad misma por moldear. Sin embargo, esta «dictadura» del arte, dice la tesis de Groys, derivó paulatinamente en un sometimiento a los mandatos del Partido, hasta finalmente ceder sus funciones demiúrgicas a su líder:
Se había hecho realidad así el sueño de la vanguardia de que todo el arte pasara bajo el control directo del Partido con el objetivo de la construcción de la vida, esto es, del programa de la «construcción del socialismo en un solo país» como obra verdadera y consumada de arte colectivo, aunque el autor de ese programa no llegó a ser Rodchenko o Maiakovski, sino Stalin, que heredó por el derecho del pleno poder político el proyecto artístico de aquellos. (Groys 80-81)
Treinta años más tarde, en el Caribe, la Revolución Cubana planteará tensiones semejantes entre proyectos estéticos y políticos. De los numerosos casos de censura sufridos por intelectuales y artistas, el de las Escuelas Nacionales de Arte de La Habana destaca precisamente por reproducir aquel proceso de centralización de las formas, medios y lenguajes bajo los mandatos del Partido. El gobierno una vez más se constituía como vanguardia a cargo de una «obra de arte total».
El interés de este caso radica en el conflicto suscitado al prohibirse llevar a término un proyecto arquitectónico que cayó en desgracia tan pronto sus formas chocaron con la ideología estética del Estado. El caso de las Escuelas fue ocultado durante mucho tiempo, hasta que en los años ochenta comenzó lentamente a despertar el interés de jóvenes estudiantes cubanos y más tarde de una comunidad cada vez mayor de arquitectos e intelectuales que reclamaron su recuperación. En 1999 se publicó un importante estudio que indagaba con una vasta documentación la historia de estas construcciones. El libro de John A. Loomis: Revolution of Forms. Cuba’s forgotten art schools, publicado por Princeton Architectural Press, ponía a las escuelas no solo en su justo lugar dentro del mapa de la arquitectura moderna, sino en el contexto de la historia política cubana y, más ampliamente, de la historia de las revoluciones del siglo XX. El título ponía en juego la propia conflictividad de la palabra «revolución», al sugerir que las formas podían revolucionarse incluso dentro «la» Revolución. Tal es efectivamente el caso de estos edificios diseñados por los arquitectos Ricardo Porro, Vittorio Garatti y Roberto Gotttardi. Fueron creados con un espíritu de libertad que no sería aceptado por el gobierno cubano al no corresponderse con la idea oficial de la «construcción del socialismo», ni con la uniformidad de la sociedad futura, ni con la moral del hombre nuevo. Lo interesante, para el análisis que haremos a continuación, es que la historia narrada por Loomis pertenece a un contexto de revisión que revaloriza el modernismo alternativo de aquellas construcciones y las sitúa en un momento precursor respecto de las tendencias posmodernas. Una posmodernidad que no se limita, desde ya, a la arquitectura, sino que concuerda con el giro crítico de finales del siglo XX que permea el propio discurso de Loomis. La historia de las Escuelas Nacionales de Arte, como veremos a continuación, no es un caso aislado, más allá de su excepcional belleza, sino que se engarza con un relato mayor sobre la crisis de la modernidad.
El caso en perspectiva finisecular
Cuando hablamos de «la historia» de las Escuelas debemos aclarar que estamos refiriéndonos al relato, no a los hechos en sí. Mientras que los hechos pueden abordarse desde múltiples puntos de vista, nuestra hipótesis es que el relato de Loomis refleja un ángulo particular, inscripto en el clima cultural de finales del siglo XX. Nos interesa el modo en el que construye su objeto de investigación, apelando a una estructura que podríamos considerar literaria, en la que no faltan recursos novelescos.
Loomis pudo visitar las escuelas por primera vez en 1981, en un viaje académico a Cuba dentro de un programa de la Universidad de Columbia. En los agradecimientos de su libro se refiere a ese primer contacto. Nos cuenta que los guías locales daban todo tipo de excusas para no visitar las Escuelas, y que solo pudieron llegar allí tras mucha insistencia, pese a lo cual les dejaron solo cinco minutos para tomar fotos, junto con una «breve explicación de por qué aquella era una arquitectura inapropiada para la Revolución Cubana» (Loomis XXVI). El caso es así presentado como un hallazgo sumido en un secretismo que permite intuir la trama política de fondo. La investigación se presenta como una labor de rescate que se une a otros esfuerzos de recuperación de estas olvidadas [forgotten] edificaciones.
En los años ochenta una nueva generación de arquitectos y artistas cubanos comenzó efectivamente a exigir el reconocimiento de las Escuelas. [1] Más tarde se sumaron publicaciones y exhibiciones que llamaron la atención sobre esas obras olvidadas, y en 1996 dos arquitectos neoyorkinos, Norma Barbacci y Ricardo Zurita, las postularon para el financiamiento del World Monuments Watch. [2] De modo que cuando Loomis publicó su libro el caso era relativamente conocido en círculos acotados, pero no existía un estudio amplio y documentado que presentara la historia en sus diversas dimensiones humanas, artísticas y políticas. Fue Revolution of forms el texto que despertó el interés internacional en las Escuelas.
Repasemos este relato. La historia se inicia cuando, a principios de 1961, Fidel Castro concibe la idea de construir un conjunto de Escuelas Nacionales de Arte en los terrenos del antes exclusivo Country Club de La Habana. Ricardo Porro narra esta situación en su entrevista con Loomis y la misma anécdota puede verse también en el documental Unfinished Spaces de Alysa Nahmias y Benjamin Murray (2011). La imagen de ambos líderes en traje de fajina jugando al golf en el club es una síntesis de la vesicante relación de los rebeldes de Sierra Maestra con la alta burguesía: retrata a los héroes del pueblo triunfando sobre la élite, ocupando sus lugares y parodiando sus gestos.
En ese imponente escenario Fidel decide situar las Escuelas que fomentarían la creatividad de la nueva juventud socialista. Para ello convoca a Selma Díaz, funcionaria de planificación, quien a su vez propone a Ricardo Porro como director del proyecto. Porro era entonces un joven entusiasta al día con las corrientes de vanguardia: había estudiado arquitectura en La Habana y París, conocía a Pablo Picasso, era amigo de Wifredo Lam y había asistido a seminarios de la CIAM.[3] Como Alejo Carpentier, se había exiliado a Venezuela durante el gobierno de Batista y regresado a Cuba con el triunfo de la Revolución. Para construir las Escuelas en el breve plazo que le daba el gobierno, convocó a dos arquitectos italianos que conocía de Venezuela, Vittorio Garatti y Roberto Gottardi. Juntos dirigieron el proyecto, manteniendo unidad de criterio, pero independencia creativa. Porro se ocupó de las Escuelas de Artes Plásticas y Danza Moderna, Garatti de las Escuelas de Música y Ballet y Gottardi de la Escuela de Arte Dramático. Las cinco construcciones se emplazaban a cierta distancia dentro del parque del antiguo club, siguiendo las formas ondulantes del terreno e integrándose al paisaje de manera armónica e inusitada.
El análisis de Loomis deja en claro que la originalidad de este proyecto fue para todos sorprendente. «Nuestra libertad de diseño», dijo Garatti, «fue total, incluso en la elección del sitio» (97). [4] En su diseño de la Escuela de Ballet, Garatti optó por un emplazamiento sinuoso que parecía dibujar las siluetas de un cuerpo danzante:
La primera sensación mirando el terreno era descender hacia la abertura inferior describiendo una «S» con los brazos abiertos como un niño jugando a los aviones. Esta «S» se convirtió en la columna vertebral de la estructura del diseño (...) yo quería que la escuela fuera extremadamente dinámica, no solo porque era una escuela de ballet, sino porque era una visión de lo que sería nuestro futuro. (97)
Para la de Arte Dramático, Gottardi apeló a la memoria de la ciudadela medieval, de tal forma que el ingreso al lugar se experimentase como la entrada en un espacio social distinto:
La escuela se organizó como una pequeña comunidad teniendo en cuenta el carácter de una compañía de teatro. El teatro se hace con actores, directores, técnicos de sonido, escenógrafos, diseñadores de vestuario, etc. Es importante ver a todos estos miembros como parte de la comunidad. Las calles son el medio tanto de reunir todas las disciplinas como de proporcionar lugares informales para que los individuos de la comunidad se reúnan y se sienten. Dentro del complejo se tiene la sensación de estar en un entorno completamente aparte del exterior, como la hermética experiencia social de formar parte de una compañía de teatro. La forma circular facilita una cierta independencia. (71)
La coordinación de las formas del terreno con el diseño del espacio y la propuesta lúdica de representación e interacción fueron determinantes en todos los proyectos. Porro creó una estructura laberíntica que pretendía reflejar el estallido de posibilidades para la nueva generación: «En la Escuela de Danza Moderna quise expresar dos sentimientos muy poderosos producidos por la primera etapa, la etapa romántica, de la Revolución: la exaltación, la explosión emocional colectiva, pero al mismo tiempo una sensación de angustia y miedo ante un futuro desconocido» (43). En el diseño de la Escuela de Artes Plásticas, Porro puso en juego el factor dionisíaco de ese momento de libertad. Realizó cúpulas que semejaban pechos femeninos y colocó en el centro de una de las plazas una escultura con forma de papaya vertiendo agua sobre una fuente.
La papaya en Cuba alude al órgano sexual femenino, de modo que las connotaciones de esta escultura eran fuertemente provocativas. El momento, sin embargo, habilitaba la transgresión y la exaltación de la corporalidad. En su entrevista con Loomis, Porro explica que las referencias sexuales y la feminización de los edificios respondía a su visión de la cultura cubana como una realidad exuberante y barroca, expresada en el sincretismo afrocubano del artista Wifredo Lam, en quien se había inspirado. Para Porro, la construcción de las Escuelas no podía desentenderse de expresión local:
En el momento en que concebí la Escuela de Artes Plásticas me interesó mucho el problema de la tradición. Cuba no es católica. Cuba es un país donde la religión africana tiene más fuerza que la católica. Así que intenté hacer una arquitectura negra, una ciudad tomada por una negritud que nunca antes había tenido presencia en la arquitectura. Si bien había tenido presencia en las pinturas de Lam, recurrir a la cultura africana de Cuba en la arquitectura era un paso radical. (57)
Porro se definió a sí mismo como un arquitecto «figurativo». Tanto para él como para Garatti y Gottardi, las Escuelas debían traducir memorias, emociones y conceptos al lenguaje formal de la arquitectura. El diseño del espacio por el que circularían estudiantes y profesores, donde se crearían obras que a su vez debían concebirse con libertad, no podía infundir monotonía. El proyecto contenía en su gestión una política del cuerpo en movimiento. Fue a su vez una obra de colaboración en la que participaron codo a codo tanto los diseñadores como los obreros y estudiantes, superando barreras de clase y raza en aras del naciente socialismo. Tal como lo entendían Porro, Garatti y Gottardi, este nuevo socialismo debía autoafirmarse. No respondería a un orden abstracto, sino que se construiría de manera colectiva y artesanal —la falta de recursos contribuía a ello. Este principio se reflejó a su vez en los materiales y los métodos de construcción. Debido a la falta de hormigón por el bloqueo económico, se recurrió a un elemento local de larga tradición en Cuba como el ladrillo. Para solucionar el problema estructural de los techos, se apeló ingeniosamente al método de la bóveda catalana, un recurso facilitado por un constructor del lugar llamado Gumercindo. En todos los aspectos fue un proyecto de colaboración que expresó el entusiasmo de su época. La afirmación de un momento verdaderamente artístico.
Esta primera etapa virtuosa del proyecto, donde se muestra su carácter excepcional, ocupa dos tercios del estudio de Loomis. El cambio de fortuna se narra de forma más breve en el capítulo que lleva como título «Crimen y castigo», donde se presentan las operaciones oficiales de descrédito que derivaron en el desplazamiento de los arquitectos y el final abandono de las construcciones a partir de 1965. [5] Loomis sitúa este proceso de condena en el contexto de la reorganización de la Revolución Cubana bajo el modelo soviético. Como ilustran muy claramente la censura de la película PM y el cierre del suplemento literario Lunes de Revolución —ambos en 1961—, la vanguardia intelectual que seguía integrada al mundo capitalista no podía convivir con una Revolución cuya vanguardia ideológica exigía organicidad con el Estado. A poco tiempo de iniciarse la construcción de las Escuelas, el campo intelectual cubano comenzó a perder autonomía. De igual manera que el cierre de Lunes de Revolución anticipó la imposible convivencia de la vanguardia intelectual con una avanzada política de impronta soviética, la campaña de desprestigio contra las Escuelas Nacionales de Arte reflejaba la lucha de poder en el terreno de las formas. La historia narrada por Loomis presenta esta etapa crucial de ordenamiento político en los inicios de la Revolución desde el ángulo específico del lenguaje arquitectónico, y muestra cómo la orden política resumida en el dictum «dentro de la Revolución todo, fuera de la Revolución nada» instituye el territorio que Groys definió como la «obra de arte total».
El eco dostoievskiano del título «Crimen y castigo» remite así tanto al estrechamiento de lazos políticos con Moscú, como a las nociones implícitas de culpa y disciplinamiento del nuevo régimen formal. Las críticas que calaron cada vez más profundamente en el desprestigio oficial de las Escuelas tenían ese componente culpabilizador característico de la censura comunista. Los términos clave de la acusación eran «individualismo», «monumentalismo», «historicismo», «utopismo», «formalismo» y «grandilocuencia» (Loomis 117). Supuestos errores de la estética burguesa que no debían verse reflejados en las construcciones socialistas. [6]
La impugnación de las Escuelas convergía con el rechazo de la figura del artista como creador independiente. La arquitectura es una disciplina que combina criterios artísticos con pautas estructurales, de modo que las críticas cargaron las tintas contra la dimensión estética de las Escuelas. En la época en la que Porro, Garatti y Gottardi gestaron el proyecto, el principio funcionalista se encontraba en el centro de la discusión, tanto del lado comunista como del capitalista. [7] El diseño de las Escuelas tomaba posición ante ese debate, optando por un estilismo orgánico y sensual que trasuntaba una modernidad alternativa, integrada con el lugar, la historia cultural y el espíritu del momento. Este carácter idiosincrático, que al inicio fue bien recibido, pasó a juzgarse desviacionista en la medida en que el Estado adoptó otros criterios de planificación. Hacia 1963 se prohibieron los proyectos particulares, fue cerrado el Colegio de Arquitectos y toda la edificación fue centralizada por el Ministerio de la Construcción (MICONS). Ese mismo año desembarcó en Cuba el primer edificio prefabricado de la Unión Soviética. El método del «gran panel» (el uso de paneles de hormigón armado para la construcción de edificios estandarizados) rápidamente se extendió por toda la isla. La industrialización se constituyó en un imperativo social, en concordancia con los lineamientos del programa aplicado en la Unión Soviética por Nikita Kruschev para reconstruir a gran velocidad las ciudades devastadas por la Segunda Guerra. Si bien Cuba no había atravesado un conflicto bélico, la urgencia habitacional y la necesidad de infraestructura justificaban la adopción de este sistema eficiente y económico (Muñoz Hernández) que llegaba a la isla acompañado de sus máximas ideológicas.
Abandonado el proyecto de las Escuelas, pese a seguir siendo utilizadas, hubo que esperar tres décadas para que su historia fuera reconstruida. El libro de Loomis evidentemente integra esta historia en tanto asume dicho rescate. Se sitúa en un punto de vista definitorio para la narración, ya que no solamente participa en ella sino que corona el relato de ascenso y caída, entusiasmo y desilusión. Ese punto de vista culminante y retrospectivo concuerda con la perspectiva general de fines del siglo XX. Se trata de un momento cultural marcado por el fin de la bipolaridad, el giro hacia el archivo y la memoria, la pérdida de centralidad del futuro como expectativa y el interés arqueológico en el pasado (Huyssen 2001). Un periodo propiamente finisecular que puso el énfasis en los errores cometidos durante un siglo de revoluciones y que, como ha dicho Jacques Rancière en alusión a la novena tesis sobre filosofía de la historia de Walter Benjamin, reemplazó el «tiempo vuelto hacia el fin a realizar —progreso, emancipación, u otro—», por «el tiempo vuelto hacia la catástrofe que está detrás de nosotros» (146). Este modo de situarse ante la historia encontró en el redescubrimiento de las «olvidadas escuelas» un testimonio particularmente elocuente de los sueños incumplidos y los cálculos errados. En los edificios las huellas del tiempo no pueden disimularse, las formas y sus concreciones cargan con el peso de sus futuros pasados. El libro de Loomis dio por ello enormes posibilidades a la reflexión. Situado en el gozne entre dos siglos, puso ante la vista tanto la historia de las Escuelas como la perspectiva desde la cual podían ser revalorizadas.
La arquitectura culpable y la prueba del tiempo
La historia de Loomis fue retomada por el escritor cubano Antonio José Ponte en un fragmento de su libro La fiesta vigilada (2007). Este volumen de ensayos desmenuza con ironía mordiente las contradicciones de la Revolución, comenzando por aquélla que sugiere el oxímoron del título. Si por un lado «la fiesta» nos remite directamente a la era republicana, cuando Cuba era imaginada como un gran cabaret, por otro lado sugiere que el paroxismo popular de la Revolución que terminó con aquella era, quedó finalmente atrapado —el verbo está en participio pasivo— por un régimen de control y espionaje. La conjunción es tanto ambigua como sarcástica. La sección «Un paréntesis de ruinas» subraya todas las contradicciones entre expectativa y experiencia, imagen y realidad, discurso oficial y observación directa, que prueban el fracaso del programa socialista. En el colmo de la ironía, Ponte se presenta como un investigador de ruinas, aquél que examina los restos del experimento revolucionario. Esa autofiguración es el epítome de aquel giro que Rancière veía en la perspectiva finisecular: un tiempo que ya no mira adelante, sino que ha vuelto sus ojos «hacia la catástrofe».
La antítesis de fiesta y vigilancia resume la contradicción entre el principio emancipatorio y la gestión represiva del gobierno cubano. Entre los numerosos casos con los que Ponte ilustra esta contradicción se encuentra el de las Escuelas Nacionales de Arte, que sistemáticamente nombra por su localización, «escuelas de Cubanacán», posiblemente porque Ponte problematiza la cuestión del origen que las políticas del comunismo juzgaron central en términos de formación ideológica. La fuente no declarada de este segmento es el libro de Loomis, resumido con agudeza para extraer de allí una lección fundamental, a saber: que la celebración de las formas no podía darse en Cuba sin caer bajo el rigorismo de la censura. Repasemos este argumento para ver cómo se cruza con la defensa del arte, el artista y «la fiesta».
Dice Ponte al iniciar este ensayo que la «fiesta del urbanismo» concluyó abruptamente en Cuba cuando la Revolución interpuso una fractura en el tiempo. «Todo lo alzado antes de 1959, obra de padres o de abuelos, encerraba culpa y tendría que avergonzarse hasta las ruinas» (Ponte, La fiesta vigilada 184). La culpa se refiere aquí al «pecado original» del que habló el Che Guevara en su famoso texto de 1965, «El socialismo y el hombre en Cuba».[8] Se trataba del pecado de los intelectuales que por haber nacido antes de la Revolución portaban la mancha imborrable de su educación burguesa. La sutil parodia de Ponte sobre este juicio moral hace que esta mancha impregne todo y pase de los actos a las personas y de los creadores a sus creaciones; todo parece animarse como expresión de voluntades humanas. El pecado se concreta de este modo en los edificios, que se tornan responsables de su forma al punto de tener que «avergonzarse hasta las ruinas». Dentro de este mundo moralizado donde nada queda libre de vicio o virtud, las Escuelas Nacionales de Arte de Cubanacán son para Ponte ejemplos de una manipulación maniquea que impuso un sello a su destino. Él mismo hace un ejercicio de maniqueísmo y traza un contraste entre aquellas construcciones con resabios del arte burgués y la nueva arquitectura revolucionaria.
Tal es el principal procedimiento irónico del ensayo: contraponer el «mal» ejemplo de las Escuelas al «buen» ejemplo del complejo de viviendas de Alamar. Construido con el sistema de paneles soviético, el «buen» edificio revolucionario expresaba las virtudes de la nueva sociedad. Era la vivienda del futuro socialista, la técnica aplicada al progreso. Sin embargo, subraya Ponte, la elegancia o la belleza no se contarán entre sus atributos. «Alamar, lo mismo que el hombre nuevo, representaba el triunfo de los materiales prefabricados. Triunfo momentáneo, puesto que a pocas décadas de su construcción es ya una masa de ruinas sin atenuante de belleza» (184).
El envejecido barrio de bloques construido en las afueras de La Habana le ofrece a Ponte una ilustración perfecta del mal gobierno de las formas. Faltos de mantenimiento, hechos con materiales de baja calidad por brigadas de albañiles inexpertos, los edificios de Alamar dejaron rápidamente de ser un modelo de progreso arquitectónico para ser el ejemplo exacto de una fallida modernización. «”Ciertas técnicas nuevas”, advirtió Auguste Perret, “no dejan ruinas hermosas”», cita Ponte (184). El régimen del arte y el régimen revolucionario parecen excluirse, en tanto que el tiempo cumple la función de impartir justicia, sacando a la luz los verdaderos valores del arte y la ingeniería. Aquello que los censores no pudieron lograr —discriminar lo bueno, reconocer lo malo—, lo hizo el propio tiempo que desenmascaró los errores. Si las Escuelas pudieron sobrevivir al maltrato mientras que Alamar no pudo expresar sus logros más que por un breve instante, fue, para Ponte, por la resistencia de un valor despreciado por el rasero socialista: la calidad del origen.
Ponte sugiere así que la mancha original es precisamente la virtud de esta arquitectura condenada. El hombre nuevo sin pecado, ni pasado, solo resplandecía en los proyectos, pero no en la realidad. Cabe recordar que en las utopías urbanas de Le Corbusier, bellas en el papel, nunca realizadas, la ciudad futura era imaginada como un puro comienzo sin historia, en el que todo se desplegaba como geometría y voluntad. La urbe del mañana tenía la forma de un proyecto matemático, sin estratos de tiempo, era pensada como una fábrica cuyos hogares serían igualmente enérgicos y eficientes, «máquinas de habitar». [9]
El lenguaje formal de las escuelas de Porro, Garatti y Gottardi no podía estar más lejos de este pensamiento. Ni máquina ni planificación: allí predominaban las formas orgánicas y ondulantes de edificios que combinaban sus líneas modernas con antiguas tradiciones y estilos cubanos. «Pletóricas de curvas y cúpulas y corredores laberínticos, las nuevas edificaciones se desentendían de las urgencias del ángulo recto», escribe Ponte (187). Ondulaciones contra regularidades, líneas curvas contra rectas: lo que describe es una batalla de las formas. Cuando Ponte cita las palabras del «historiador oficial» que publica sus anatemas contra las Escuelas —aludiendo a Roberto Segre—, elige aquéllas que reflejan su terror al desvío moral:
Si la sensualidad (dice el «historiador oficial») corresponde al mundo erótico que se genera en el ocio, en la vida contemplativa y coincide con el impulso irreflexivo, la irracionalidad, el espíritu representativo de la Revolución es totalmente diferente: el rigor impuesto por la lucha permanente contra el enemigo, el duro y tesonero trabajo para salir del subdesarrollo, la educación científica necesaria para dominar los recursos disponibles en el mundo contemporáneo y proyectar así la sociedad hacia el futuro, postulan la integración social activa y no el aislamiento individual contemporáneo. (187)
Las palabras del «historiador oficial» resultan, en el contexto del ensayo, tan desafortunadas como el deslucido complejo de Alamar. Tampoco resisten la prueba del tiempo, que demostró el fracaso de su programa y la ingenuidad de su esquematismo. Con una sutil y nada inocente alusión a Góngora, Ponte celebra el excepcional acierto de las Escuelas en su modernidad alternativa. «Lo planeado por Porro, Garatti y Gottardi suponía soledades que de ningún modo encontrarían sitio en la nueva sociedad» (La fiesta 187). La tradición barroca asoma en este elogio que posiblemente se conecte con el hecho de que tanto Porro como Garatti manifestaron admiración por escritores como Lezama Lima, Carpentier y Severo Sarduy (Loomis 58 y 85). Sus complejas construcciones, llenas de referencias y simbolismos, revelaban el retorno de «la fiesta» reprimida y la imposible tabula rasa del hombre nuevo. Cargadas de vocación artística, las Escuelas de Cubanacán, en síntesis, «no lograban acallar las ínfulas del Havana Country Club» (187). Sus ruinas triunfaban sobre el ideal de una sociedad sin memoria, justamente por asumir el «pecado» del que se las acusó: el de la seducción por extravagancia. Una nobleza de las formas que se mantenía vigente incluso en el deterioro:
Inacabadas, las Escuelas de Arte de Cubanacán resultan altamente dramáticas. Lo habrían sido también de alcanzar terminación. Quien las explore (ninguna otra arquitectura habanera despierta tal sensación de aventura) puede cuestionar qué sentido tendría el otorgarle culminación ahora. Para qué destruir la belleza con que cuentan, en parte arquitectura y en parte naturaleza. (Ponte, La fiesta vigilada 190)
Del «pre» al «post», fracturas en el tiempo
El documental realizado por Alysa Nahmias y Benjamin Murray, Unfinished Spaces (2011), basado en el libro de Loomis, presenta un tono reflexivo similar al de Ponte, aunque en este caso desprovisto de esa hiriente ironía. La imagen elegida para el afiche evoca la tradición del arte sacro: rayos de luz provenientes del óculo de una cúpula iluminan el centro de un escenario circular en el que debían darse los espectáculos de la Escuela de Ballet. Al ver este afiche es inevitable remitirse al sentido cristiano del tiempo, el mundo barroco, las atmósferas melancólicas del romanticismo y la pintura de ruinas antiguas. La imagen sugiere un declive dramático; es una alegoría luctuosa, más elocuente aun por tratarse de ruinas modernas.
A lo largo del documental de Nahmias y Murray predomina ese tono elegíaco evocador de un pasado en desgracia. Junto con los rostros y voces de los protagonistas de esta historia, la pantalla nos muestra la mutación de los espacios y su progresivo decaimiento. Las imágenes en blanco y negro que se alternan con las más actuales en color revelan el contraste de la expectativa y la experiencia, corporizados en los objetos y las personas.
En textos como La fiesta vigilada (2007), Un seguidor de Montaigne mira La Habana (1995), «Un arte de hacer ruinas» (2000) y Contrabando de sombras (2002), Ponte desarrolló la tesis de que el tiempo se concreta en la materialidad de los espacios. «Hacemos y habitamos ciudades simbólicas, procuramos el modo de leerlas a la manera en que se leen los libros. Ojeamos calles como lo haría un lector, las hojeamos» (Ponte, El libro perdido de los origenistas 64). Como un ensayista flâneur o un arqueólogo que medita entre los restos por descifrar, el escritor asume la tarea de sopesar la historia. [10] Ya que esos restos no solo le hablan de sí mismos, sino también de todo aquello de lo que son una huella. Edificios, textos y personas cargan con el peso de su pasado.
En el prólogo de Revolution of Forms, el historiador Gerardo Mosquera describió las Escuelas Nacionales de Arte como «ruinas posmodernas», las primeras ruinas posmodernas de la contemporaneidad:
Las Escuelas de Arte son las primeras ruinas posmodernas. Sin embargo, llegaron a este estado por la crisis de un proyecto moderno unido a sus contradicciones con él. Esta situación es aún más insólita porque son ruinas vivientes —a excepción de la Escuela de Ballet— habitadas, como la propia ciudad de La Habana. (Loomis XXX)
La palabra «crisis» es la clave de este párrafo. Las ruinas posmodernas no son el resultado del mero transcurrir del tiempo, sino del acelerado envejecimiento de un programa cultural extemporáneo. En los años noventa era habitual referirse a la crisis de la modernidad como el signo de la época, tópico que en este caso presenta una contundencia particular. Mosquera utiliza una expresión reveladora: habla de «crisis del proyecto moderno», una fórmula que remite al filósofo Jürgen Habermas y su polémica con el posmodernismo. El debate abierto por Habermas en 1980 tiene efectivamente conexiones con la historia de las Escuelas de Cubanacán. Su célebre conferencia «Modernidad, un proyecto inconcluso» (1980), comenzaba con una referencia a la arquitectura. Aludía a la reciente incorporación de una sección de arquitectura en la Bienal de Venecia, bajo una consigna que daba cuenta de lo que para el filósofo de Frankfurt era un preocupante «diagnóstico de nuestro tiempo»:
La nota dominante en esa primera bienal de Arquitectura fue la desilusión. (...) Diría que los que estaban en Venecia formaban parte de una vanguardia que había invertido sus frentes, sacrificando la tradición de la modernidad en nombre de un nuevo historicismo. En esa ocasión, el crítico de Frankfurter Allgemeine Zeitung esbozó una tesis cuya significación superaba el hecho mismo de la bienal para convertirse en un diagnóstico de nuestro tiempo: «La posmodernidad se presenta, sin duda, como Antimodernidad». Esta afirmación se aplica a una corriente emocional de nuestra época que ha penetrado todas las esferas de la vida intelectual. Y ha convertido en puntos prioritarios de reflexión a las teorías sobre el posiluminismo, la posmodernidad, e, incluso, la poshistoria. (Habermas 53)
Es interesante que Habermas tome a la arquitectura como el punto de partida para su debate con los filósofos posmodernos —que él llama «conservadores». La arquitectura, podría decirse, es una materialización del proyecto de vida y sociedad. La primera bienal de Arquitectura de Venecia estuvo dirigida por Paolo Portoghesi y tenía como título «La presenza del passato». Su propuesta desafiaba explícitamente los dogmas de la arquitectura moderna y alentaba una reconexión con los estilos históricos, en particular —siendo Italia la sede— con el Renacimiento. [11] Habermas lamenta este regreso de la tradición, que define como una «inversión de frentes» y un nuevo «historicismo». Ahora la vanguardia estaba girando hacia atrás en lugar de mirar hacia adelante.
Justamente el término «historicismo» se había empleado en Cuba para cuestionar a las Escuelas Nacionales de Arte. No sorprende entonces — aunque el hecho es notable— que Portoghesi, uno de los principales defensores de la arquitectura posmoderna, tomara a Ricardo Porro como un ejemplo. [12] En su libro Postmodern (1983), ponderó la audacia de las Escuelas y su capacidad de interpretar y combinar lenguajes heterogéneos dentro de una personal concepción de las formas. «Su valor (dice Portoghesi) se deriva más bien de la manera pura en que el contenido se traduce en formas, utilizando los medios específicos de la arquitectura» (Loomis 171).
Gerardo Mosquera no dejó pasar inadvertida esta conexión del arquitecto cubano con el programa posmodernista, al presentar las escuelas como un «ejemplo pionero de un tipo exótico de obra pre-posmoderna» (Mosquera XXIX). Vale decir: una vanguardia extemporánea que se adelantaba a su contexto precisamente por eludir los dogmas del modernismo.
Este «adelanto» tenía explicación en la trayectoria profesional de Porro, Garatti y Gottardi, en sus respectivas formaciones como arquitectos y en su voluntad de fundar lo que Loomis llamó «other modernisms» (Loomis 135). Recién en los años setenta se volverían centrales las ideas del posmodernismo arquitectónico en abierto debate con el estilo internacional. El arquitecto estadounidense Charles Jenks marcó este cambio con un estudio del nuevo lenguaje posmodernista en el que señalaba provocadoramente que la fecha exacta de la muerte de la arquitectura moderna había ocurrido el 15 de julio de 1972 a las 3:32 de la tarde, cuando fueron demolidos los enormes edificios de Pruitt-Igoe en St. Louis, Missouri. Aquel complejo de viviendas sociales —por cierto, en el mismo estilo de Alamar— se había construido siguiendo los mandatos de la CIAM para solucionar el problema habitacional de una zona obrera. Sin embargo, la planificación no había tomado en cuenta las necesidades y conflictos reales de la población, por lo que los grandes edificios en bloques terminaron convirtiéndose en lugares de peligro y delincuencia. El factor irónico del caso era que el proyecto aspiraba precisamente a producir lo contrario, un espacio de orden y progreso:
Su estilo purista, metáfora del hospital saludable y limpio, tenía además la intención de infundir por medio del buen ejemplo, las correspondientes virtudes en sus habitantes. La bondad de la forma haría bueno el contenido, o por lo menos haría que se portase bien; la planificación inteligente de un espacio abstracto promocionaría un comportamiento sano. (Jenks 9-10)
Este cuestionamiento desde la arquitectura de la planificación racionalista —abstracta, totalizadora, teleológica—, no se encuentra lejos de la declaración del fin de los «grandes relatos» que a fines de los años setenta realizaría Jean-François Lyotard. La reivindicación de las Escuelas Nacionales de Arte, que Loomis visitó por primera vez en 1981, estuvo permeada por estos debates que denunciaban los aspectos avasalladores de la cultura moderna. No se puede sin embargo atribuir el conflicto simplemente a una relectura revisionista que encuentra reflejos de su propia discusión en los hechos del pasado. Los testimonios recogidos por Loomis revelan que ese desacuerdo con el modernismo ya estaba ocurriendo en su momento. Las ideas de los arquitectos sobre el papel que debían cumplir las Escuelas para promocionar la libertad y la expresión artística coincidían con las fracturas dentro de la izquierda y con el clima internacional de revuelta cuyo clímax se daría en el año 1968. Los movimientos contraculturales que hicieron eclosión en Estados Unidos entre fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta no comulgaban con el comunismo soviético, sino que promovían transformaciones antiautoritarias muy identificadas con el arte y la lucha por los derechos civiles, cuyo desarrollo sentará las bases de lo que luego se llamó posmodernismo (Bell, Foster, Huyssen 2006). El espíritu de libertad artística que Porro, Garatti y Gottardi plasmaron en sus Escuelas era una resonancia de ese momento de total transformación, más acorde con el Herbert Marcuse de Eros y civilización que con la «obra de arte total» comunista.
El proyecto de las Escuelas fue una audacia al mismo tiempo propia de su época y fuera de su tiempo. Si colocó a sus autores, como dice Ponte, en una delicada soledad, también debemos decir que a fines del siglo XX encontró un horizonte de lectura que despertó un interés posiblemente mayor del que hubiera tenido de haber sido aceptado.
Notas
[1] Algunos de ellos fueron Emma Alvarez Tabío, Teresa Ayuso, Francisco Bedoya, Daniel Bejerano, Rafael Fornés, Rosendo Mesías, Juan Luis Morales Menocal, Eduardo Luis Rodríguez y Patricia Rodríguez Alomá.
[2] Véase la intervención de Norma Barbacci, Directora de Programas para América Latina, España y Portugal del World Monuments Fund, en la compilación curada por Paradiso (17).
[3] CIAM: Congrès International d'Architecture Moderne (1928-1959). Animado por Le Corbusier, fue el mayor foro internacional de discusión y difusión de la arquitectura moderna.
[4] Todas las traducciones del libro de Loomis en este artículo me pertenecen.
[5] El proyecto en efecto se abandonó, pero desde la década del noventa se comenzaron a realizar reparaciones y reconstrucciones con el fin de restaurar el edificio, meta que no se alcanzó todavía. Véase la intervención de Fernando Rojas Gutiérrez, Viceministro de Cultura de Cuba, en el volumen curado por Paradiso (13-14).
[6] El arquitecto y profesor argentino Roberto Segre fue el portavoz más destacado de esta campaña de desprestigio. El libro de Loomis recoge en su dossier final un texto en el que Segre objeta el supuesto «monumentalismo» de las Escuelas: «Lo monumental implica autoritarismo, orden derivado de arriba hacia abajo en forma piramidal, por tanto, ¿puede la monumentalidad ser expresiva de un proceso político cubano, basado en el diálogo y la integración constante entre los dirigentes y las masas? Por tanto, ¿puede monumentalizarse el espacio del artista? ¿Puede exiliarse del seno de la sociedad, sumergido en la Arcadia; puede producir un acto creativo que no nazca de la experiencia real y cotidiana del proceso revolucionario?» (Loomis 162-163). Se advierte que detrás de esta acusación en realidad se impugna la tarea del arquitecto como creador personal.
[7] Véase el texto de Ricardo Porro «El sentido de la tradición» Nuestro Tiempo, no 16, año IV, 1957. Un fragmento de este texto se encuentra en Loomis (159-160).
[8] Emma Álvarez-Tabío Albo hace un detallado análisis del sentido político del pecado en el cruce de urbanismo y literatura, en su libro Invención de La Habana (2000).
[9] Es un famoso concepto de Le Corbusier introducido en Vers une architecture (1923).
[10] Reconocer y operar sobre las ruinas son acciones simultáneas. Como indica Ignacio Iriarte: «Habitar las ruinas es deconstruirlas. Deconstruirlas es eliminar el sentido original, volviéndolas espacios abiertos a transformaciones» (102). El pensamiento sobre las ruinas de finales del siglo XX constituyó por sí mismo una puesta en crisis del discurso de la modernidad.
[11] Cf. el documental de la RAI realizado por Maurizio Cascavilla con texto de Portoghesi: «La Presenza del Passato» (1980). Disponible en ;https://www.youtube.com/watch?v=ALxNnR55sZA
[12] Loomis incluye en un apéndice documental el segmento correspondiente a Porro del libro de Portoghesi, Postmodern, New York: Rizzoli International, 1983, pp. 137- 38.
Bibliografía
- Álvarez-Tabío, Emma. Invención de La Habana. Casiopea, 2000.
- Bell, Daniel. Las contradicciones culturales del capitalismo. Traducido por Néstor A Míguez, Alianza, 1976.
- Benjamin, Walter. «Sobre el concepto de historia». La dialéctica en suspenso. Fragmentos sobre historia. Traducido por Pablo Oyarzún Robles, Arcis y LOM Ediciones, 1996, pp. 45-68.
- Foster, Hal, ed. The Anti-Aesthetic: Essays on Postmodern Culture. Bay Press, 1983.
- Groys, Boris. Obra de arte total Stalin. Traducido por Desiderio Navarro, Pre- Textos, 2008.
- Huyssen, Andreas. Después de la gran división: modernismo, cultura de masas, posmodernismo. Traducido por Pablo Gianera, Adriana Hidalgo editora, 2006.
- ____ ; En busca del futuro perdido: cultura y memoria en tiempos de globalización. Traducido por Silvia Fehrmann, Fondo de Cultura Económica, 2001.
- Iriarte, Ignacio. «Las ruinas de la modernidad (Schlegel, Simmel, Onfray, Ponte y el Che Guevara).» Chuy. Revista de estudios literarios latinoamericanos, vol. 6, no 7, pp. 93-120.
- Jenks, Charles. El lenguaje de la arquitectura posmoderna. Traducido por Ricardo Pérdigo Nárdiz y Antonia Kerrigan Gurevitch, Gustavo Gili, 1984.
- La Presenza del Passato. Biennale Venezia Architettura. Dirigido por Maurizio Cascavilla, RAI, 1980.
- Le Corbusier. Vers une architecture. G. Crès, 1923.
- Loomis, John A. Revolution of Forms. Cuba’s forgotten art schools. Princeton Architectural Press, 1999.
- Muñoz Hernández, Ruslan. «La vivienda social desarrollada por el Ministerio de Obras Públicas en La Habana (1960-1964).» Cuadernos de vivienda y urbanismo, vol. 12, no 24, 2019, pp. 1-21.
- Paradiso, Michele, ed. Las Escuelas Nacionales de Arte de La Habana. Pasado, presente y futuro. DIDA Press, 2016.
- Ponte, Antonio José. Un seguidor de Montaigne mira La Habana. Ed. Vigía, 1995.
- ___ ; «Un arte de hacer ruinas». Nuevos narradores cubanos. Editado por Michi Strausfeld, Siruela, 2000, pp. 123-39.
- ___ ; Contrabando de sombras. Mondadori, 2002.
- ___ ; El libro perdido de los origenistas. Renacimiento, 2004.
- ___ ; Un arte de hacer ruinas y otros cuentos. Fondo de Cultura Económica, 2005.
- ___ ; La fiesta vigilada. Editorial Anagrama, 2007.
- Rancière, Jacques. «El giro ético de la estética y de la política.» El malestar en la estética. Traducido por Miguel Ángel Petrecca et al., Capital Intelectual, 2011, pp. 133-61.
- Unfinished Spaces. Dirigido por Alysa Nahmias y Benjamin Murray, Ajna Films, 2011.
Referencia electrónica
Silva, Guadalupe. «Políticas de la forma. Las Escuelas Nacionales de Arte de La Habana, entre la arquitectura, la literatura y el posmodernismo.» Hyperborea. Revista de ensayo y creación, no 7, 2024, pp. 58-77, https://www.hyperborea- labtis.org/es/paper/politicas-de-la-forma-343
DOI: https://doi.org/110.5281/zenodo.13916351
Imagen superior: Escuela Nacional de Arte de Cuba / Ricardo Porro, Vittorio Garatti, Roberto Gottardi ©