Pablo Unda
pablounda8@gmail.com
Universidad de Buenos Aires
Resumen
En La fragata de las máscaras (1996), Tomás de Mattos incorpora una écfrasis de La balsa de la Medusa (1819), una de las obras más emblemáticas del romanticismo pictórico francés, firmada por Théodore Géricault. Este artículo se propone desmarcar la écfrasis de una función meramente ornamental o estética —aunque dicha dimensión no se descarta— para explorar su potencia como estructura generadora dentro del texto. Se plantea así un análisis de su función literaria como eje vertebral en la configuración de una coherencia narrativa interna que, al presentar una articulación con otros dispositivos formales, da lugar al surgimiento de un sentido simbólico central en el entramado de la novela.
Palabras clave
écfrasis — romanticismo — ficción
Title
Translating the Image: Ekphrasis as narrative device in La fragata de las máscaras (1996) by Tomás de Mattos
Abstract
In La fragata de las máscaras (1996), Tomás de Mattos introduces an ekphrasis of The Raft of the Medusa (1819), one of the most iconic paintings of French Romanticism by Théodore Géricault. This article seeks to move beyond a merely aesthetic reading of the ekphrasis—while acknowledging its visual dimension—to examine its literary function as a structural axis within the novel. The analysis proposes that its integration with other formal elements gives rise to a symbolic core that underpins the novel’s internal logic and meaning.
Keywords
ekphrasis — Romanticism — fiction
Acompañemos a Gotthold Ephraim Lessing por un momento —si no por la vida entera— y escuchemos con atención sus palabras: «El poeta jamás ha perdido de vista al pintor, ni el pintor al poeta» (57). De vez en cuando encontramos que un escritor ha decidido alumbrarnos con la belleza de una pintura en sus textos. Decide entonces, el escritor, realizar una descripción literaria de una obra de arte visual. Hace uso de medios diferentes que los del artista plástico para encontrar la forma precisa en que una descripción narrativizada representa lo que hallamos en la pintura o en la escultura; sin embargo, no hay exactitud, no hay precisión que las equipare. A pesar de su correlación, los efectos difieren en ambos casos, surgen distintos y, justamente en esa distinción, radica el valor de la écfrasis. Volvamos a Lessing, para recordar que «lo bello en una obra de arte no es lo que place a nuestros ojos, sino lo que a través de ellos place a nuestra imaginación» (50). Este es el caso de Tomás de Mattos, escritor uruguayo, que no ha perdido de vista al gran pintor francés Théodore Géricault y ha decidido incluir en su novela La fragata de las máscaras (1996) una de las pinturas más importantes del Romanticismo francés, La balsa de la Medusa (1819). El propósito de este trabajo es analizar la écfrasis de dicha pintura, presente en los últimos capítulos de la novela, y descubrir no solo sus efectos en tanto descripción de la belleza, sino también la función literaria que el uruguayo le otorga dentro del relato.
Aquella relación entre texto y objeto plástico surge, a la vez, como relacional y representacional. La écfrasis, entonces, es tomada como el procedimiento retórico-discursivo utilizado en esas formas de representación (Pimentel 205). Podemos rastrear dicho procedimiento hasta los siglos III y IV d. C.; particularmente, en Hermógenes de Tarso, la ekphrasis se definía, a grandes rasgos, como una forma de descripción extendida, vívida y detallada (Rivero 65). Más cerca a nuestro tiempo, Leo Spitzer brindaría una nueva definición, acaso de las más revisitadas para pensar el concepto: «la descripción poética de una obra de arte pictórica o escultórica» (Spitzer 72). En 1993, James Hefferman, tomando en cuenta las limitaciones de aquella definición spitzeriana, propone a la écfrasis como «la representación verbal de una representación visual» (3).[1] Podemos sumar, a esta dinámica de construcción del concepto, el nombre de Claus Clüver; en primer primer lugar, por dar cuenta del problema de la noción de representabilidad al tratar de incluir en su definición al arte «no representativo» o «no figurativo». Así, para el autor, «Ekphrasis is the verbal representation of real or fictive configurations composed in a non-kinetic visual medium» (Clüver 33). En segundo lugar, Clüver advierte que el objeto plástico a ser representado verbalmente puede ser real o ficticio. Propone, entonces, que se hable de una «écfrasis referencial, cuando el objeto plástico tiene una existencia material autónoma, o de écfrasis nocional cuando el objeto “representado” solamente existe en y por el lenguaje» (Pimentel 207).
No son pocos, ni de una sola índole, los momentos ecfrásticos en la literatura latinoamericana. En el ejercicio de nombrar apenas un par, que sirvan de muestra mínima, llegan a la mente Adolfo Bioy Casares y su cuento «El ídolo» en La trama celeste (1990), o el extenso trabajo de María Gainza en El nervio óptico (2014). Ahora bien, son menos los casos de trabajos críticos especializados en determinar funciones literarias habilitadas a partir de algún procedimiento ecfrástico. Pienso, por ejemplo, en el poema de Octavio Paz «Cuatro Chopos», dentro del libro Árbol Adentro (1976–1988), y en la lectura que de él hace Luz Aurora Pimentel. En el poema, Paz establece un contrato descriptivo explícito con el cuadro de Claude Monet, Les Quatre arbres; parte de su famosa serie de chopos o álamos, pintados entre 1891 y 1892. Por «presión ecfrástica», sugiere Pimentel, al convertirse las cuatro estrofas iniciales del poema en árboles-líneas, bien podrían los cuatro árboles convertirse, a su vez, en texto. Allí, la poesía invita a otra lectura del cuadro, mediante un juego iconotextual que evoca la escritura y la música al leer los árboles como líneas horizontales caligráficas o como un tetragrama.[2] Ya entonces la representación verbal ha dejado atrás su potencial descriptivo fundamental para iluminar otros matices; en palabras de Pimentel: «el texto ecfrástico no re-presenta sino que re-significa al objeto plástico al entrar en una red textual y contextual diferente» (214). Asimismo, Mateo Febres encuentra en el cuento «Apocalipsis en Solentiname» presente en Alguien que anda por ahí (1977) de Julio Cortázar, un momento ecfrástico nocional cuya función trasciende el pacto simplemente descriptivo del narrador, que se detiene a observar los cuadros pintados por la comunidad de Solentiname. Allí, según Febres, la écfrasis funciona como la puerta de entrada a una dinámica de transformación en la que el relato realista cortazariano deviene cuento fantástico. Será la emergencia de las fotografías de aquellas pinturas la que presenta el tránsito de un locus amoenus a un locus horridus, signando la fuerza nuclear de aquel texto (76).
Con el objetivo de proponer la lectura planteada, retomaremos a lo largo de este trabajo algunos conceptos de análisis narratológico, propuestos por Gérard Genette en Figuras III (1989); particularmente aquellos que remiten a sus estudios sobre los distintos niveles diegéticos y a sus particularidades. Si la teoría narrativa tiende hacia la autonomía del texto, el texto ecfrástico tiende, a su vez, «a un impulso narrativo que dinamiza al objeto de la representación» (Pimentel 208). Según Hefferman, ese impulso, esa fuerza inherente a la écfrasis, «makes explicit the story that visual art tells only by implication» (5). Es decir, realiza el potencial narrativo de la pintura figurativa: «(ins)(des)cribiendo el gesto en un flujo temporal narrativamente articulado, un antes, un después; una causa, un efecto» (Pimentel 209). Entonces se produce una suerte de transgresión textual, si se quiere, de un texto visual a un texto verbal, que estriba en el pacto referencial implícito en el principio ecfrástico: la ilusión de autonomía de un objeto plástico producida únicamente por la creación discursiva. Aquel principio es el que extiende los límites de la textualidad hacia la intertextualidad y la intermedialidad (Pimentel 209).[3]
I.-
Con el afán de determinar la función de la écfrasis dentro de la novela, es preciso primero explorar la particular estructura narrativa de La fragata de las máscaras.
En 1996 veía la luz una de las novelas más importantes del uruguayo Tomás de Mattos. En La fragata de las máscaras, el autor se enfrenta al reto de reescribir la historia narrada en Benito Cereno (1855), novela norteamericana de Herman Melville. De Mattos invierte los términos del texto melvilleano, haciendo eco del silenciamiento sufrido por los esclavos «negros», a quienes el uruguayo otorga el protagonismo narrativo. En este movimiento se articula el proceso de subjetivación de los personajes afroamericanos, quienes —marginalizados y silenciados en la novela norteamericana— son protagonistas de la historia del motín en el que hacen preso al capitán chileno Benito Cereno y se ven obligados a varias estrategias para fingir una situación de normalidad al verse abordados por el capitán norteamericano Amasa Delano, quien en la versión de Melville es el protagonista principal y, además, agente focalizador de los hechos ya que la narración se presenta desde su unívoca perspectiva para contar al lector los misterios que se le presentan. El uruguayo intenta reconstruir los sucesos que desencadenan el motín —núcleo de la historia— explorando no solo su desarrollo sino sus antecedentes y posteriores consecuencias. En este afán, les da voz a los personajes que en el texto de Melville permanecen silenciados o con escasa participación.
La fragata de las máscaras se erige como una novela polifónica con una densidad y complejidad evidentes a la hora de presentar su contenido. Es presentada en su desarrollo narrativo de manera fragmentaria, a base de intercambios en los que un narrador que no siempre es el mismo asume el relato dirigido a un narratario que no siempre está presente. De esta manera, los diferentes personajes articulan diferentes versiones de las escenas narradas en estos fragmentos que son recuperados por la autora ficticia, Josefina Péguy.[4] Es preciso tomar en cuenta que el móvil de la autora es poder informar al escritor norteamericano sobre los aspectos silenciados o desconocidos de su obra. Por esta razón, a lo largo de la novela, Péguy se dirige, en repetidas ocasiones, directamente a Herman Melville, quien aparece como personaje y narratario de algunos de los fragmentos. Al comienzo de cada una de las distintas interacciones se hace explícita, con la forma de un subtítulo y entre paréntesis, la identidad del narrador —que habla en primera persona— y del narratario.
El autor uruguayo se ha caracterizado por incluir su obra dentro de la categoría de novela histórica.[5] La fragata de las máscaras no es la excepción, ya que recoge los hechos de Benito Cereno que, a su vez, está inspirada en el capítulo XVIII de la crónica del capitán norteamericano Amasa Delano, titulada Narrative of Voyages and Travels y publicada en 1817, en la que recoge sus experiencias de viajes. Por esta razón, todos los procedimientos (la autora ficticia, el albacea que recoge los escritos, interacciones directas entre un narrador y un narratario, etcétera) forman parte de las estrategias de las que se vale Tomás de Mattos para aportar legitimidad a la historia narrada.[6] Legitimidad en cuanto a aportar detalles y elementos formales que generen cierta sensación de verosimilitud mientras el lector se adentra en el texto; éste es el pacto de lectura entre de Mattos y sus lectores.
A partir del conocimiento del narrador y narratario de cada fragmento podemos empezar a estructurar los distintos niveles narrativos del texto. Del total de interacciones, diez se realizan dentro de la diégesis (se trata de los que tienen lugar entre las parejas Inféllez/Bonpland, José Abos/Bonpland, Dago/Muri y Dago/Tobías Inféllez). Los acontecimientos narrados en estos fragmentos son, pues, intradiegéticos. Sabemos, además, que el conocimiento de los acontecimientos intradiegéticos llega hasta Josefina Péguy por medio de una conversación con su tío, Amado Bonpland. Dicha interacción es un acto (literario) que inaugura el nivel extradiegético, en el que se incluyen los intercambios que corresponden a Bonpland y Josefina dirigiéndose a Herman Melville, en cuatro y tres ocasiones respectivamente. Estos se inscriben en un tiempo diferente al de la diégesis y ocupan un espacio de relación directa con el escritor norteamericano, su condición de posibilidad está marcada por el tiempo-espacio que sigue una lógica que aporta verosimilitud a la novela.
Finalmente, existe un tercer nivel en el que el esclavo Muri también le habla directamente a Melville en dos ocasiones. Este tercer nivel resulta de especial valor para nuestra argumentación. Los intercambios de este nivel se mueven dentro de una aparente aporía, pues serían imposibles de darse, en tanto desarrollo espacio-temporal, dentro del imaginario de la novela: Muri no conocería la existencia de Melville, no vive en su misma época y en ninguna circunstancia tendría forma de entablar comunicación con él. Sin embargo, de Mattos se permite este intercambio, que resulta en un espacio fantasmagórico fuera de la diégesis y del despliegue lógico de una novela que, como hemos destacado, presenta un desarrollo complejo al buscar instancias que aporten al efecto de verosimilitud. Tenemos, entonces, el nivel intradiegético en donde acontecen los hechos que corresponden a la diégesis ficcional que se presenta como «real», es decir, los acontecimientos en el nivel narrativo que siguen los eventos del barco de esclavos, el motín, el abordaje de los norteamericanos, la fuga improvisada y el juicio. Existe un segundo nivel narrativo que corresponde al espacio ficcional donde se encuentran Josefina Péguy junto con su albacea M. R. R., Juan Pedro Narbondo, Bonpland, Herman Melville y su esposa.[7] Este segundo nivel surge como extradiegético y de cierta manera enmarca al relato intradiegético: transcurre en un tiempo diferente, sin embargo, también es percibido como «real» dentro de la ficción. Y finalmente, un tercer nivel que corresponde a un nivel metadiegético en donde se dan las interacciones de Muri con Melville: éste es un relato en segundo grado que guarda una relación de imposibilidad lógica —en tanto desarrollo espacio-temporal— con el relato del que es parte, es decir, refiere a una ficción dentro de la realidad ficcional del universo narrativo.
Tomando en consideración esta distinción, haremos especial énfasis en el vínculo entre la diégesis percibida como «real» y el nivel metadiegético. El valor de esta relación estriba en la transgresión de un nivel narrativo a otro que supone una rasgadura de la realidad ficcional e inaugura un espacio ficticio en dicha realidad. Más adelante veremos no solo cómo se estructura, desde un sentido lógico, dicha correlación, sino que destacaremos la función fundamental de un procedimiento pictórico-textual como la écfrasis —presente en el texto de manera central en el quinto apunte— en la construcción de tal articulación de sentido.
El quinto apunte «La medusa y la tortuga», que es el último apartado de la novela (sin tomar en cuenta el epílogo que está constituido por una carta de Elizabeth Melville a Josefina Péguy), en el que Josefina le habla a Melville por última vez, marca un punto de quiebre en la ficción. Josefina acepta haber llegado a un punto de la historia en el cual ya no cuenta con testimonios; de aquí en adelante, renuncia a la verosimilitud que ostentaba partiendo de los relatos contados por los protagonistas de la historia y anticipa que lo que resta por narrar son simplemente conjeturas que ha elaborado desde su imaginación. Le detalla Josefina a Melville:
Ismael, es curioso: cuando tuve oportunidad de decirle toda la verdad y nada más que la verdad (…) lo hice a través de una u otra máscara. Ahora, cuando la historia llega a un punto para el que ya no dispongo ningún testimonio, comparezco ante usted a cara descubierta. (de Mattos, La fragata 395)
Es importante señalar el momento exacto en la historia al que hace referencia Josefina: una vez descubierto el motín de los esclavos, Benito Cereno ha sido rescatado por el capitán norteamericano Amasa Delano y este último, junto a sus marineros, se han abalanzado a la fragata para abordarla y poner bajo arresto a los esclavos para que no sean aniquilados durante el proceso. Es necesario destacar que este enfrentamiento había sido calculado por Babo, el jefe de los esclavos, quien lo usaría como distracción para otorgarle tiempo suficiente para realizar su escape a una pequeña balandra que había lanzado al mar momentos antes de iniciado el enfrentamiento. En esta balandra iban «todos los niños, los vientres más jóvenes y sanos y los tres o cuatro varones más aptos para fecundarlos» (386). Babo decide sacrificarse para salvar a una parte de su gente y, junto con ellos, envía al viejo Muri, quien es nombrado el nuevo y último jefe de esta historia, el que lideraría el viaje en la balandra con destino hacia la isla Mocha, un último viaje de salvación. Tal es el punto en la historia en que los testimonios terminan y Péguy recurre a su fantasía:
¡Pero si mis problemas se hubieran reducido tan sólo a ponerme otra máscara! Habría tomado prestado, y con inmenso placer, el fantasma fraterno de uno de mis dos Teodoro. No Dostoievski sino Géricault, el pintor de los náufragos, de los potros, de los negros, de los reos de la inquisición y de los locos; el obsedido por la energía que se retiene opresivamente, que se desvía en la sinrazón o se extravía en cauces tan trillados como sin sentido. Conoce usted, ¿verdad? A ese espíritu tan afín al suyo, desasosegado, rebelde y de nervios frágiles, que se cayó para siempre del tordillo de la vida, en un enero gélido, cuando apenas contaba con treinta y dos años. Pero no necesito convocar a Géricault, lo que requiero imperiosamente, y jamás tendré es su pulso y su paleta. Ya sabrá por qué. (395)
Después de confesar que ya no dispone de material testimonial, Péguy decide invocar la paleta y el pulso del francés Théodore Géricault. Será a partir de su pintura que construirá la narración del éxodo en la pequeña balandra de esclavos. «Ya sabrá por qué», menciona Josefina, anticipando la explosión ecfrástica.
II.-
Jules Michelet, considerado uno de los fundadores de la historiografía moderna, fue nombrado titular de la cátedra de Historia en el Collège de France en 1838 y, en una de sus últimas conferencias en esa institución en enero de 1848, sería una de las primeras y más importantes personalidades en reconocer y ofrecer homenaje póstumo a la obra de Théodore Géricault. En 1877 se publica la transcripción del curso de Michelet bajo el título de L'Étudiant; conferencias que habían sido canceladas y retiradas de circulación durante el período de la revolución (Klingender 254–256). Ya en aquella conferencia Michelet se preguntaba, en un texto sumido en sentimentalismo y nostalgia, por el legado de la vida y obra del pintor: «The crowd, all the mysteries of the great masses of men, the ghostly activities of the dark factories, the dreadful movement of armies, the visible sound of revolt-who will paint all that?» (citado en Klingender 256).[8] El genio de Géricault fue eminentemente social, aseguraba Michelet. Francia estaba en él, nacido para ser el intérprete de la sociedad libre, un pintor magistral cuyas pinturas, todas ellas, hubieran sido una enseñanza heroica.
La obra de Géricault resonó con fuerza a principios del siglo XIX, sobre todo por su carácter de irrupción social y política en un momento entre revoluciones que significaba un ambiente social, artístico y político bastante vulnerable y sensible en Francia. Sin embargo, su genio recién sería reconocido ampliamente a finales de ese mismo siglo (Ventura 106). Lastimosamente, Géricault falleció en enero de 1824 con tan solo 32 años; para ese entonces su obra había destacado en distintas esferas de la sociedad francesa. Pintó exactamente lo que sucedía en el mundo social que le tocó habitar, con la valentía propia de su juventud. A diferencia de sus contemporáneos, Géricault no se inspiraba en la literatura, sus temas escogidos eran hechos reales que ocurrían a su alrededor; de esta manera su originalidad se asentaba en el realismo de sus pinturas (111).
Su obra más destacada se titula La balsa de la Medusa, el famoso óleo del pintor francés es considerado como el principal exponente del Romanticismo y en la actualidad se expone en el Museo del Louvre de París. «El cuadro se ha convertido en el primer manifiesto del romanticismo, como principal precursor de compromisos históricos de temas contemporáneos» (Rodríguez de Viguri y García 81). El lienzo fue presentado por primera vez en 1819 en el salón oficial de la Academia de Arte de Francia. La intimidante pieza destacaba no solo por su gran tamaño (491 × 716 cm), la utilización de las luces y los colores, sino también por el «tremendismo de la escena en la que los protagonistas no encarnan la heroicidad clásica, sino que componen un grupo de pobres desdichados, (…) figuras poseídas por la agonía (…) el heroísmo y la gloria dejan paso a la desesperación y la muerte» (76). La pintura presentaba la figuración de un acontecimiento que estremeció a la sociedad europea de la época: el naufragio de La Méduse, que era el nombre de la fragata que zarpó en junio de 1816 del puerto de Rochefort hacia Senegal. Dicha embarcación estaba capitaneada por Hugues Duroy, vizconde de Chaumareix y hombre de confianza del ministro de Marina, Du Bouchage. El nombramiento de Duroy fue puesto en duda, ya que se habría dado gracias a influencias políticas y a su linaje aristocrático y no a sus facultades de mando naval; además, era un hombre de muy avanzada edad. Debido a esto, el gobierno francés sería apuntado como responsable, cuando al amanecer del cuatro de julio, la fragata golpeaba el cascajo del fondo cerca del banco de Arguin; golpe que la dejó varada sin posibilidad de rescate. Más de cuatrocientas personas iban a bordo y los botes salvavidas no daban abasto suficiente para todas ellas. La prioridad de abandonar el buque sería para los altos cargos, sus familias y servicios, incumpliendo las normas elementales de decencia y caballerosidad que rigen en el mar. Cerca de doscientas personas conformaron el grupo de náufragos que quedaron varados en aquella fragata mientras se hundía; entre ellos, lograron construir una balsa salvavidas con los elementos a disposición. Solo ciento cuarenta y nueve personas tuvieron la suerte de abordar dicha balsa y estuvieron a la deriva durante trece agónicos días. La desesperanza y el terror hicieron presa de los náufragos que tuvieron incluso que recurrir al extremo de la antropofagia, entre otras atrocidades, para no pasar a ser parte del número de víctimas que el mar iba sumando a cada instante. Solamente quince personas fueron rescatadas con vida del mar, y cinco de ellas murieron en tierra (79).
Géricault tomaría los horrores que sufrieron los náufragos de La Méduse, abandonados por su capitán, como el tema de su obra maestra. El interés del pintor francés residía en la belleza de lo horrible. La idea de lo sublime, que sería una de sus principales influencias, atravesaba los movimientos artísticos de la época, con escritores destacados como Edmund Burke quien, en 1757, publicaba A Philosophical Enquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and Beautiful, dando forma al concepto de lo sublime y señalando la particular fascinación que acompaña a la muerte y al dolor junto con la belleza y la vida (Ventura 111). La aparición de Géricault marcaría un punto de quiebre que significó la irrupción del Romanticismo en Francia. Ya antes, el pintor había coqueteado con lo macabro, sus bosquejos favorecían la técnica de tiza oscura, crayones y carbón, además de utilizar originalmente las luces y sombras para favorecer su visión. En aquellos bosquejos tempranos y algunos retratos, Géricault se destacó por escoger a sujetos considerados rezagados en la sociedad: locos, enfermos mentales y mendigos; en fin, los desplazados de la época fueron sujetos de su admiración y trabajo. Su objetivo era lograr transmitir la emoción y belleza de lo sublime mediante su pintura y estaba convencido de poder lograrlo; incluso, y como prueba de su dedicación, llegó a bosquejar el suicidio de su amigo que había presenciado personalmente.
En preparación para La balsa de la Medusa, realizó esfuerzos extraordinarios para asimilar los hechos, buscar la verdad y llegar a sentir la intimidad de la horrible experiencia de los náufragos. Entre estos preparativos, el pintor reunió todas las noticias y documentos públicos sobre el naufragio, obtuvo el testimonio de los sobrevivientes y mandó construir una balsa a escala para probarla en el agua y observar de primera mano sus movimientos (Crary 14). Su preocupación por la fidelidad y la autenticidad de los sentimientos que quería transmitir era tal que reunió en su estudio partes de cuerpos humanos que conseguía de morgues y hospitales locales, además de pedir a personas cercanas a él que posaran como cuerpos muertos. Todo esto para revivir el horror y retratar con fidelidad la angustia, la decadencia del ser humano y los cuerpos que plasmaría más adelante en su obra. La muerte, lo macabro y lo sublime fueron parte fundamental de la corta carrera de Géricault y, además, marcaron el interés de la cultura francesa de la época (Ventura 117).
Una de las características fundantes del Romanticismo es la relevancia de la naturaleza. La pintura de Géricault también respondía a este aspecto. Los hombres en la balsa estaban retratados a merced del irreductible e incalculable poder del océano; la implacable potencia de ese sentimiento se vería aumentada por la precisión de Géricault para transmitir el horror de los sobrevivientes. Una muestra de ello se observa en el hecho de pintar la nave que los rescataría en una posición magistralmente lejana y de tamaño minúsculo en comparación con el punto focal de la escena principal; además de la disposición de los cuerpos situados uno sobre otro como en una estructura piramidal que termina con un sujeto blandiendo un pedazo de tela para dar alerta de su posición. Todas ellas son características que hacen que cualquier observador pueda sentirse parte de la escena. El desaliento y la desesperación invaden la mirada de inmediato, mientras se puede sentir la ansiedad, la esperanza y el desaliento de ser uno más de los sobrevivientes.
Al contemplar el lienzo, nos encontramos con una estampa desaforada que destila pesimismo, presidida por el carácter mórbido y caótico de los náufragos, por la gran masa de cuerpos entrecruzados que contrastan entre sí por la inmovilidad de unos y la agónica agitación de otros. El tremendismo de la escena, con su tráfago de rostros gesticulantes, llagas teñidas en sangre, moribundos y cadáveres, sirve al autor para construir una plataforma de crítica y denuncia (Rodríguez de Viguri y García 81).
La pintura perturbó los estratos más profundos de la colectividad francesa, abriendo un debate de gran controversia, ya que simbolizaba una «Francia derrotada que naufragaba tristemente tras las gestas napoleónicas» (81). Así, La balsa de la Medusa constituye un punto de inflexión en la historia del arte francés y occidental. Según Verónica Ventura, no solo le presentaba a la sociedad francesa sus propias contiendas, sino que termina por erigirse, a la vez, como introducción al Romanticismo en aquella sociedad (107). De allí la potencia crítica de la pintura que destacan Rodríguez de Viguri y García.

III.-
Regresando al «Quinto apunte» de La fragata de las máscaras, encontramos a Josefina Péguy contemplando en ese instante el cuadro preferido de su marido, justamente, La balsa de la Medusa. Había sido su difunto esposo, Juan Pedro Narbondo, quien, mientras vivía en París y tras haber asistido (dentro de la ficción) en 1848 al curso que dictara Jules Michelet sobre la vida y la obra de Géricault, había logrado conseguir un «nutrido repertorio compuesto por tres originales y muchas excelentes copias de las pinturas y dibujos de su pintor predilecto» (de Mattos, La fragata 396). La pintura colgaba en el despacho de Narbondo, quien le expresaba a Josefina: «Si la vida, querida mía, es una zozobra continua, necesito siempre ese puñado de compañeros que, todavía sin la seguridad de ser advertidos, avistan por lo menos una posibilidad de salvación» (de Mattos, La fragata 397). A continuación, Josefina se apresta a realizar una representación verbal de la representación visual que tiene ante sus ojos, es decir, una écfrasis de La balsa de la Medusa; sin embargo, no pretende una descripción fiel de la imagen, en su lugar hará una descripción que parte de ella, pero irá modificando, mientras avanza, ciertos aspectos de la pintura con las imágenes que en su imaginación representan lo acontecido en la historia al grupo de esclavos que lograron escapar de la fragata en aquella balandra liderada por Muri. En Metalepsis. De la figura a la ficción (2004), Gérard Genette introduce el concepto de animación ficcional para describir una práctica de
animación de carácter pictórico ficticio; real en la dimensión verbal y literaria al referirse a textos descriptivos que conferían a los objetos descritos —cuadros, bajorrelieves, tapices y otras representaciones visuales; muchas veces me ocurre, pero desgraciadamente solo en sueños, ver que los personajes de una foto se ponen en movimiento— una capacidad de animación que únicamente la ficción verbal puede (fingir que) otorgarles. (Genette 104)
Justo antes de empezar la animación ficcional, derivación de la técnica de écfrasis, Josefina realiza la siguiente anticipación: «No me parece mal, por cierto, terminar esta larga carta a quien pidió que se lo llamara Ismael, con la escena de un naufragio con sobrevivientes. Pero usted ya conoce la monomanía de la que padezco: trastorno todo lo que percibo. Por eso necesitaría la mano de Géricault» (de Mattos, La fragata 397). Hay en estas palabras, además de la consumación del juego literario, una intención de desnudar el procedimiento. Ante la intimidad que propone entre ella, Melville y su obra —entre otras cosas necesarias para acometer la reescritura de la novela norteamericana—, Josefina confiesa su necesidad de trastornar la imagen, de cambiarla lo suficiente para que coincida con la historia que está por contar; para esto, invoca al pintor francés.
En principio, Josefina refiere la posición de la balandra «cuya proa se hunde en el ángulo inferior izquierdo y cuya popa se eleva hacia nuestra derecha» (397); mientras que «al mar agitado, casi turbulento, no hay que hacerle ningún retoque, pero hay que oscurecer el cielo (…) me resigno a admitir una luna llena» (398). En esta descripción de la espacialidad de la balandra, también dispone que el tonel de agua quede en el mismo lugar, pero añade muestras de avíos de pesca y un bolso con semillas de calabaza; refiriendo este último elemento a un fragmento de la historia: un obsequio que Dago le había entregado a Muri antes de partir. Si bien la escena tiene un contexto diferente, aún se guarda la potencia abismal de la naturaleza: el mar todavía acomete con furia a los sobrevivientes y, en esta ocasión, la noche es necesaria, no solo para indicar el momento en que los norteamericanos desencadenaron su ataque, sino que intensifica la melancolía, desesperación e impotencia: la noche permite que se «vea los fogonazos de los fusiles; adivine tras el fragor del mar, los asordinados estampidos y los inaudibles alaridos» (399).[9]
Lo más importante, menciona Péguy, es «ennegrecer las pieles de los sobrevivientes, no para sombrearlas, sino para pigmentarlas (…), eliminar algún cadáver (…), dar forma de mujer a la gran mayoría y no olvidarse de agregar varios niños» (398). Mientras los sobrevivientes miran la fragata a la altura del horizonte, se cuestiona sobre su actitud: esta no podría ser la misma que en la pintura original. En este caso no alertan a sus rescatistas, sino que escapan de sus asaltantes. Se propone cambiar la posición de sus manos: no pueden mostrarse abiertas suplicando ser rescatados; en su lugar, tienen que ser «puños crispados por la furia que se tienden impotentes hacia la masacre que se cierne sobre sus compañeros» (398). Es interesante la carga sentimental que surge de esta última modificación. Según Ventura, en sus análisis de la pintura original La balsa de la Medusa: «Emotions run deep through the painting, and while there were certain pressing issues addressed, there was also a sense of hope and the strength of humankind to survive» (121). La misma esperanza que Narbondo advertía en ese puñado de compañeros que avistan una posibilidad de salvación; sin embargo, en la narrativización de Péguy existe todavía esperanza, pero está depositada en un elemento diferente. En este caso, la fragata es el pasado, el punto del cual los sobrevivientes se alejan furiosos e impotentes. Este grupo pretende sortear la inclemencia del mar para llegar a la isla Mocha y obtener su tan ansiada libertad. La esperanza está en ellos mismos, en los niños, en las semillas de calabaza que han cuidado de no soltar al mar y en la libertad que los espera si logran llegar a destino.
Hay cierta tensión que surge del contraste de la nostalgia y la melancolía por la brutalidad de la escena que se deja atrás, y la esperanza y tenacidad que inundan a las figuras de los esclavos para conseguir su salvación. Esta tensión está bien representada en la figura de Ananké: «Desconozco si las leyes de la composición me permitirán incluir, en sustitución de las dos figuras desfallecientes, a una negra de mucho menor edad» se pregunta Péguy antes de señalar a la figura de Ananké que «empuña y maneja un remo como si el avance de la balandra solo dependiera de su fuerza y no del viento ni de la corriente, para alejarse para siempre de la fragata en la que ha quedado su hombre y acercarse, nudo a nudo desatado, ella y su hijito (…) a la nunca pisada isla Mocha» (de Mattos, La fragata 400). El nagori de Ryoko Sekiguchi es un concepto que nos sirve para explicar esta tensión. Según la autora, nagori alude en japonés a la huella, la presencia de algo pasado que ya no está. Designa también la consecuencia de un acontecimiento; puede nombrar lo que queda y puede aludir, asimismo, al momento de separación o al final de la vida. O al estado de algo que persiste (Sekiguchi 17). «Es Ananké, Ismael» escribe Josefina, para después pedirle ayuda a Melville:
Acudo a su fantasía, mucho más poderosa que la mía. Sustitúyame, por favor. Idee por mí los detalles necesarios para darle a esa silueta negra tanto el pavor de una mujer al que el estallido de un tiroteo ha sorprendido sola en la calle y lejos de los seres que quiere, como el orgulloso y muy contenido desgarramiento de la viuda que acompaña el ataúd de su amado compañero, caído en el fragor de una lucha que ella compartió hombro con hombro. Tras ese fondo de muy escondida desesperación, dibuje el ser decidido y tenaz; el corazón que no vacila; los ojos que solo atienden las oscuras rutas de la libertad; (…) en fin, el pecho débil que se empecina en aspirar un aire húmedo y helado en busca de aliento para seguir luchando. (de Mattos, La fragata 400)
La figura de la esclava parece estirarse entre dos momentos. Entre los sentimientos desgarradores de las huellas de la lucha, incluyendo la muerte de su marido, y la tenacidad tan necesaria para buscar la libertad de toda su gente. Si bien el nagori de la escena realza la nostalgia por las secuelas del motín, también hace surgir la sensación de un fenómeno que perdura más allá de su tiempo, contra todo pronóstico. Si Josefina admitía una luna llena en la escena, bien podría ser una nagori no tsuki, «luna de nagori», la luna que aún se distingue al alba (Sekiguchi 19). La huella de lo que perdura está sobre la balsa y lo que resiste mira hacia adelante, como las flores de nagori que han resistido después de que haya pasado una estación. Es el caso de Ananké, quien todavía, a petición de Péguy, bien podría tener precisamente las características de aquella flor: «dele a esa misma cara de negra hermosa, que ahora mira hacia lo lejos, la distensión del reposo; no le quite el temor a lo desconocido y envuélvala en la radiante luz de una mañana que se acerca al mediodía, consagrando los primores de la primavera» (de Mattos, La fragata 400). Si cualquier observador que se detenga a mirar La balsa de la Medusa goza del sublime placer de sentirse uno más de los sobrevivientes, también en este caso gozaría de evocar el nagori de la imagen, «ya la nostalgia por algo que nos abandona, ya la noción de algo que trasciende (…) Tanto la cosa contemplada como la persona que contempla experimentan la pesadumbre de la partida» (Sekiguchi 20).
Finalmente, llegamos a una de las figuras más importantes —si no la más relevante— en la pintura. En el centro de La balsa de la Medusa, un hombre de avanzada edad mira hacia el lado opuesto del barco que viene a su rescate. Un pañuelo rojo en su cabeza que descansa en su mano derecha y sostiene, con la otra, el cuerpo de un joven. Esta figura ha sido reconocida por la crítica como la figura del «Padre» que sostiene al «Hijo» (Ventura 118). Es la única figura de la pintura a la que parece no afectarle la aparición, en el horizonte, del barco que representa su posible salvación; el anciano no reacciona ante ella. El «Padre» es la primera que atrae la mirada del observador y ha sido objeto de varias interpretaciones. Desde la conexión personal que podría llegar a tener con el pintor, remitiendo a parte de la vida personal de Géricault, «a man who had been separated from his lover, his son, and a betrayer of the uncle who had raised him, the artist may have thought the father mourning his son was indicative of his situation» (116). Hasta llegar a las insinuaciones dantescas en la pintura que conectan a la figura del «Padre» con la representación del conde Ugolino en el Inferno: una vez traicionado y capturado, el conde es encerrado en una torre con sus hijos. Ante el padecimiento del hambre extrema, Ugolino recurre a la antropofagia y se come a sus hijos fallecidos. Según Ventura, Inferno usa el canibalismo como alegoría de los hombres aprovechándose unos a otros en una sociedad injusta y así lo usa también Géricault en su pintura. «The “Father” that may represent Ugolino, points to the cannibalism and the unjust society that placed those men on the raft» (118). El «Padre» también ha sido señalado por representar la locura que pudieron llegar a sentir los náufragos antes de cometer suicidio en la balsa. Sin duda, Géricault había obtenido esta información de sus estudios del acontecimiento. El anciano aparta los ojos de sus compañeros y dirige su mirada vacía hacia el océano. Su posición corporal, sus manos cubiertas por sombras y su aparente tranquilidad se asemejan a la posición del hombre loco y melancólico. Todas estas características apuntan a la iconografía tradicional que insinúa demencia (119). Gracias a sus ya mencionadas incursiones en pintar retratos de pacientes de hospitales, personas internadas en casas de asistencia mental y mendigos, Géricault logra una representación de esta figura que se aleja del estereotipo; en su lugar, el anciano, que aparentemente ha perdido la razón y la esperanza, genera cierta sensación de empatía.
Josefina Péguy, con gran sabiduría, entiende que el «Padre» corresponde en su historia al anciano Muri. Su pañuelo rojo en la cabeza como legado de Babo y símbolo de su nueva posición, «Es él Jefe, Ismael. Es Muri. Obsérvelo. No mira hacia atrás: sabe que es en vano (…) Cavila dentro de sí (…), la actitud general del cuerpo son signos inequívocos de tristeza y desaliento. Es hombre negro espantado por las tinieblas» (de Mattos, La fragata 399). La locura en este caso se convierte en incertidumbre y la pesadumbre de las dudas y remordimientos por el pasado que parecen doblarlo. Josefina aprovecha la inclinación de la espalda del anciano y ve en ella el peso de una «hesitativa aceptación de una jefatura que abruma y que quizá todavía no reconozca» (de Mattos, La fragata 399). La tensión está entre él y los suyos, que todavía miran hacia atrás, quizá persiguiendo a su antiguo jefe, Babo, quien se sacrificó para salvarlos. «No puedo intuir, Ismael, hasta dónde llegan sus incertidumbres» (399) menciona Josefina, apuntando al terror del nuevo Jefe, un terror por la responsabilidad del presente y los peligros que aún le aguardan.
IV.-
Después de acudir a Melville para completar su fantasía, ocurre un punto de quiebre en la narración de Péguy. Una vez que le ha dado las indicaciones para pintar a Ananké, le propone al norteamericano regresar del viaje imaginario:
Tiempo tiene para imaginarla. Y fecho, vuelva. (…) Vuelva para que le sigamos la mirada a Ananké, recorriendo una distancia que no mide menos de doscientos pasos. Allá abajo, donde la playa se ensancha y aplana, va caminando Muri, aún triste y tenso, pero con menor miedo. Cuchillo en mano, está muy cerca de una tortuga gigantesca que, quién sabe desde cuándo, arremete vanamente contra una roca que le impide internarse en la isla. (…) La isla Mocha, Ismael. (de Mattos, La fragata 401)
Volvemos ya no a la balsa, hemos salido de la pintura para encontrar a los sobrevivientes en su destino. Han pisado la isla Mocha, con Muri a la cabeza.
Recordemos que, como mencionamos en el análisis de la estructura narrativa de la novela, estos acontecimientos están marcados por la finalización del relato que corresponde a la diégesis ficcional que se presenta como «real». Al quedarse sin testimonios, la narradora, Josefina Péguy, decide proceder desde su imaginación. Ahora bien, al seguir cronológicamente los eventos, notamos que las escenas que relatan a los sobrevivientes sorteando las inclemencias del océano en la pequeña balandra hasta llegar a la isla Mocha podrían estar correctamente insertas en la diégesis del relato. Nada en ellas atentaría contra la lógica del desarrollo. Sin embargo, al desnudar el procedimiento, Josefina Péguy decide transgredir ese nivel e incluir un carácter ficcional dentro de la ficción que se presentaba como «real». Este punto resulta sumamente interesante ya que el procedimiento se realiza mediante la écfrasis que hemos marcado. El apalancamiento en la descripción de La balsa de la Medusa le permite a la narradora la creación de un tercer nivel. Este último adquiere una característica fundante del tipo fantasmagórico/imaginario: corresponde a un nivel metadiegético. La écfrasis realizada por Péguy, articulada con la animación ficcional de la escena de la pintura, encuentra su función en la posibilidad de existencia del nivel metadiegético del relato.
La relación directa entre ambos niveles, extra y metadiegético, es decir, su transgresión, el salto de uno a otro, está fundamentada en la écfrasis.
Aún resta un ángulo por explorar: el papel crucial que desempeña el nivel metadiegético en el texto. Antes de pasar a su función, es necesario señalar sus particularidades. Muri, que hasta el momento de la écfrasis pertenecía a la diégesis del relato, es decir, era un personaje intradiegético, sale bruscamente de ella, franqueando el umbral que separa el nivel diegético de los acontecimientos del motín y se ubica en el nivel metadiegético que corresponde a la isla Mocha. Dado su carácter imaginario, la isla Mocha puede representar metafóricamente un lugar de salvación y libertad. Se destaca el potencial hermenéutico de esta última sección de la novela, ya que la narradora pone sobre la mesa todas sus cartas. Solo aquel que ha llegado hasta este punto en el relato adquiere el conocimiento necesario para una interpretación que permanecía oculta en una primera lectura de los capítulos y secciones anteriores. En específico, me refiero al tercer apunte titulado «El excluido» y la última sección del capítulo v titulada «Convulsiones la casa de las imágenes». Ambos guardan un aspecto en común, pues comparten el narrador y el narratario: leemos una interacción directa entre Muri y Herman Melville. El anciano Muri le dirige la palabra al escritor norteamericano, marcando este intercambio como imposible en materia espacio-temporal dentro de la lógica del desarrollo normal de la diégesis. Ahora bien, por lo que habilita para nuestra lectura el conocimiento del franqueamiento de niveles narrativos realizado por Muri, podemos comprender que aquella interacción (Muri-Melville) obtiene su condición de posibilidad gracias a que se da dentro del nivel metadiegético. Solo de esa manera es posible la comunicación entre dos personajes que no pertenecen a su propio tiempo. Comunicación que, además, guarda una función a nivel simbólico sumamente importante: es imperativo tener en cuenta que el móvil de Josefina Péguy es informar a Herman Melville los aspectos silenciados o desconocidos de su novela y extrapolar este elemento a la reescritura que emprende el autor real de la novela, Tomás de Mattos. Es decir, señalar enfáticamente La fragata de las máscaras como la reescritura de Benito Cereno y, en ella, el proceso de otorgar el protagonismo narrativo de la historia a los esclavos que habían sido silenciados y marginados en la novela norteamericana. Solo de esa manera se dimensiona la función a nivel simbólico que tiene el hecho de que Muri obtenga la posibilidad de hablarle directamente al escritor norteamericano. En algunos de los pasajes se advierte incluso un tono reivindicativo: «Sí, Ismael, yo soy Muri, el Excluido. (…) No lo culpo de haber leído tan solo papeles de vencedores. Pero cualquiera de nuestros negros, si usted se ganara su confianza, le habría dicho qué cuaderna [10] despreció para su fragata, porque todos ellos terminaron sabiendo, pese a algunas suspicacias previas, quién llegó a ser —quién todavía es— Muri» (de Mattos, La fragata 155-156). Muri toma la palabra de los vencidos, los silenciados, los excluidos. Es él, el último jefe de los esclavos, el líder de la fuga y el apuntado para dirigir a los sobrevivientes hacia su libertad, quien termina estacionado en la isla Mocha y desde allí, en un nivel metadiegético, desde ese lugar fantasmal que parece no pertenecer a ningún tiempo, sino solo al que vendrá, dibuja el gesto final del texto: un gesto de esperanza y de resistencia que se fundamenta en la palabra. Tal es la función que ha tomado la écfrasis en favor de la ficción: habilitar un nivel narrativo y, de esa manera, permitir la transgresión de Muri hacia el nivel metadiegético, habilitando la comunicación entre él y Melville. Una comunicación que parece mirar hacia atrás, pero que guarda en su interior la misma esperanza de un náufrago encima de una balsa que flota en el inclemente océano.
Notas
[1] Sobre estas limitaciones, Joaquín A. Rivero destaca que, en la definición de Spitzer, a diferencia del enfoque ilimitado de la descripción en Hermógenes, el objeto se limita a las artes plásticas. Además, la adjetivación «poética» arrastra problemas teóricos con respecto a discernir lo que es poético de lo que no lo es (64).
[2] La transformación aquí apuntada es resultante de la relación del texto verbal con la imagen evocada. Pimentel toma el concepto de iconotexto de Peter Wagner: un texto complejo en el que no se puede separar lo verbal de lo visual debido a las relaciones significantes que terminan por añadir al texto verbal formas de significación del orden de lo icónico y de lo plástico (15–16).
[3] Según Pimentel, la relación intermedial pone en juego «por lo menos dos medios de significación y de representación» (206).
[4] La novela se divide en una nota preliminar, una carta de Péguy a Herman Melville, ocho capítulos, cinco apuntes (más cortos en extensión, pero ocupan un lugar similar al de los capítulos) y un epílogo.
[5] En una entrevista en 2006 para la Universidad de Montevideo, de Mattos dejaba ver su interés por determinadas particularidades históricas que, seleccionadas cuidadosamente, se perfilan a priori como novelas ya escritas por la realidad. Allí, en el relato histórico, encuentra su pretexto, en el doble sentido del término: el pretexto, es decir, el motivo de su escritura y el pre-texto, es decir, el guion (194).
[6] Según Silvia Larrañaga-Machalski, las estrategias de la novela se hallan en relación de analogía con la meditación sobre la Historia que se propone Tomás de Mattos, y más allá, con la problemática filosófica de la verdad. La novela, entonces, «no prescinde de una voluntad de reconstrucción histórica, atendiéndose a un código bastante estricto de verosimilitud» (254). Ahora bien, para de Mattos, la ficción sigue un viejo precepto aristotélico: «presentar no lo que fue sino lo que pudo haber sido. Y al hacerlo, no hace sino aproximarse aún más a la verdad» (255). Allí encuentra el espacio para novelar, al que le confiere una dimensión reflexiva acerca de las verdades de la Historia.
[7] Para efectos de este trabajo, al no ser decisivos en nuestro análisis, hemos dejado de lado la profundización en el personaje de Juan Pedro Narbondo, marido de Josefina y del albacea del matrimonio Narbondo-Péguy, M. M. R. Sin embargo, cabe mencionarlos dentro de este nivel.
[8] La transcripción de estos fragmentos se encuentra en el artículo de F. D. Klingender, citado en este trabajo.
[9] Al ojo no informado (de historia naval y, sobre todo, de la narración que del hecho hicieron Savigny y Corréard), sugiere Julian Barnes, en su análisis de La balsa de la Medusa, podrían confundirle el sol, las luces, las sombras y las nubes negras en el cielo. El sol invisible en el horizonte, iluminándolo de amarillo, hace que pensemos en el amanecer. Se deduce, entonces, el inicio de un nuevo día, el barco a lo lejos lleno de esperanzas y salvación. No obstante, advierte Barnes, «¿y si fuera el anochecer? La salida y puesta del sol se confunden fácilmente. ¿Y si fuera el anochecer, con el barco a punto de desaparecer como el sol, y los náufragos tuvieran que enfrentarse a una noche sin esperanza, tan negra como esa nube que hay sobre sus cabezas?» (154).
[10] El término cuaderna refiere a uno de los soportes fundamentales del barco. Una pieza curva desde donde arrancan las vigas principales que mantienen firme la estructura de una embarcación, formando las costillas del casco.
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Referencia electrónica
Unda, Pablo. «Del lienzo a la ficción: la écfrasis como motor narrativo en La fragata de las máscaras (1996) de Tomás de Mattos.» Hyperborea. Revista de ensayo y creación, no. 8, 2025, pp. 58–77.
URL: https://www.hyperborea-labtis.org/es/paper/del-lienzo-la-ficcion-la-ecfrasis-como-motor-narrativo
DOI: https://doi.org/10.5281/zenodo.17664257
Imagen superior: Théodore Géricault. La balsa de la Medusa. 1818–1819, det.






