Muriel Pic
Université de Bern
La ceniza es la humildad, la intrascendencia y la falta de valor mismas y, lo que es más hermoso,
ella misma está obsesionada con la creencia de no valer para nada.
¿Se puede ser más inconsistente, más débil e insignificante que la ceniza? Sin duda no es fácil.
Robert Walser, Ceniza, aguja, lápiz y fósforo
Resistencia al polvo
Pocos autores prestan una atención tan sostenida y minuciosa al polvo como W. G. Sebald. Siempre presente, el polvo recubre cada frase y se levanta bajo los pasos del narrador que se aventura en el pasado. Al polvo, pero también a la ceniza y la arena, sustancias ínfimas y despreciadas, Sebald venera atribuyéndoles una cualidad ética: la humildad, pero también una cualidad metafísica: «Admiro mucho la ceniza, dice: ¡es la sustancia más humilde que existe! El último producto de la combustión, sin resistencia. No como una ramita, que se siente a través de la suela del zapato. La frontera entre el ser y la nada. La ceniza es una sustancia redimida, como el polvo.»[1] La redención del polvo y de la ceniza por la metafísica, en la obra de Sebald, es una operación poética: los restos de la destrucción se despliegan con sus aterciopeladas capas sobre el suelo de lugares habitados por formas fantasmales, y cubren libros y archivos con un silencio que se arremolina en las imágenes. Porque el polvo es una materia resistente: la huella ínfima del aniquilamiento.
La dimensión alegórica del polvo es evidente para quien recuerda la célebre sentencia bíblica que Sebald menciona en una entrevista:[2] «polvo eres, y en polvo te convertirás». Materia de los muertos pero también suciedad, el polvo oscila entre lo sagrado y lo degradado; así supo verlo un autor como Georges Bataille, para quien nuestra necesidad de limpieza es una necesidad de buena conciencia que presagia lo peor: «Un día u otro, es cierto, el polvo, dada su persistencia, probablemente comenzará a ganarles la partida a las criadas, invadiendo las descomunales ruinas de edificios abandonados, muelles desiertos; y, en esa hora lejana, no subsistirá nada que pueda salvarnos de los terrores nocturnos, a falta de los cuales nos hemos vuelto grandes fiscalizadores del orden.»[3] En Los emigrados, Max Ferber no escapa a los terrores nocturnos que lo condenan al insomnio y lo dejan postrado durante el día, incapaz del menor movimiento. Y si reverencia el polvo, que «le importaba mucho más que la luz, el aire y el agua», es porque «Nada le resultaba más insoportable que una casa en la que limpian el polvo, y en ninguna parte se encontraba mejor que allí donde las cosas pueden reposar a su aire y en paz bajo la escoria gris y sedosa que se forma cuando la materia, soplo a soplo, se disuelve en la nada».[4] Si en el polvo leemos nuestro destino ineluctable es porque tiene el poder de hacer visible el tiempo y de dar testimonio del mismo, cualidades hacia las que Sebald no oculta su admiración.
Como la nieve, a la cual el autor lo asocia, el polvo es una superficie de impresiones, el material sensible donde se deposita una huella, pero también la materia que dibuja de modo fantasmagórico los contornos de un pasaje.[5] Basta con observar el rastro que los cuadros descolgados dejan en la pared de una habitación vacía. El pintor Max Ferber, por su parte, trabaja tonalidades de gris en sus lienzos, que no son más que una «acumulación de polvo.» Ésta resulta de una técnica pictórica precisa, consistente en «borrar con un paño de lana totalmente impregnado de carbón lo que acababa de dibujar» y que, en realidad, «no era más que una singular producción de polvo que sólo se interrumpía durante la noche.»[6] Entre el borramiento y el trazado, Ferber procura la aparición en la huella y liga su destino a esta materia del mundo, en la cual el hombre y la naturaleza no son más que partículas elementales. El polvo que, inexorablemente, se asienta y que, también inexorablemente, se dispersa no cesa con el tiempo. Por este motivo, sin lugar a dudas, pero también porque es inabarcable, nada es tan preciado a los ojos de Ferber como el polvo, la materia misma de su pintura, en la cual aparece un retrato «emergido de una larga estirpe de rostros grices y cenicientos que seguían rondando como fantasmas por el papel matratado.»[7] La conexión entre la obsesión por el polvo y las cenizas de los muertos —los padres de Ferber fueron asesinados en un campo de concentración— indica que la obra de este pintor, como la de Peter Weiss según Sebald, «está concebida como una visita a los muertos: en primer lugar él mismo, [...] y finalmente también todas las demás víctimas de la historia, convertidas en polvo y cenizas».[8] Escribir, para Sebald, es visitar a los muertos, rendir homenaje al polvo, material volátil que también parece cubrir Manchester, donde vive Ferber —al igual que Sebald lo hizo antes—, y donde las chimeneas de las fábricas liberan los restos de la destrucción que caen en ligero velo sobre la ciudad gris de hollín. Allí, Ferber está en su hogar, en la misma materia de ese pasado que no pasa.
El manto de polvo que Sebald arroja sobre los hombros de destinos anónimos conforma la piel sensible y aterciopelada del tiempo mismo. El polvo deviene la materia de una melancolía envolvente que abarca a los seres y a los paisajes, contaminando todo lo que vive y que, sobre todo, hace visible lo que normalmente no se ve: en este caso, la conexión entre la ciudad con chimeneas de fábrica desde donde despegaban los aviones de la Royal Air Force antes de ir a bombardear Alemania, y los campos de concentración donde se calcinaban cientos de cuerpos a diario. Estas relaciones meridianas, que Sebald no tanto trama como hace perceptibles, están hechas del «polvo de sufrimientos concretos»[9] y del silencio [10] de lo que no puede decir nada, mas siempre está allí: el polvo de las huellas, el polvo que ontológicamente son las huellas.
En los archivos y las bibliotecas donde Sebald trabaja, son esas presencias mudas con resistencia de polvo las que calman en el escritor melancólico su obsesión con la entropía. Tal como él mismo lo explica en una entrevista, Sebald —como Ferber— no se encuentra en ningún lado más a gusto que entre el polvo:
Recuerdo claramente que, más o menos en la época en que escribí ese preciso fragmento al que usted se refiere, visité a un editor en Londres. Vivía en Kensington. Cuando llegué, se encontraba aún ocupado con algunos asuntos, de modo que su esposa me condujo a una especie de biblioteca en lo alto de esa casa, que era muy alta y muy grande, con terraza. La habitación estaba abarrotada de libros y solo había una silla. El polvo lo cubría todo; se había ido depositando durante muchos años sobre los libros, en la alfombra, en el alféizar de la ventana, y solo desde la puerta hasta la silla para sentarse a leer, había un sendero, como un camino en la nieve, por decirlo de algún modo, usted puede imaginarlo, desgastado, donde se notaba que no había polvo porque de vez en cuando alguien se acercaba hasta esa silla, se sentaba, y leía un libro. Y nunca he pasado un cuarto de hora más tranquilo que sentado allí. Fue esa experiencia la que me hizo comprender que el polvo tiene en sí algo muy, muy pacífico.[11]
Esta experiencia del polvo en un sitio destinado al estudio no tiene nada que ver con la del investigador sometido a las exigencias del mundo académico que Sebald conocía. La indagación que suscita se convierte en un relato fantástico donde los muertos vuelven a la vida. Todo se mueve y revive bajo la mirada visionaria de quien relata, y el lector asiste a un re- encantamiento del mundo por el polvo, la huella, el archivo, en un tono melancólico. Sebald es un maestro insuperable en el arte del lirismo del polvo, un lirismo documental y elemental, surgido del espectáculo de las partículas del pasado en suspensión en la atmósfera. Así, por ejemplo, cuando los pasos de Jacques Austerlitz se ven conducidos por «aquel tirón constante [dentro de sí]» hacia una sala de espera abandonada en la estación londinense de Liverpool, donde va a descubrir la verdad sobre su pasado, es un lugar donde abunda el «polvo de carbón y hollín, vapor de agua» mientras que «sólo un gris difuso, [...] atravesaba el techo de cristal del recinto»[12]
Leer en el polvo
El polvo no es, por tanto, en Sebald solo un tema alegórico para figurar el pasado; es también una presencia lírica y melancólica de los muertos, una manera de hacerlos presentes en el texto en un tono elegíaco y restituir el silencio paradójico de sus múltiples voces. El polvo es un fenómeno natural que Sebald emplea para reflexionar sobre nuestra relación cultural con el pasado, una forma de trabajar en su gran proyecto de una historia natural de la destrucción. De allí que exista una verdad materialista del polvo que es del orden de la lectura. Sentado en la silla de la biblioteca del editor a quien visita en Londres, Sebald no lee tanto en los libros como en el polvo. Es una lectura en las huellas, en la materia del pasado, en los restos de la destrucción que, más allá de una penetración del espíritu y la mirada, exige de quien la practica una gran capacidad para adivinar. En otras palabras, leer en el polvo como se lee «uno de aquellos mapas dignos de admiración del punto más septentrional, sobre el que casi no hay nada registrado»[13] es un ejercicio de adivinación.
En Vida de Henri Brulard a quien está consagrado el capítulo introductorio de Vértigo, Stendhal se dedica a una geomancia semejante del pasado para reencontrarse con visiones de su vida: «De esta guisa está sentado hacia 1826 —ya tiene casi cuarenta años—, solo, en un banco sombreado por dos bellos árboles y rodeado de un pequeño muro, en el jardín del monasterio de los Minori Osservanti, situado a gran altura, en la parte superior del lago de Albano, y lentamente, con el bastón que ahora casi siempre lleva consigo, en la arena dibuja las iniciales de las mujeres a las que había amado, como una enigmática escritura rúnica de su vida.»[14] Stendhal sitúa el inicio de su pesquisa bajo el signo de Zadig, al recordar el personaje de Voltaire capaz de leer en el polvo las huellas de la perra de la reina:
Dado que se me permite hablar ante esta augusta asamblea, juro por Orasmonde que jamás he visto a la respetable perra de la reina ni al sagrado caballo del rey de reyes. Esto es lo que me ha sucedido. Paseaba cerca del pequeño bosque, donde después me encontré con el venerable eunuco y el ilustre gran cazador. Vi sobre la arena las huellas de un animal y deduje sin dificultad que eran las de un perro pequeño. Unos surcos ligeros y prolongados, impresos en pequeñas elevaciones de arena entre las huellas de las patas, me hicieron comprender que se trataba de una perra con las mamas colgantes, y que, por lo tanto, había tenido crías hacía pocos días. Otras huellas con otra dirección, que parecían haber rozado permanentemente la superficie de la arena a la altura de las patas delanteras, me indicaron que tenía las orejas muy largas; y al notar que una de las patas se hundía menos en la arena que las otras tres, comprendí que la perra de nuestra augusta reina cojeaba un poco, si se me permite decirlo.[15]
Es sabido que este relato es deudor de la leyenda oriental sobre los hermanos Serendip, que Voltaire pudo haber leído en traducción al francés a partir de una versión italiana.[16] Un hombre ha perdido, esto difiere según las variantes del relato, su camello o su caballo y tres hermanos, al observar las huellas del animal, logran describirlo con exactitud, igual que más tarde Zadig —en el cuento de Voltaire— logra describir el caballo perdido del rey y la perrita de la reina. La fábula de los hermanos Serendip, traducida del persa, que ha inspirado el tercer capítulo del relato voltaireano, ocupa un lugar seminal en el ensayo de Régis Messac sobre el origen de la novela policial, publicado en 1932: La «Detective Novel» y la influencia del pensamiento científico. En este ensayo, extensamente citado por Walter Benjamin en su Libro de los Pasajes, Messac rastrea al autor anónimo de la obra Los tres príncipes de Serendip hasta uno de los cuentos de Las mil y una noches, donde se narra la historia de los hijos de Al Yaman. Messac encuentra una fuente de esta última en Historia de los profetas y los reyes de Abu Ya'far Muhammad ibn Jarir al-Tabari (838-923), un relato parcialmente traducido al francés en 1867 y al alemán en 1900. Este texto narra las aventuras de los hijos de Nizar quienes, a base de conjeturas sobre las huellas de un camello perdido, llegan a describirlo de tal forma que el propietario del animal los acusa de haberlo robado (así como Zadig también será acusado de haber robado el caballo y la perra). Para el adivino a cargo de resolver el caso, lo que los hermanos sabían era «una forma de juzgar [que] forma parte del arte de la adivinación, y se llama bâb al-tazkîn; una de las ramas de la ciencia». Entonces, frente a la sagacidad de los tres hermanos, el adivino admite: «Sois más sabios que yo, no necesitáis de mi juicio». Finalmente, Messac identifica la ciencia en cuestión: se trata de la Firasa, «una disciplina que toda la Antigüedad conoció bajo el nombre de fisionomía».[17] De este modo, desde los hijos de Al Yaman, pasando por los hermanos Serendip y Zadig, hasta Sherlock Holmes, se afirma en la literatura un modo de lectura de indicios y huellas derivadas del arte de la adivinación. Así pues, el detective le dijo a Watson: «Leí todo eso en el polvo (I could read all that in the dust)».[18]
Se debe al artículo de Carlo Ginzburg sobre la lectura de las huellas, titulado «Huellas. Raíces de un paradigma indiciario» y fechado en 1979, haber identificado el surgimiento hacia fines del siglo XIX de un «paradigma indiciario» en el cruce entre la autentificación de las obras de arte por los detalles, cuya teoría postuló Giovanni Morelli, el análisis de lo residual en la observación de Sigmund Freud, y la investigación policial de Sir Arthur Conan Doyle. El ensayo de Ginzburg, que cita a Messac y su tesis, según la cual la novela policial encuentra sus orígenes en la adivinación, formula así, en una nota al pie, la hipótesis sobre que las ciencias humanas y sociales obedecen a un «paradigma epistemológico de tipo adivinatorio».[19] Ginzburg nunca llegó a desarrollar esta hipótesis porque, sin duda alguna, la historia debe presentar pruebas para no ver afectada su credibilidad científica y ética. La literatura, por su parte, puede arriesgarse a lo irracional o, mejor dicho, a la razón adivinatoria, la cual permite pensar la ficción de un modo diferente a la mera falsificación; es decir, contemplando el saber literario como un saber conjetural reunido a partir de huellas, pero que no está obligado a producirlas como pruebas, es decir, como documentos identificados y referenciados.
Adivinar el archivo no es entonces leer las huellas como un historiador: se trata, más bien, de leer en las huellas. En este sentido, al describir la adivinación conjetural, el historiador de la Mesopotamia Jean Bottéro, en quien Guinzburg descansa notablemente su argumentación, aclara a propósito de la adivinación conjetural que, ante todo, era un ejercicio visual e intelectual de penetración del mundo:
En esto se basaba la adivinación deductiva: se trataba de leer en los acontecimientos o en los objetos singulares e irregulares, para extraer y deducir las decisiones divinas concernientes al futuro de los interesados: ya sea el rey, el país, o cualquier individuo relacionado con el objeto del acto adivinatorio.[20]
No se trata, por tanto, de leer las huellas sino de leer en las huellas. La diferencia, aunque se reduzca a una preposición, no es en nada despreciable: equivale a la diferencia entre apropiarse la huella desde su interior, su ethos, y aprehenderla desde su exterior, su forma, como a través de otra cosa, a menudo un acontecimiento pasado.
Así pues, es evidente que en sus elogios al polvo y sus elegías de polvos, Sebald clama por un historiador y/o un escritor materialista, como decía Benjamin: un historiador que no se conforme solo con las cronologías y dataciones que nunca llegan a ser objetivas, sino que se interese en los documentos menores, que lea en el polvo como en el pasado lo hacían los adivinos en el cuerpo, los cielos, los gestos y los movimientos: «”Leer lo nunca escrito”. Esa lectura es la más antigua: el leer antes del lenguaje, a partir de las vísceras, o de las danzas o de las estrellas. Más adelante se utilizaron los intermediarios de una nueva lectura, como son las runas y los jeroglíficos».[21] Benjamin consideraba que debía revestirse a semejante lectura con la importancia de una filosofía de la historia.[22]
La pervivencia del modelo de la lectura mántica en autores que profesan una concepción materialista de la historia se inscribe en un enfoque que, al sustituir la experiencia subjetiva por la experiencia concreta, encuentra los medios para, partiendo de lo particular, alcanzar un pensamiento generalizador de cuño científico y filosófico. Aquí, cabe recordar que Benjamin, después de 1939, en su texto Sobre el concepto de historia estableció la necesidad, comprendida en la microhistoria de Ginzburg, de historiar la gente común y de trabajar con los harapos, los restos, los desechos de la observación. En términos más generales, Benjamin no ha cesado de reivindicar un método de montaje que se sirva no de documentos, sino del polvo: pues es ahí, en el reverso del tejido social, donde es legible su realidad. En sus desechos es donde el capitalismo industrial muestra su verdadero rostro a la historia. Benjamin, por cierto, no es el único en optar por lo recién mencionado. No hay más que leer la introducción de Sigfried Giedion a La mecanización toma el mando, una obra del año 1949, sobre «la historia anónima», que sin duda se encuentra entre las reflexiones más bellamente escritas sobre la historia en modo menor:
Aquí nos ocuparemos de las cosas sencillas, cosas que no suelen revestirse de importancia o a las que, al menos, no se valora por su importancia histórica. [...] La lenta conformación de la vida cotidiana concentra tanta importancia como las explosiones de la historia; porque, en la vida anónima, las partículas se acumulan con una fuerza explosiva.[23]
Esta fuerza explosiva de la multitud anónima que convierte una mota de polvo en una tormenta de arena, es central en la ética documental de Sebald, pero también en su estética: el montaje. En este punto, es necesario volver a Benjamin una vez más: «Método de este trabajo: montaje literario. No tengo nada que decir. Sólo que mostrar. No hurtaré nada valioso, ni me apropiaré de ninguna formulación profunda. Pero los harapos, los desechos, esos no los quiero inventariar, sino dejarles alcanzar su derecho de la única manera posible: empleándolos.»[24] La cita, que sin duda se encuentra entre las más conocidas de la obra del filósofo, debe releerse junto con Sebald, y confrontarse con los comentarios de ese otro maestro del montaje que fue Serguei M. Eisenstein.
Para este último, el montaje no es solo una cuestión exclusiva del cine, sino un principio literario y artístico, cuya fuerza reside en la participación del lector o del espectador. Su uso político, particularmente evidente en las películas del cineasta soviético, reside en esa capacidad de mobilizar a los demás,[25] incitándolos a una operación intelectual adivinatoria: puesto que de la juxtaposición entre dos elementos distintos surge un tercer elemento que no es la suma de los dos anteriores, sino una cualidad otra.[26] Para captar esta imagen que el montaje, según Eisenstein, genera en la unión de dos fragmentos de película, el espectador/lector debe desarrollar un «tercer sentido». En el texto de 1970 que lleva esta última expresión por título, Roland Barthes explica que el montaje en Eisenstein exige una lectura donde se exprese un sentido que surge a posterioridad del sentido «informativo» y «simbólico»:
Quizá lo que reclamaba S. M. E. era la lectura de ese otro texto, cuando decía que el filme no sólo debe ser mirado y escuchado, sino que es necesario también escrutarlo y escucharlo con oído atento [...]. Tales maneras de mirar y escuchar no se limitan evidentemente a postular la aplicación del espíritu (ruego trivial o piadoso deseo), sino que más bien postulan una auténtica mutación de la lectura y su objeto, texto o película: un gran problema de nuestro tiempo.[27]
Si esta mutación de la lectura también se manifiesta en Sebald a través del montaje de la prosa y las imágenes, es porque suscita en el lector una competencia adivinatoria: la de adivinar los vínculos entre documentos sin referencias y una narración que entreteje asociaciones y ensambla realidades aparentemente distantes. Porque captar las relaciones, trazar los meridianos, es una actividad de lectura que, para Sebald, es inherente a su concepción de la imagen hallada: «un objeto que yace en el suelo y que, al acumular polvo, se convierte poco a poco en una maraña más grande. Al final, es posible sacar hilos de allí.»[28] El lector, a quien el autor invita a desenmarañar los hilos polvorientos y luminosos de las imágenes, se encuentra en última instancia en la posición del «viajero en una noche de invierno en la que, viniendo de Möhringen, vio por primera vez desde la trasera de un taxi el nuevo complejo administrativo del consorcio Daimler», sin poder evitar ver en la estrella de los automóviles Mercedes-Benz «las columnas de camiones, que evidentemente no cesan, se mueven por las carreteras polvorientas con su carga de refugiados». Porque, desde la trasera de su taxi, el viajero sabe que ese «campo de estrellas [...] se extendía por toda la tierra, de forma que esas estrellas de Stuttgart no podían verse sólo en las ciudades de Europa y en los bulevares de Beverly Hills y Buenos Aires, sino también en todas partes [...], en las zonas de esa devastación que se propaga siempre en algún lado, en el Sudán, en Kosovo, en Eritrea o en Afganistán.»[29] Para Sebald, la maraña de polvo de las imágenes se asemeja entonces a los cúmulos de estrellas que constantemente invita a su lector a contemplar, generando en su prosa pausas meditativas que confieren a la descripción de la desgracia una dimensión no solo realista, sino también visionaria.
En este pasaje, desde las partículas del polvo de sufrimientos concretos hasta el polvo interestelar, Sebald activa una lectura alegórica del mundo que comparte con su lector. Reverenciar el polvo es entonces una actitud crítica, si no política, que consiste en pensar el futuro a partir de los restos de la destrucción, en añadir al polvo de los muertos el polvo de las palabras, al de las estrellas las constelaciones de imágenes, y a nuestros destinos los de los anónimos, para dar forma a esa fuerza explosiva que, acaso, nos incita menos a saber que a llegar a ser —pese a los riesgos.
Notas
[1] Raphaëlle Guidée aborda este asunto del polvo en «L’éternel retour de la catastrophe. Répétition et destruction dans les œuvres de Georges Perec et W. G. Sebald», La Littérature dépliée, Jean-Paul Engélibert, Yen-Maï Tran-Gervat (dir.), Presses universitaires de Rennes, 2016, p. 37-47. Cf. Karine Vinkelvoss, «Asche, Sand, Staub und Schnee. Über einige Leid-Motive bei W. G. Sebald» [Ceniza, arena, polvo y nieve. Acerca de algunos leidmotive del sufrimiento en W. G. Sebald], disertación en el coloquio internacional »Leidmotive« organizado por Georges Didi- Huberman en el Historisches Kolleg en Múnich (Alemania) los días 30 y 31 de enero de 2015.
[2] W. G. Sebald, The Emergence of Memory. Conversations with W. G. Sebald, Lynne Sharon Schwartz, New York, etc., Seven Stories Press, p. 57.
[3] G. Bataille, artículo «Poussière» del no. 5 de la revista Documents (1929), reed. Dictionnaire critique, París, Éditions Prairial, 2016, p. 64.
[4] W. G. Sebald, Los emigrados, trad. Teresa Ruiz Rosas, Barcelona, Anagrama, 2006, p. 181.
[5] Cf. sobre el uso de la huella y del polvo en la obra del artista Claudio Parmiggiani, véase G. Didi-Huberman, Génie du non-lieu. Air, poussière, empreinte, hantise, París, Éditions de Minuit, 2002.
[6] W. G. Sebald, Los emigrados, op. cit., pp. 181-82.
[7] Ibid., p. 183.
[8] W. G. Sebald, Campo Santo, trad. Miguel Sáenz, Barcelona, Anagrama, 2010, p. 117.
[9] M. Foucault, «Folie et Déraison. Histoire de la folie à l’âge classique», prefacio a la primera edición (1961), reproducida en Dits et Écrits I, 1954-1975, París, Gallimard, 2001, p. 192.
[10] W. G. Sebald, The Emergence of Memory. Conversations with W. G. Sebald, op. cit., p. 57: «El polvo es, de alguna manera, un signo de silencio».
[11] Ibid.
[12] W. G. Sebald, Austerlitz, trad. Miguel Sáenz, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 131.
[13] W. G. Sebald, Los anillos de Saturno, trad. Carmen Gómez García y Georg Pichler, Barcelona, Anagrama, p. 233.
[14] W. G. Sebald, Vértigo, trad. Carmen Gómez García, Barcelona, Anagrama, p. 28.
[15] Voltaire, Zadig, París, Folio/Gallimard, 2003, p. 38.
[16] Sobre la historia de los hermanos Serendip y el concepto de serendipia, cf. S. Catelin, Sérendipité. Du conte au concept, París, Seuil, 2014.
[17] R. Messac, Le «Detective novel» et la penseé scientifique, París, Belles Lettres, 2011, p. 48.
[18] Arthur Conan Doyle, A Study in Scarlet, Londres, Bibliolis, 2010, p. 47.
[19] C. Ginzburg, «Traces. Racines d’un paradigme indiciaire», Mythes, emblèmes, traces, trad. M. Aymard, C. Paoloni, E. Bonan y M. Sancini-Vignet, París, Flammarion, 1989, p. 244. Régis Messac, Le «Detective novel» et la pensée scientifique, París, Belles Lettres, 2011. Cf. Sylvie Catelin, Sérendipité. Du conte au concept, op. cit.
[20] J. Bottéro, La Mésopotamie. L’écriture, la raison et les dieux (1987), París, Folio/Gallimard, 2004, p. 72.
[21] W. Benjamin, «Sobre la facultad mimética», Obras II, III, trad. Juan Barja de Quiroga, Madrid, Abada, 2007, p. 216.
[22] W. Benjamin, Paris, Capitale du XIXe siècle, Le Livre des passages, París, Cerf, 1989, p. 476.
[23] S. Giedion, Mechanization Takes Command, New York, Oxford University Press, 1948, p. 3.
[24] W. Benjamin, Libro de los Pasajes, ed. Rolf Tiedemann, trad. Luis Fernández Castañeda, Isidro Herrera, Fernando Guerrero Jiménez, Madrid, Akal, 2016, p. 462.
[25] Sobre cuestiones tales como la participación del lector en una experiencia extraliteraria, cf. M.-J. Zenetti, Factographies. L’enregistrement littéraire à l’époque contemporaine, París, Garnier, 2014.
[26] Serguei Eisenstein, Le film/sa forme: son sens, adaptado del ruso y del francés por Armand Panigel, París, Bourgois, 1976, p. 506.
[27] R. Barthes, «El tercer sentido. Notas acerca de algunos fotogramas de S. M. Eisenstein», Lo obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos, voces, trad. Cristina Fernández Medrano, Barcelona, Paidós, 1986, p. 67.
[28] Ch. Scholz, «“Mais l’écrit n’est pas un vrai document...” — Une conversation avec W. G. Sebald sur la littérature et la photographie», op. cit., pp. 14-15.
[29] W. G. Sebald, Campo Santo, op. cit., p. 218
Traducción: Ana Lía Gabrieloni
La versión original en francés de este texto se publicó con el título «Révérence à la poussière. W. G. Sebald et l’archive» en el volumen resultante del Colloque de Cerisy del año 2014, W. G. Sebald. Littérature et éthique documentaire. Muriel Pic y Jürgen Ritte ed., Presses Sorbonne Nouvelle, 2017.
Agradecemos a la autora su autorización para hacer posible esta traducción y publicación.
Referencia electrónica
Pic, Muriel. «Reverenciar el polvo. W. G. Sebald y el archivo.» Hyperborea. Revista de ensayo y creación, no 7, 2024, pp. 16-25, https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/reverence-la-pussiere-341
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.13916408